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5 juin 2022 7 05 /06 /juin /2022 22:58
TINTAS DE FAYAD JAMIS EN UN BAZAR DE PARIS

(…) sus amarillos que interrogan o enfurecen en la luz.

José Lezama Lima

                                                                                     (« Ver a Fayad Jamis », 1967

Los labios de la muerte en la cercanía

El día que murió Fayad Jamís un grupo de jóvenes escritores estábamos reunidos con Rafael Alcides y César López en la playa de Rancho Luna. Nos despertamos aquella mañana de noviembre con esa sorpresa amarga que cubrió todos nuestros paseos por la arena, y nos nublaba la vista al horizonte abierto como una verja de hierro a nuestro modesto otoño caribeño.

Cada uno de nosotros evocó a su manera lo que sabía del poeta y del pintor. Hijo de libanés y de mexicana, nacido en Ojocaliente, Zacatecas, con infancia en el Guayos de mis padres, Fayad llevaba a cuestas todos los atributos del vagabundo exótico ante quienes cruzaban su camino. Esa errancia inicial de la mano de sus padres, las vivencias infantiles del campo –y de los pueblos de campo- junto al contacto con la naturaleza, las palabras y la sonoridad de anécdotas rurales fueron dando forma a la visión del mundo del joven Jamís.

En 1949 y después de haber publicado su primer poemario Brújulas, Fayad se fue de Guayos a La Habana para hacer su aparición en la cultura cubana en los años 50, bajo la protección de José Lezama Lima. Fayad contaría toda su vida con el aura maldita y atractiva de haber errado junto a Nivaria Tejera y Agustín Cardénas, entre otros cubanos, por el mítico París de la post guerra antes de volver a Cuba en 1959, el haber integrado el « Grupo de los Once » de pintores abstractos,[1] y haber publicado en las célebres revistas Orígenes y Ciclón. Sobre todo los puentes del Sena y París, las imágenes de un bohemio hambriento, desesperado y feliz, radiante y exhausto, bajo el ruido de la pobre llovizna y entre las hojas color miel del otoño, formaban parte entonces de mi modesta memoria libresca de filólogo de provincia recién graduado.

               (En un capítulo de mi estancia cienfueguera y durante mi época de bibliotecario, me veo ofrecer un ejemplar de Los puentes a una novia con la convencida melancolía entonces de no que podría jamás caminar por las calles de Francia ni despertar con sus albas).

En alguna pausa de los debates en aquella playa de Cienfuegos, me encerré en mi habitación del hotel y escribí un obituario que sería publicado en el suplemento cultural del periódico 5 de septiembre pocas semanas después. Un año antes yo había terminado mis cinco años de estudios en la facultad de Letras de la Universidad Central de Las Villas con una tesina sobre la poesía de Luis Rogelio Nogueras. Estaban frescos en mi memoria los poemas de varias generaciones de escritores cubanos y, sobre todo, los publicados al principio de los años 60. En las búsquedas previas en las bibliotecas de Santa Clara y de La Habana había descubierto al Fayad deslubrante de Los párpados y el polvo, de Los puentes y de Vagabundo del alba sin sospechar ni en lo más remoto que un día en París yo admiraría en casa las tintas del poeta a las que Lezama le dedicara unas conocidas palabras y de quien diseñara la portada de su Paradiso.

Fue poco tiempo después y en otra playa, en 1988 y en Isla de Pinos, donde leí el poema « Como un regreso de tu ausencia » publicado en el número 11 de 1989 de la revista Letras Cubanas. En ese encuentro de escritores los invitados –entre los que estaban Cintio Vitier y Fina García Marruz- peregrinábamos como espectadores de remotos calvarios entre visitas al calabozo del joven José Martí y las celdas abandonadas a la hojarasca del mítico Presidio Modelo. La generosidad de Emilio de Armas a quien ni siquiera yo conocía hizo posible la difusion de ese poema en el que se escuchan los ecos de mi ingenua apropiación de la voz de Fayad Jamis

En un rincón lejos de los relámpagos

En un pasage titulado « Mi vida solitaria en París » de sus Memorias de ultratumba Chateaubriand cuenta como después de leer las evocaciones de juventud del marqués y arquitecto François de Bassompierre escritas en París en 1665, trata de seguir sus pasos en la misma ciudad, pero dos siglos y medio más tarde.

En la parte que llama la atención de Chateaubriand, Bassompierre detalla su encuentro con una hermosa muchacha de 22 años en plena calle al volver de Fontainebleu a la capital, y enumera las indicaciones –arquitecto al fin y al cabo Bassompierre- para poder dar con la puerta de la casa de la chica en plena madrugada.

Chateaubriand repite estos pasos, atraviesa el Petit Pont, pasa los Halles, sigue la calle Saint Denis hasta la calle Ours. A pesar de seguir las instrucciones de Bassompierre, y en medio del entusiasmo por ir avanzando en su laberinto, tiene que rendirse a la evidencia ; los dos siglos han hecho desaparecer la casa y otra moderna –escribe moderne- la reemplaza.

No estamos aquí en presencia de una memoria personal recobrada ni en ese paraíso perdido al que se refiere Proust, sino a la memoria ajena imposible, en otro tiempo y en el mismo espacio ; de ser apropiada. Cuando viajamos a través de lecturas construimos ese Palacio  de la Memoria del que habla San Agustín en el capítulo VIII de sus Confesiones. Una memoria artificial ocupa el espacio de las habitaciones de ese palacio imaginario que abrirá sus puertas cada vez que uno se detenga a buscar en sus recuerdos. La imaginación de los lugares que no se han conocido aparece acompañada por el dibujo de descripciones ajenas que de manera inconsciente ha ido edificando ese palacio que solo nos pertenece a medias, como todo lo imaginado.

Los retazos de mis lecturas desordenadas fueron construyendo en Cuba un mapa parisino que salió dibujado a la luz el día en que supe que viajaría a Francia. Recuerdo que la tumba de Nerval en el Cementerio Père Lachaise y la calle de la Vieille Linterne donde él se suicidara ocupaban un lugar privilegiado en mis preferencias. Al llegar a París viviría cinco años frente a ese cementerio en cuyos bancos pasé las tardes de meses alternando la lectura con la búsqueda de tumbas célebres, pero la calle donde encontraron colgado a Nerval ya no existe, en su lugar se levanta, al centro del viejo París, el Théâtre de la ville. El lugar donde pendía la cuerda de la cual se estrangulara el poeta que paseaba un cangrejo como mascota por el jardin del Palais Royal en la primavera de 1841, se convertiría en escena de comedias y de decoraciones ficticias.

Mi lista de espacios, de nombres, de adoraciones parisinas, tal vez se había sublimado con el tiempo de registro en mi memoria durante los años en que, las costas de Francia, se distanciaban como en un conocido poema de esa época del cubano Emilio García Montiel.

Lo imposible, como la impotencia, perdura y se agiganta por su falta de salidas, en la resignación. Sentado en los arrecifes de Miramar al atardecer de 1993, aquel bañista enclenque que miraba pasar barcos inalcanzables no poseía ningún poder atribuído -a parte de la imaginación- para ordenar como Calígula que le trajeran a sus pies la luna.

La habitación donde Proust trazaba sobre tiras de papel el acordeón de palabras en su búsqueda del tiempo perdido, la celda de Sade en el Castillo de Vincennes, el apartamento en el cual Mallarmé celebraba sus tertulias de martes en la rue de Rome, el Trianon de María Antonieta en Versalles, el lugar exacto del 61 rue Richelieu donde Sthendhal escribe Le Rouge et le noir, la casa de Honoré de Balzac con una salida clandestina para huir de los acreedores ; mi lista extendía sus referencias a la manera de una enciclopedia cuyas páginas de aire nunca se comprobarían.

Al caminar al fin por París los lugares de la ciudad imaginaria eran tan numerosos y dispersos en medio del viaje real, que lo que parecía borrado por el olvido regresaba de manos del azar a hacer acto de presencia ante mí. Si mi pensamiento habia ordenado en la isla a su manera la futura realidad, era ésta ahora quien al recibirme abría las puertas de imágenes antiguas. Con la distancia de los años he llegado a creer que fueron las angustias de la adptación a mi nueva vida quienes pospusieron la celebración de andar por el espacio ideado.

Me veo sentarme en la acera del Café Bonaparte a finales del siglo XX, beber una copa de vino blanco con la traductora Liliane Hasson y evocar en la lejanía de Charlotte a mi amigo el poeta Pedro Alberto Assef que solía recitar de memoria el poema « El ahorcado del Café Bonaparte » de Fayad Jamís, sin sospechar que sus errancias de exilio terminarían con su vida en un refugio de indigentes en la ciudad de El Paso, y que al igual que Casal no podría pasear nunca por su ansiado París.

Tuve que esperar a una noche de julio de 2010 para darme cuenta que el restaurante de pescados y mariscos Le Bistrot du Dôme donde cenaba con G. por sus 30 años se encuentra en la rue Delambre, la misma en que la vivieron Fayad Jamís y Agustín Cárdenas en los últimos años de la década del 50.[1]

En esa calle que Fayad renombrara « Delhambre » -por la miseria cotidiana que viviera en ella- encontró el cubano donde dormir mientras trabajaba en el taller del escultor húngaro Laszlo Szabo. Personaje pintoresco del paisaje cultural de artistas emigrantes de la época, Szabo pedía a Jamís que forjara sus esculturas y a cambio le daba un sitio en su atelier para que durmiera.

Valdría la pena preguntarse ¿qué incidencia tuvo ese contacto con Szabo en la obra pictórica de Jamís ? Al mismo tiempo, y sin disimular cierta insidia, cabe sospecharse que tras la obra de ese período de este escultor húngaro se pueda detectar la presencia de la visión estética de Fayad. ¿Cuáles de las esculturas de Szabo excibidas en la exposición de 1956 junto a Moore, Laurens y Brancusi, en la galería de Claude Bernard, llevan grabadas en sus líneas las manos de Jamís?

Es de suponer que es en este espacio y en medio de los agobios de la sobrevida que Jamís pinta muchas de sus tintas para la exposición que el miércoles 16 de mayo de 1956 André Breton le organiza en su galería A l'Etoile scellée situada en el 11 rue du Pré-aux-Clercs en Saint Germain de Près, junto a su amigo Cárdenas y con palabras introductorias en el catálogo de los críticos José Pierre y Jacques Senelier.

Al salir del cine Montparnasse o del Sept Parnassiens me gusta caminar por los 200 metros estrechos de esa callejuela nombrada Delambre en memoria del geógrafo Jean-Baptiste Delambre, antes de sentarme a cenar en un restaurante japonés, a unos pasos, por cierto, de donde viviera el memorable pintor Foujite.

La calle extiende una línea recta que une en el extremo de sus esquinas las estaciones de los metros Vavin y Edgar Quinet. Una hilera angosta por la cual se miran frente a frente edificos y bares. Un lugar de errancia de inombrales artistas y escritores que prolonga en el tiempo artístico de la ciudad dos estaciones de la bohemia parisina, la de la Belle époque y la que siguió a la Segunda Guerra mundial.

Alejo Carpentier en una crónica titulada « Montparnasse, república internacional de artistas » publicada en la revista Carteles el 16 de diciembre de 1928 escribe : « Pero lo más interesante en Montparnasse, no son los cafés ni los dancings. Lo interesante son los estudios, los ateliers, donde se trabaja con una fe y una tenacidad admirables. Los artistas más conocidos del barrio suelen desaparecer durante meses enteros ». El París de la posguerra por donde camina Fayad Jamís trata de recuperar este furor, ese « soleil de l’art » del que hablaba Chagall. Pero Montparnasse ya no es el centro de la vida artística en los años 50, ahora todos los artistas van a Saint Germain des Près.[2]

El destino o las casualidades han hecho que a cada metro de las aceras de la rue Delambre uno encuentre de forma discreta, como la escasa luz que cae de sus cornisas al anochecer, breves marcas del paso de Breton por un hotel, las habitaciones donde pernoctaron Tristan Tzar o Henry Miller, el atelier de Man Ray, el bar Rosebud donde tomaba su aperitivo Sartre. O esa puerta de hierro negro del número 41 que atravesara el serial killer Guy Georges una noche de enero de 1991 para ir a asesinar en su buhardilla a la joven estudiante Pascale Escarfail.

Trato de imaginar escenas que no he ni siquiera leído, de inventar el eco de conversaciones distantes que relatan la convivencia de dos artistas del Caribe en esa callejuela. Olvido que mis propios pasos siguen a otros que buscaron repetir un mito. El joven Alejo Carpentier que se gana la vida transcribiendo su deslumbramiento de la Ciudad Luz, registra como un voyeur cada rincón íntimo del artista sobre el cual escribe. Chismoso y goloso, Alejo se acerca, toca a la puerta y entra. Sus crónicas son también de interiores. De interiores caóticos con cuyas descripciones Carpentier pretende completar sus semblanzas de emblemas de la bohemia parisina de la época.

Alejo Carpentier conoció la rue Delambre mucho antes que Cárdenas y Jamís, incluso antes de que naciera Fayad. Así lo cuenta en Social el 7 de julio de 1928 al visitar el estudio de Man Ray. Más aun, una coincidencia hizo que cuadros de otro cubano, el pintor Francis Picabia, fueran también testigos mudos de una escena de la cual me apropio cuando me invento escuchar los martillazos de Fayad en el atelier de Szabo tratando de cinselar sus bronces y piedras.

El laboratorio del alquimista está enclavado en el corazón de Montparnasse. Es una alta estancia de piedras blancas. Está llena de cámaras, lentes, chassis, de artefactos de luz parecidos a instrumentos de cirugía, de trípodes complicados que remedan insectos…En las paredes hay dibujos de Man Ray y cuadros de Picabia…Y en libreros, armarios y mesas, los objetos singulares que el artista utiliza en sus obras…[3]

Entre los números 13 y 15 de la rue Delambre vivía Man Ray. Ese americiano tan fascinado por la ciudad que la eligió para morir, tenía ahí también su estudio en un sótano del actual hotel Villa Modigliani.[4]

A la orilla de esos oros

El marchand dice llamarse Antoine y me espera en una de las casetas del mercado de las pulgas de la Porte de Clignancourt a las 10 de la mañana de un helado domingo gris. He visto en detalles las fotos de los floreros de la misma serie que he venido a buscar. Flores y jarrón de óleo dorado y tinta, de fondos negros. La firma es visible y explícita con nombre, apellido, fecha (1966) abajo, en el ángulo derecho de las cartulinas, mientras que en el lado opuesto se puede leer : La Habana.

Me ha confirmado por teléfono que tiene las tintas de ese pintor cubano de nombre árabe amigo de Breton, argumenta como si –a pesar de mi acento y de mi físico- yo fuera un típico cliente francés a quien para convencerle de adquirir algo exótico, se le ofrece una prueba de valor y de reconocimiento local.

Hace unos años corrí a la casa de ventas Drouot al ver que salía a subasta una tinta y acuarela de Fayad. El cuadro está firmado en París en 1956 y pertenecía a la colección de Robert Altmann, un alemán pintor y mecenas que vivió en Cuba en los 40 y se casó con una cienfueguera antes de hacer un largo periplo que lo trajo de nuevo a Europa.[1] Curiosamente fue Altamann el editor de un libro para coleccionistas, Poemas de Lezama con grabados de madera de Guido Llinás otro pintor del « Grupo de los Once » y publicado en 1972.[2]

No queda nada del Jamís esa época, afirman quienes conocen su obra. Regresó a Cuba en 1959 sin un solo cuadro, dicen otros, al citar al propio Fayad en una entrevista que concediera a su regreso de Francia a un curioso joven llamado Severo Sarduy.[3] Una prueba contradice las especulaciones ; uno de los dos lienzos de Fayad que se conservan en el Museo de Bellas Artes de La Habana aparece fechado en 1957[4] año en el cual él vivía en París.

La sala de ventas está repleta esa tarde de febrero del 2018, pero he llegado adelantado. Algo excepcional ocurre poco antes del comienzo de la venta. En este lugar en el que todos se miran con recelo, se esconden unos a otros, o se sospecha de cada una de las personas del público, el señor de mi lado me da conversación. Me cuenta que es un galerista de Poitiers, que viene con frecuencia a la capital porque es aquí donde se puede comprar a precios accesibles. Le hablo de Poitiers. Para su asombro le describo el centro de la ciudad, la catedral, le hablo de Sainte Radégonde y del poeta Venance Fortunat a quien, por cierto, Lezama Lima citara en sus ensayos. Ambos son iconos de la historia cultural y religiosa de la región de Poitou. Al llegar de Cuba visitaba esa región todos los meses con Véronique, la madre de mi hija Ariane y a quien le debo haber podido salir de la isla.

La conversación transcurre al mismo tiempo de la subasta, con la diferencia que el galerista de Poitiers, mientras me habla, levanta la mano sin pausas, como un remolino, y adquiere lienzos, grabados, dibujos, que desfilan uno tras otro tanto en las páginas en colores del catálogo que hojeo, como en las manos de los garzones que llevan y traen cada pieza vendida y rapidamente remplazada. Y en esos estamos cuando llega la acuarela espigada de Fayad. Una columna de volutas de tinta sobre un fondo acuarelado de naranja caqui se levanta y forma una humarada por momentos transparente y atravesada por caóticas figuras protozoarias.[5]

Mi amigo improvisado de la subasta y yo levantamos la mano al unísono y sin dejar de hablar : el asombro de ambos es compartido por el subastador que detiene en el aire su martillo de madera y nos increpa meneando su instrumento de sentencias: « No es válido…ustedes dos se han puesto de acuerdo ». Se detiene la venta y, claro, todo el mundo, no solo el comisario con su martillo ahora de golpe trasparente en su inmovilidad, nos mira. « Acabamos de conocernos », explicamos. « Es puro azar », coreamos. « ¿A usted le interesa esa tinta ? Yo la quiero solo porque parece bonita y la podría vender sin problemas… » ahora me habla a mí el galerista, en un susurro pegado a mi oreja izquierda, tratando de desbloquear de una vez la situación. Miento, pero me salgo con la mía, es decir, con la tinta : « Estoy aquí solo por esa tinta…es una historia de familia ». El gesto de bondad de ese hombre hubiera podido ser el comienzo de una amistad de la cual solo queda como prueba la tinta firmada por Fayad resplandeciente en un pasillo de la casa de mi exilio.

Estuve convencido todo ese día de invierno que la tinta con fondo azafranado que se fue conmigo de vuelta a casa, fue una de las tantas que colgara Breton en las paredes de la galería A l'Etoile scellée en mayo de 1956.[6]

Deambulo por el mercadillo que más bien parece un bazar. Sé que tardaré en llegar a la caseta donde me espera este señor desconocido porque llaman mi atención cuadros, grabados, litografías, libros, y una multiplicación desorganizada de bibelots que a esa hora ya se extienden sobre mesas, cajas, cofres y alfombras, o simplemente sábanas desplegadas con prisa por el suelo glacial. Las voces de los tenderos se sube de tono cuando uno se acerca. La conversación matinal entre ellos deja de ser un diálogo para llamar la atención del curioso que no quieren que pase de largo.

-¿Por qué se interesa tanto por un pintor que no tiene côte ?

Al marchand debe llamarle la atención mi visible diligencia al verme escrutar durante un buen rato el relieve de las tintas con una lupa, o rumea (como será el caso) proponerme otros de sus cuadros a la venta : « Soy especialista de los años 50 y 60. Mire alrededor suyo » « ¿Las tintas del cubano ? Compré los fondos de una galería quebrada…y allí estaban… » No vale la pena que le dé detalles sobre el pintor y sus tintas. Para él es eso, lo que estaba tirado en el sótano de una galería cerrada. Regateo. Resiste. Entonces gasto mi última estrategia : decirle que voy a pagar casch mostrándole un manojo de billetes.

Las espirales doradas de óleo serpetean en lugar de flores y ramajes, fijan el negro de la tinta sus líneas curvas por contraste y el crujir de la materia que resalta a la vista como un relieve a la vez irregular y sin orden. El jarrón como un imán transparente se yergue al centro y obliga al ojo a ascender hacia el ramaje áurico. El amarillo ámbar del follaje es el mismo que define el jarrón que lo recoge en su meollo. Simulando tal vez la entrada de una luz ; si uno fija la vista o se ayuda de una lupa, salpican pinceladas de un azul aguamarina las flores y la curbatura derecha del jarrón.

¿Qué relación las ramas y flores de esos oros enmarañados [7]-a veces color miel, a veces trigo- que iluminan con sus volutas el fondo negro y el negro de la tinta que les abre cicatrices, con el abstraccionismo que Jamís asumiera en los años 50, como esa espiga geométrica y descarnada sobre la cubierta de su poemario Los párpados y el polvo editado por Orígenes en 1954 ? Una de las reproduciones, la número 12, del libro Tintas que incluye un ensayo introductorio de Lezama Lima forma parte, sin dudas, de la serie de floreros que descansan sobre la mesa improvisada de la caseta de este marchand a quien acabo de entregar los euros.[8]

Caminando por París con las tintas a cuestas, volví a sentir esa cándida creencia de poder resguardar un amuleto al que me creo destinado, una prueba de ese diente del fantasma que, al decir de Lezama, también hemos perdido y olvidado.

Yo, una sombra alegre que antes de desaparecer extenderá su mano –después de escrutar y palpar durante horas infinitas- hacia otros que admiren o conserven una parte del aire retenido de esta ciudad, vagabundeo ahora ingenuo y satisfecho bajo estos cielos, la lluvia y los puentes. Como si no le importaran a nadie o a otros estos puentes. Muchos puentes. Puentes nosotros, con aguas turbias que corren bajo nuestros pies de regreso al mar de donde desembarcamos despavoridos y felices huyendo de la Historia, de la isla, naciendo otra vez, repitiendo el camino de otros que nos antecedieron. O volviendo a la isla casi todos los días con maldiciones o júbilos callados que no tendrán el tiempo de esperar ni comprender quienes nunca se fueron de casa sin mirar atrás, y se quedaron, estatuas de sal ellos, sobre las cenizas de la infancia por elección o destino, a decir adiós y a ver pasar cada día la muerte.

El corazón de lo indecible

 

En un documentado estudio sobre el arte abstracto en Cuba Ernesto Menéndez-Conde considera en Trazos en los márgenes que « los discursos sobre la abstracción en Cuba se apoyaron sobre todo en las primeras vanguardias europeas. Mondrian y el Neo Plasticismo, Malévich, Klee y Kandisky son los pilares teóricos a los que acuden los cubanos. » Según este crítico, si bien los expresionistas abstractos cubanos decían seguir las tendencias estadounidenses –pensemos en la llamada Escuela de Nueva York- no asumen los discursos de las poéticas de Pollock, Kline, Motherxell y Rothko. Los abstractos cubanos de los 50 estaban más bien atraídos por « cualidades formales, visuales y técnicas » de este abstraccionismo norteamericano, no por sus fundamentos.[1] A primera vista esta aparente contradicción parece difícil de argumentar porque en sus formas las obras de los jóvenes abstractos cubanos se ven muy cercas del abstraccionismo americano y son bastante rudimentarios en la época los argumentos teóricos que los aproximen de una estética europea.[2] Quizás haya que remitirse al pintor Mario Carreño y a sus artículos de la época para situarse en una hipotética historia de ideas sobre el arte abstracto en Cuba en la época de formación y creación de Jamís, sobre todo en el puente de unión con escuelas europeas.[3]

En otra parte de este libro se alude directamente a Fayad y a su dualidad de poeta y pintor. Refiriéndose a pintores abstractos poetas, el autor cita a Fayad Jamís, Hugo Consuegra y Pedro de Oráa y los diferencia a los dos principales poetas surrealistas cubanos de la época José Baragaño y Rolando Escardó a quienes, dice, por temas como la angustia existencial podrían asociarse al expresionismo abstracto.[4]

De esta última observación de Menéndez-Conde se deducen dos ideas que nos interesan como pistas al tratar de precisar las expresiones plásticas y poéticas de Jamís. Abstraccionismo en su relación con el expresionismo y un tardío surrealismo permiten aproximar al Jamís pintor y poeta tanto a escueles norteamericanas como europeas en su período parisino.

Sin embargo, si en su poesía parecen coincidir las opiniones sobre las fuentes, la ambiguedad prevalece a la hora de precisar de donde podrían venir las fuentes de su obra pictórica. La poesía de Apollinaire, de George Track, de César Vallejo e incluso de Paul Éluard, se suelen citar como referencias eclécticas del Jamís parisino. Mención aparte –y esto es necesario precisarlo- para las imágenes de la naturaleza y las visiones de un niño campesino deslumbrado por un mundo rural en el que subyace una de las voces literarias más originales de la literatura cubana y que tendrán su continuación en el Reinaldo Arenas de Celestino antes del alba. El mejor ejemplo de esta voz es sin dudas en poemario de viñetas como La pedrada que se escribe en La Habana en 1954, es retocado en París en 1956, publicado parcialmente en Ciclón, y editado como poemario completo en Cuba en 1962.[5]

Hay por otra parte en su obra parisina una dolorosa disociación del sujeto con una realidad a la que no se adapta, así como ciertos vestigios del neoromanticismo en la poesía. Su lenguaje y la composición en general de sus textos por momentos se pueden catalogar de surrealista, o de un expresionismo lleno de contrastes por su lirismo y su forma rígida o centralizada. Estas son algunas de las categorizaciones que predominan a la hora de leer esta escritura que, debido a las circunstancias en las que va alcanzando su madurez, parece cercana a ciertas zonas de Orígenes como es el caso de Los párpados y el polvo de 1954.

Asociar la pintura de Jamís al expresionismo abstracto parece más bien la confirmación de una evidencia, y responde de manera fácil a la etiqueta estética de una época, pero las cosas se complican a la hora de preguntarse qué pintores ejercieron más influencia en él a la hora de componer sus cuadros.

Hugo Consuegra a quien durante mucho tiempo se ha consiedrado el teórico del « Grupo de los Once » y su mejor representante, narra en su autobiografía Elapso Tempore una visita que hiciera a Mario Carreño en 1952 al regreso de éste a La Habana tras una estancia de 8 años en Nueva York. En ese pasaje, al referirse al cambio estilístico de Carreño en ese momento, Consuegra escribe : « estaba experimentando con formas simplificadas, romboides y planos de textura, yendo hacia una semi-abstracción romantizada que influenciaría a otros pintores como René Ávila, Viredo y Fayad Jamís ».[6] En cierto sentido esta sugerencia fundamenta mi apreciación que las tintas de Fayad Jamís anteriores a 1959, evolucionan hacia un abstraccionismo que le debe mucho al tachisme francés en detrimento del expresionismo abstracto americano.

La publicación en París en 1952 del libro Un art autre de Michel Tapié lanza la noción de tachisme (de « tache », mancha en francés) para designar una corriente artistica de la época. Como es sabido el tachisme es la versión francesa y europea de la action painting del expresionismos abstracto americano que aparece en 1946 y cuyo representante más conocido fue Jackson Pollock. En el caso europeo se trata también de una expresión gestual menos agresiva que la americana al predominar el uso de la tinta y sobre todo de la caligrafía. Al hablar de tachisme se citan nombres como Hans Hartum, Jean-Paul Riopelle y Pierre Soulages aunque es Georges Mathieu - a quien Malraux considera « el de primer calígrafo occidental »- quien se atribuye la creación de este estilo sobre el cual llega a teorizar en el libro Au-delà du tachisme de 1963.

Hay que pensar entonces en un Jamís acabado de llegar a París e inmerso en el ambiente que describe Charles Estienne en su libro L’Art à Paris 1945-1966 [7]para tratar de comprender la progresiva cercanía de sus tintas al tachisme y a las nuevas formas que esta asimilación genera en el que fue, sin dudas, su mejor momento como pintor. En medio de una confluencias de escuelas y corrientes que sobreviven a sus años de esplendor como el surrealismo, el cubismo e incluso el arte geométrico, es lógico que el Fayad de 25 años al mismo tiempo que acepta la invitación de Breton sucumba a la novedad liberadora del tachisme tan próximo a su gusto por la espontaneidad creativa, la reminiscencia de cierto primitivismo en su gesto, y el uso de la tinta y la caligrafía. Fayad lo contaría de esta manera :

 

Yo hacía por ese entonces una pintura de manchas que le gustó a Breton, encontraba un lirismo en mis trabajos y cierto reflejo de la realidad; le llamaron incluso la atención algunos títulos como “Escucho la canción de los ahorcados” o “Islas de sangre”. El texto del catálogo lo escribió José Pierre, quien con el tiempo se convertiría en el crítico de la pintura surrealista. Era el auge del tachismo; la pintura gestual, matérica.[1]

Pero ¿de qué tintas hablamos? Repito que son escasas las tintas que se conservan de ese período. En la exposición que se organiza el 16 de marzo en la Biblioteca Nacional José Martí de La Habana : Fayad Jamís. Exposición 1951-1967 con el ya mencionado ensayo de Lezma (« Ver a Fayad Jamís ») como introducción, se precisa la lista de lo salvado y se inventaria lo producido después de su regreso a Cuba : 89 tintas, 12 tintas (monotipia), 7 tintas y temperas, 1 tinta y acuarela, 1 tinta y collage, 1 acuarela”. Solo 5 tintas son anteriores al regreso en 1959 de Jamís a La Habana.[1]

De esta manera las tintas expuestas en la galería A l'Etoile scellée bajo el patrocinio de Breton y las introducidas por Lezama Lima en la Biblioteca Nacional de Cuba, constituyen el fundamento de lo más relevante de los dibujos de Fayad. El azar ha hecho que yo esté en el medio de esos dos caminos que se cruzan entre obras que se han dispersado en París y en La Habana, entre coleccionistas y el olvido.

Para tratar de leer esa invisibilidad secreta a la que se refiriera Merleau-Ponty[2] en las tintas de Fayad y así comprender y establecer la evolución de sus tintas del tachisme parisino a los floreros de los 60, basta con mirar con atención de manera retrospectiva lo que se conserva de estas obras. En la tinta que ilustra el número 35 de la revista Orígenes de 1954 aparece fechado en 1952 en su parte superior izquierda. La composición convencional en su formato representa a trazos de tinta negra a una pareja en un interior en el que sobresalen las líneas de un ventanal con arcos de medio punto que nos hacen pensar en la arquitectura colonial cubana y a los motivos de los interiores de la pintura modernista cubana de Amelia Peláez y René Portocarrero. Es la época en que Jamís llega a la gran ciudad y vive con la poetisa Nivaria Tejera con quien se casaría en 1953 como le cuenta a Lezama en una carta del 26 de agosto de 1953.[3]Ya desde el número 31 de Orígenes aparecen los poemas de Fayad fechados en este caso en 1951 y el 15 de mayo de 1952 por lo que el contacto con Lezama ya esta establecido desde hace más de un año. Ese interior y esa pareja de la tinta puede suponerse que es la pareja unos pocos años antes de reunirse en París.

Poco que ver esta remota tinta con la que aparece en la portada del últmo Orígenes dirigido por Rodríguez Feo que  lleva a su vez el número 35 y que aparece también en 1954. Fechada en 1953 ya esta tinta deja de lado en su representación toda alusión a lo inmediato. En el centro dos figuras protozoarias grises, sombreados de objetos, atraen la mirada que recorre especies de costuras, parches o cicatrices que como alambres de púas zurcen o tatúan sus superficies. Formas irregulares – entre ellas una puntiaguda que clava su punta en un círculo sombrío- resaltan en un fondo caótico que parece fracasar en sostenerlas hasta contemplar sus caídas, y dan un relieve a la tinta que parece detenida en un agónico momento. La diversidad de matices ofrece la sensación de texturas diversas y vivas a quien mira con detenimiento la tinta y se atreve a tocarla. El contraste de la coloracion que permite ahora la aguada asegura la independencia en el espacio de las figuras centrales. De la tinta china sobre el papel Jamís explota ahora las ventajas que permite la técnica de la aguada y sus degradaciones de tonos.

No se debe olvidar que es en 1953 que el « Grupo de los Once » al que se integra Fayad hace su aparicion en el panorama cultural cubano y organiza su primera exposición en la « Sociedad Nuestro Tiempo » entre el 16 y el 26 de febrero. No es de dudar que el paso progresivo a la abstracción en Fayad se ve influenciado por el comienzo de este contacto con el grupo.

La influencia del tachisme ya en París cambiará progresivamente la composición y hará desaparecer toda aproximación a un objeto real fijado por la percepcion o una reminiscencia. En una de las pocas tintas que se conservan de la época parisina, de 1955, Fayad parece seguir la insistencia de contrastes entre las zonas negras, grises y ocres aun cuando en este caso la figura central es un cículo que a manera de ojo o sol irradia líneas sobre la superficie color nuez de una figura que atraviesa la cartulina manchada de matices del ocre. Bajo una apertura del extremo izquierdo, en lo alto, a manera de saetera rectangular se puede leer el título que hasta ahora nadie había detectado: « Zona de meditación ».[4]

Acabado de llegar de La Habana Fayad repite sus aguadas como en la portada del último número del Orígenes de Rodríguez Feo. La adopción del tachisme en París lo va a llevar a pasar a una abstracción que no permite identificar una referencia exterior al pintor y a la tinta. La visión de Jamís en la tinta y acuarela de 1956 que pude llevar a casa después de la subasta en Drouot [5]no parte de una percepción del exterior ni de la ejecución de una morfología gracias a las posibilidades técnicas de la aguada. El mundo no aparece ante Jamís aquí como una representación sino que la tinta puede más bien considerarse (con su columna ahumada sobre fondo de acuarela naranja) como autofigurativa de la conciencia del pintor. Jamís parece haber pasado de incrustar una « Zona de meditación » en su aguada a la exaltación ascendente y enigmática de su espíritu.

Soprende que nunca se haya aventurado la crítica a mencionar el probable antecedente de Wols en los dibujos parisinos de Fayad Jamís y sobre todo en sus tintas. ¿Conoció el cubano la obra de Otto Wols (1913-1951) quien inaugura con Georges Mathieu el tachisme en 1947 y alcanza su apogeo después de su muerte, precisamente al llegar Jamís a París? Más cercano Jamís al abstraccionismo lírico de la llamada Nouvelle école de Paris de la post guerra que al expresionismo abstracto que se le ha etiqueteado, sus tintas logran en un breve tiempo borrar toda alusión a lo inmediato y lograr esa atmófera de « sismografía psiquíca » que se le atribuye a Hartung, sin perder un cierto lirismo en sus constrastes con la acuarela. Para Wols la imagen no era una imitación de la naturaleza sino una creación análoga a ésta lo que lo lleva según Georges Mathieu « a concluir la última fase de la evolución formal de la pintura occidental tal y como se anunció hace setenta años, desde el Renacimiento, desde hace siglos ».[6]

Me resigno a pensar que dos imposibles nos ponen ante un límite dfícilmente superable al intentar saber la relación de las tintas del cubano con el universo creativo de Wols. El primero el no poder responder a esta pregunta con las certezas de testimonios ni de archivos ; las memorias de París que Jamís prometía a sus amigos (« París no era una fiesta ») no se sabe ni fueron escritas. Queda buscar en las publicaciones y catálogos de la época para ver posibles coincidencias, o especular. Citemos un caso. El número 1 de la revista belga francófana de vanguardia EDDA del verano de 1958,[7] cuando Jamís vive aún en Paris, publica tintas y dibujos tanto de Wols como de Wifredo Lam. En una comunidad artística  tan pequeña y en la cual todos se conocen, como ha sido siempre la cubana en París, es muy probable que este tipo de colaboración entre el más importante de los pintores cubanos del siglo XX y el alemán abstracto, no haya pasado inadvertida. El otro, evidente, es que la mayor parte de la obra pictórica parisina de Fayad Jamís desapareció, o se ha disgregado en subastas o colecciones.

 

Fragmento de un ensayo publicado en: 

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