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21 janvier 2012 6 21 /01 /janvier /2012 16:45

          Gina-copie-2.jpgParece ser que la vecina de los bajos tiene novio. He mirado su vida, sólo con los recesos de ausencias paralelas, durante los últimos años. Es esbelta, trigueña, pero con la piel muy blanca, de nalgas puntiagudas y breves, de piernas extensas y con miopes espejuelos redondos como los de alguna que otra francesa de una película de Godard.

También su bañera se parece a esos receptáculos de agua que veía en Cuba en sofocados cines. Y en verano, al salir del agua, se sienta y tira a rodar una de sus piernas elásticas sobre el marco de la ventana, mientras se seca, por supuesto desnuda, con una mano, y sostiene el teléfono con el cual habla, supongo a una amiga, con la otra.

Yo la veo casi siempre en blanco y negro a la vecina. Aunque le gusta cocinar, eso sí, entonces el humo, los ajís, los tomates y la mostaza, los peces y las pastas, me la van dibujando lentamente  en olorosos colores allá, en un piso más bajo que el mío, a través de las plantas que pretenden transformar en selva mi balcón diminuto, y con el sonido de alguna que otra ópera que decora el silencio de mi salón mientras escribo.

            Se llama Laure, por supuesto, aunque yo la nombraba Caroline. (Desde que descubrí que Caroline viene etimológicamente de la palabra carne, nombro en Francia Caroline a todas las muchachas apetecibles). Y digo por supuesto porque, qué mejor nombre para una desconocida que uno vigila sin querer durante tanto tiempo detrás de las cortinas, ¿no?

            Me llevó cuatro años saber cómo se llama mi vecina. Un ciclo olímpico. La vuelta de un año bisiesto, por cierto, este 2012 que comienza apenas. El cuarto sol de los mayas que amenazan sin sospecharlo desde su pasado memorable, y por adelantado, las próximas navidades y anuncian el fin del mundo.

El año de los mayas y de Londres, y de un siglo en que nació allá en Cárdenas, nuestro Virgilio Piñera.

Antes tan lejana para mí Londres, y ahora así, al cruzar de la mancha de agua del canal. Puedo superar incluso por la realidad de un desplazamiento la imaginación de Huysman cuando en A rebours inventa un viaje ficticio a la isla anglosajona. Puedo hacer como el atolondrado Mallarmé que corrió con su esposa y una desbaratada maleta a perfeccionar su inglés de profesor de liceo. Casi como me contaba Juan Arcocha que había visto a Piñera de paso por París, desvalido e inquieto, repitiéndole a él, a Carlos Franqui y a Cabrera Infante: “Yo no me puedo quedarme a vivir ahora en París, yo ya pasé mucho trabajo en Buenos Aires, a mi edad no puedo vivir lejos de Cuba…”

Le propongo a G. pasar un week-end en Londres la primavera próxima y me responde desde la transparencia de su piel que deja a la vista sus venas azules: “No me gusta Londres, mejor vamos a otra parte…”

¿Estoy rodeado de gente así o formo ya parte de ellos? Gente que puede darse el bendito lujo de decirte “No, a Londres de nuevo no, por favor…siempre llueve y la gente es demasiado blanca, bajo los paraguas…”. Y descubro con preocupación que viajar a una isla parece ser que me fascina de forma inconsciente.  E improviso: no hay mayor torcido castigo que volver al lugar del crimen del cual huiste…una idea inglesa, por cierto, la primera vez que la vi fue utilizada por Sherlock Holmes.

Casi tan cercanos ahora, repito, la apocalipsis maya, los Juegos Olímpicos y el siglo de Virgilio Piñera, como mi vecina Laure tomándose un mojito.

Pude hablarle al fin en un café no lejos del Museo de cera de París a Laure. Estaba sentada con una amiga (en los cafés de París siempre hay dos muchachas compartiendo sus solitarios diálogos) y bebía un mojito. Hice como en las películas y le dije al barman que yo les pagaba otro trago, a esas dos que están allí: la trigueña y la rubia, va por mí el próximo mojito, sonreí como un imbécil haciéndoles, desde lejos, un gesto generoso a las dos que me ignoraban.

Hablamos poco Laure y yo. No se me olvidó  (¡ni loco que estuviera yo!) decirle que era cubano. Sólo lo necesario hablamos para saber que se llama Laure y acercarse así más ella a Petrarca que al marqués de Sade. Le hablé de su visual pasión culinaria y le mencioné mis plantas, allá, en el balcón del tercer  piso de enfrente. Y aunque no entré en detalles sobre el mármol de su bañadera, sí le dije que en algún momento la mencionaba en las notas de mi diario íntimo: Caroline piernas largas prepara un pato a la naranja escuchando yo el Nessun Dorma de Puccini…o cosas así.

En el año que termina recorrí con G. la isla de Sicilia, volví a Madrid, a mostrarle a mi hija el Museo del Prado, murió en Santa Clara mi padrastro Joaquím y, por cierto, mis hijos Ariane y Joaquim fueron de vacaciones, con sus madres y sus amigos,…a Córcega y a Londres.

Leí casi todo Kundera, descubrí tarde (como debe ser) al italiano Gadda, releí con esnobismo retrógrado pasajes de El Gatopardo, Romy me trajo de mis amigos de La Habana una caja de tabacos y un agonizante libro de cuentos , supe que Deleuze había escrito un libro sobre Kafka, adelanté poco los varios libros que escribo, al fin me hice con todo lo que publicara Calvert Casey, y brindé como un homenaje a mi madre con el agua bendita de la iglesia que se levanta en Siracusa en honor a los ojos de la torturada Santa Lucía.

Sospecho que la vecina de los bajos (quiero decir Laure, no Caroline) tiene novio. Entra, raramente y casi a oscuras, a la cocina. Prepara uno de sus platos que supongo deliciosos, y sale a la carrera de casa. No creo que duerma casi nunca allá abajo. Apenas le veo tomar su baño a la caída del atardecer como antes. Su bañera permanece seca, y aunque no he descubierto el perfil de su supuesto amante, una noche tomaba el metro en dirección contraria a la mía: en vez de ir al centro, hacia el Louvre, se dirigía al castillo de Vincennes.

Mi madre está muy enferma allá en Santa Clara. Le hablo de los quince años que hace no nos vemos, y me dice que por causa de una trombosis los médicos le prohíben viajar a París como ambos quisiéramos.

“¿Vas a volver a Cuba”?, me pregunta G., que ya se ve con un mojito viajando por una isla del trópico en compañía de un folklórico nativo de guía turístico.

Me gustaría responderle (con variantes de sol) lo que ella me dijo cuando le propuse ir a Londres. Pero recuerdo esa maldita costumbre mía de volver con insistencia a visitar las islas durante mis vacaciones, y sólo atino a decirle que esta noche, de nuevo, voy a llamar por teléfono a mi mamá a Santa Clara.

En periódicos de varios países veo la misma foto de un hombre junto a una bandera de Cuba. Leo, una, dos, innumerables veces, y me resigno a aceptar que es cierto, que ha muerto en una huelga de hambre.

Ilust: Gina Pellón, Oro de la noche, 2010.

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commentaires

M
Armando, lo he saboreado y me ha dejado un gusto agradabilísimo. El final, redondo.
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M
Muy bello relato, Armando.
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L
Ya va siendo hora que vayas a ver a tu mama a Cuba, Armando.
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