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1 janvier 2024 1 01 /01 /janvier /2024 14:57
Dos filmes de Ricardo Vega en la Maison de l’Amérique latine de París

Dos filmes de Ricardo Vega en la Maison de l’Amérique latine de París

El Morro antes que anochezca

La primera imagen fílmica de la historia de Cuba es del Castillo del Morro, esa especie de Torre Eiffel de La Habana, y consiste en una breve toma realizada en 1898 por William Paley, operador de la compañía Edison. Fue precisamente en esa fortaleza devenida prisión donde estuvo recluido en 1974 el escritor Reinaldo Arenas protegido, asegura en sus memorias Antes que anochezca, por un ejemplar de La Ilíada al cual se abrazaba con devoción en las mazmorras durante los 11 meses de su condena.

Es esta imagen de El Morro la que inicia el Opus Habana de Ricardo Vega. La fortaleza medieval como tela de fondo del buceador (plongeur) que salta en El Malecón, ese litoral áspero y espontaneo, hacia otra tumba etrusca de Paestrum; un mar habanero en estas imágenes gris y agitado, alegría precaria de domingo, y tumba de miles de cubanos que han tratado de cruzar el estrecho de la Florida.

La cámara de Ricardo recorre lentamente algunos de los emblemas coloniales de la ciudad. A la manera de un paseante despreocupado y curioso, que es la manera caribeña de desplazarse por los espacios urbanos, Opus Habana lleva de la mano a un sorprendido espectador que, si bien va reconociendo los símbolos urbanísticos del pasado de la capital, se desconcierta por la forma en que se filman esas iconografías.

Las imágenes en blanco y negro parecen rescatadas – y lo son- del naufragio de un archivo que Ricardo quiere mostrar sin afeites, como el retrato de un artista adolescente. La vivacidad de lo espontáneo junto a la edición de imágenes aparentemente recortadas de álbumes olvidados por la premura o la desidia, dan esta sensación de bricolaje y de insistencia en las texturas que caracteriza el estilo de los cortometrajes de Ricardo Vega. Fragmentos de lo ignorado por el paso del tiempo regresan sin prevenir; nos advierten que esos detalles dispersos forman parte de nuestra memoria afectiva, más que las epopeyas, o las efemérides dictadas por la Historia oficial.

A la soledad de la catedral, de la Giraldilla, de las fuentes de agua, de las piedras y murallas que imaginamos sepias, y a la herrumbre de puertas y barandillas forjadas de los balcones abandonadas por sus moradores, le sucede el ritmo de la música cubana que acompaña a los niños que bailan hit hop o rap cubano, juegan, y se bañan en las aguas del malecón. Un niño que acaba de emerger del mar como un Poseidón de ébano, mira chorreando agua a la cámara y, de pie y con un peine en las manos, nos interpela curioso y molesto por haber invadido su reino. Es el instante en se rompe la frontera entre esa década habanera de los 80 y el espectador que somos en el siglo XXI.

La noche, esa patria cubana de las festivas transgresiones, abre una tercera y última ventana del cortometraje a un concierto de Santiago Feliu y Silvio Rodriguez, entre los brazos de mármol del Alma Mater, símbolo de la Universidad de La Habana. Como si Luis y Armando, los protagonistas del cuento “Fugados” de José Lezama Lima volvieran de su escondite en el malecón después de escaparse del colegio, para ir a aplaudir, ya adolescentes, a los trovadores del momento, con la creencia ingenua de que una nueva era de cambios y libertades, podría ser posible en esa isla que sigue llamándose Cuba.

Te llevo al cine

Difícilmente un pueblo haya ido tanto al cine como el cubano en una capital, La Habana, que contaba con más de 100 salas cinematográficas antes de 1959. A diferencia del infante Guillermo Cabrera, en esos finales de los 80 no teníamos en Cuba la opción de elegir entre cine o sardina. Íbamos al cine con lo poco que habíamos encontrado de comer, y esas migajas irían desapareciendo en los 90 a medida que sumábamos hasta 5 películas diarias, por ejemplo, en las dos semanas del Festival de Cine Latinoamericano. Íbamos al cine resignados para olvidar con pasión y creer que los mapas no mentían y existían otras geografías y la nieve. ¡Ah, en el trópico la nieve! Aunque, muchas veces, como en una muestra de 1987, esta nieve fuera la nieve rusa de Tarkoski. Íbamos al cine porque desde niños el lugar ideal para llevar a pasear a una novia era la matiné del domingo, única manera consoladora de irnos de viaje allende los mares. Lujo de pobres. Obligada imaginación de insulares.

Para quien no la visto se puede enunciar de esta manera la sinopsis de la película Te quiero y te llevo al cine: Un joven insomne pasa la noche mirando televisión, en su cama y ante su máquina de escribir. Al mismo tiempo un individuo erra por las calles de La Habana y se entera al leer un periódico de su propia muerte. Una pareja que huye de un equipo de filmación se refugia en un cine sin espectadores y asiste, consternada a la proyección de su fuga, etc.

El desconcierto que provocan la forma y las primeras imágenes de Te quiero y te llevo al cine se acentúa escena tras escena. La incomunicación que se anula por la falta de diálogos –los personas tratan de escribir, leen, pero cuando hablan solo pronuncian ruidos o la palabra derecho- y la paranoia que suprime la intimidad, son la causa de la dispersión errática por la ciudad de los personajes que huyen, persiguen o se refugian, sin saberse muy bien el origen de sus fobias.

Un detalle que marca la estética del filme es la multiplicación de imágenes en el interior del relato. Los personajes ven televisión, son filmados por desconocidos y terminan por descubrir sus propias imágenes en el cine al que van a esconderse. Esa multiplicación de espejos indeseados hace asfixiante la atmosfera de la película e impide, intencionalmente, encontrar la racionalidad de un hilo conductor.

Me aventuro a considerar que si en sus cortos y documentales Ricardo parece deudor de la estética de su maestro Néstor Almendros y del free cinema ese no es el caso de sus ficciones. Esta película concluida en 1993 se inscribe en el contexto artístico de la época en Cuba, marcado por una ruptura radical e intencional de la linealidad, por la multiplicación de puntos de vista y lo fragmentario, en un gesto provocador que se enfrenta a partir de los 80 a la estática política cultural de las instituciones oficiales que promueven o exigen un arte realista y comprometido desde principios de los 70.

Insomnio en una Ciudad Nuclear

            En 1987 terminé mis estudios de letras en la Universidad Central de Santa Clara y como premio a haber sido el primer estudiante de mi promoción me enviaron de asesor literario a una Central Nuclear. Fue en cumplimiento de mis funciones profesionales –dirigía un taller literario y entreteníamos, otros diplomados y yo a obreros, técnicos e ingenieros con conciertos y obras de teatro- que se me ocurrió programar una Semana de Cine Joven en ese páramo remoto nombrado Ciudad Nuclear.

            En uno de mis viajes a La Habana un grupo de amigos me llevó a descubrir otro tipo de cine cubano. A diferencia de la provincia, los jóvenes de La Habana de finales de los 80 y principios de los 90 parecían vivir en una agitación permanente motivados por los cambios que iban teniendo lugar en los países comunistas de Europa del Este y en la URSS. Pronto nos tocará a nosotros, pensábamos como fervientes jugadores de dominó.

            A mis ojos de provinciano recién graduado, personajes tan carismáticos como Jorge Crespo -actor y activista- o el trovador y artista plástico Adrián Morales, provocaban esa admiración que se explica por ver encarnados en otros la audacia que uno mismo no llega a poseer. Ver fragmentos de películas y cortos como “En el insomnio” de Ricardo Vega o escuchar a nuevos trovadores, formaba parte de una intensa experiencia estética del momento. A las películas y las canciones se unía el Teatro del Obstáculo y la obra “La cuarta pared” de Víctor Varela, la danza teatro de Marianela Boán, y a través de ambos, el descubrimiento de Peter Brook, de Eugenio Barba, de Grotowski y de Pina Bausch, al tiempo que coreábamos la canción “Guillermo Tell” de Carlos Varela.

            No me fue difícil convencer a los funcionarios despistados de la Central Nuclear de programar una semana de cine y arte joven, tomando en cuenta, argumenté, que formaba parte de mi trabajo: “educar al pueblo”

            Lo que vino después se repitió –y se sigue repitiendo a veces aun hoy en día- como escenas de un insomnio grotesco. Desde la muestra de los primeros cortometrajes, la sala fue inundada por gritos y amenazas de agentes de la policía política, chivatos, y pobres tontos que colaboraron con las autoridades para agredirnos y cancelar nuestra tentativa de festival. Durante cerca de 24 horas intentamos dialogar tratando de evitar un final desagradable a lo que vivíamos, pero fue en vano. Un autobús rodeado de militares llegó al hotel donde se hospedaban los artistas y se les exigió el regreso inmediato a La Habana.

            Como uno de esos personajes de Ricardo Vega que deambulan o miran sin pausa al vacío, me quedé solo ante una docena de personas. Un pelotón compacto de burócratas, militantes, y agentes de la Seguridad del Estado me condujeron a una reunión urgente con el objetivo de intimidarme y hacerme demitir de mi puesto. Las horas y días que siguieron no vale la pena relatarlas Ni mi soledad. Una inmensa soledad que quise muda y que aún hoy, 32 años después, me paraliza, tal vez por ese extraño don que tiene el miedo de poder incrustarse para siempre en cualquiera de nuestras acciones cotidianas.

            Jorge Luis Borges en su poema “A Francia” cita una parábola de Diderot de Jacques le fataliste et son maître. « Ils s’acheminèrent vers un château immense au frontispice duquel on lisait : ‘Je n’appartiens à personne et j’appartiens à tout le monde. Vous y étiez avant d’y entrer, et vous y serez encore quand vous en sortirez’ ».[1] De alguna manera el hecho de encontrarnos aquí en París esta noche, 32 años después de aquella pesadilla en la Ciudad Nuclear, alrededor de sus películas, Ricardo y yo, felices fugitivos de esa isla que sigue llamándose Cuba, se puede explicar por esa alegoría de Diderot que Borges eligió en su homenaje a Francia.

Le Morro avant la tombée de la nuit

La première image filmique de l'histoire de Cuba est celle du château Le Morro, une sorte de tour Eiffel de La Havane, et consiste en une brève prise de vue réalisée en 1898 par William Paley, un opérateur de la société Edison. C'est précisément dans cette forteresse transformée en prison que l'écrivain Reinaldo Arenas a été incarcéré en 1974, protégé, dit-il dans ses mémoires intitulées Avant la nuit, par un exemplaire de l'Iliade auquel il s'est agrippé dans son cachot pendant les onze mois de sa peine.

C'est cette image de Le Morro qui marque le début de l'Opus Habana de Ricardo Vega. La forteresse médiévale comme toile de fond pour le plongeur qui saute sur le Malecón, cette côte rugueuse et spontanée, vers une autre tombe étrusque de Paestrum ; une mer havanaise grise et agitée, une joie dominicale précaire, et la tombe de milliers de Cubains qui ont tenté de traverser le détroit de Floride.

La caméra de Ricardo passe lentement sur certains des emblèmes coloniaux de la ville. À la manière d'un flâneur insouciant et curieux, qui est la façon caribéenne de se déplacer dans les espaces urbains, Opus Habana prend par la main un spectateur surpris qui, tout en reconnaissant les symboles urbains du passé de la capitale, est dérouté par la façon dont ces iconographies sont filmées.

Les images en noir et blanc semblent avoir été sauvées - et elles le sont - des décombres d'une archive que Ricardo veut montrer non rasée, comme le portrait d'un artiste adolescent. La vivacité du spontané, ainsi que le montage d'images apparemment découpées dans des albums oubliés par précipitation ou négligence, donnent cette sensation de bricolage et d'insistance sur les textures qui caractérise le style des courts métrages de Ricardo Vega. Les fragments de ce qui a été ignoré par le temps reviennent sans préavis ; ils nous avertissent que ces détails épars font partie de notre mémoire affective, plus que les épopées, ou l'éphéméride dictée par l'Histoire officielle.

À la solitude de la cathédrale, de la Giraldilla, des fontaines, des pierres et des murs que l'on imagine sépia, à la rouille des portes forgées et des balustrades des balcons abandonnés par leurs habitants, succède le rythme de la musique cubaine qui accompagne les enfants qui dansent sur du hip hop ou du rap cubain, jouent et se baignent dans les eaux du Malecón. Un garçon, qui vient d'émerger de la mer tel un Poséidon d'ébène, regarde la caméra, dégoulinant d'eau, et, debout, un peigne dans les mains, nous interroge, curieux et agacé qu’on ait envahi son royaume. C'est l'instant où la frontière entre cette décennie havanaise des années 80 et le spectateur que nous sommes au XXIe siècle est brisée.

La nuit, cette patrie cubaine des transgressions festives, ouvre une troisième et dernière fenêtre du court-métrage sur un concert de Santiago Feliu et Silvio Rodriguez, entre les bras de marbre de l'Alma Mater, symbole de l'Université de La Havane. Comme si Luis et Armando, les protagonistes de la nouvelle "Fugados" de José Lezama Lima revenaient de leur cachette sur le Malecón après s'être échappés de l'école, pour aller applaudir, comme des adolescents, les troubadours du moment, dans la croyance naïve qu'une nouvelle ère de changement et de liberté pourrait être possible sur cette île encore appelée Cuba.

Je t'emmène au cinéma

Peu de gens sont allés au cinéma autant que les Cubains dans une capitale, La Havane, qui comptait plus de 100 cinémas avant 1959. Contrairement à l'enfant Guillermo Cabrera, à la fin des années 1980, à Cuba, nous n'avions pas le choix entre le cinéma et les sardines. Nous allions au cinéma avec le peu de choses que nous avions trouvé à manger, et ces miettes disparaissaient dans les années 1990, lorsque l'on cumulait jusqu'à cinq films par jour, par exemple pendant les deux semaines du festival du film latino-américain. Nous allions au cinéma, résignés à oublier et à croire passionnément que les cartes ne mentaient pas et qu'il y avait d'autres géographies et de la neige. Ah, la neige sous les tropiques ! Même si, à plusieurs reprises, comme dans une exposition de 1987, cette neige était la neige russe de Tarkoski. Nous allions au cinéma parce que, depuis notre enfance, l'endroit idéal pour emmener une petite amie en promenade était la matinée du dimanche, la seule façon de se consoler d'un voyage au-delà des mers. Le luxe du pauvre. L'imagination obligatoire des insulaires.

Pour ceux qui ne l'ont pas vu, le synopsis du film Je t'aime et je t'emmène au cinéma est le suivant : un jeune insomniaque passe la nuit devant la télévision, au lit et devant sa machine à écrire. Au même moment, un homme erre dans les rues de La Havane et apprend sa propre mort en lisant un journal. Un couple fuyant une équipe de tournage se réfugie dans un cinéma sans spectateurs et assiste, consterné, à la projection de leur fuite, et ainsi de suite.

L’étonnement suscité par la forme et les premières images de Te quiero y te llevo al cine s’accentue scène après scène. Le manque de communication, augmente par l'absence de dialogues - les gens essaient d'écrire, ils lisent, mais lorsqu'ils parlent, ils n'émettent que des bruits ou le mot "droit" - et la paranoïa qui supprime l'intimité, sont à l'origine de la dispersion erratique à travers la ville des personnages qui fuient, poursuivent ou se réfugient, sans que l’on connaisse l'origine de leurs phobies.

Un détail qui marque l'esthétique du film est la multiplication des images au sein du récit. Les personnages regardent la télévision, sont filmés par des inconnus et finissent par découvrir leurs propres images dans le cinéma où ils vont se cacher. Cette multiplication de miroirs intempestifs étouffe l'atmosphère du film et nous empêche volontairement de trouver la rationalité d'un fil conducteur.

J'ose considérer que si dans ses courts métrages et documentaires Ricardo semble redevable à l'esthétique de son maître Néstor Almendros et du free cinema, ce n'est pas le cas de ses fictions. Ce film, achevé en 1993, s'inscrit dans le contexte artistique de l'époque à Cuba, marqué par une rupture radicale et intentionnelle de la linéarité, par la multiplication des points de vue et du fragmentaire, dans un geste provocateur qui confronte la politique culturelle statique des institutions officielles qui promeuvent ou exigent un art réaliste et engagé à partir du début des années 1970.

L'insomnie dans une ville nucléaire

En 1987, j'ai terminé mes études de littérature à l'université centrale de Santa Clara et, en récompense d'avoir été le premier de ma classe, j'ai été envoyé comme conseiller littéraire dans une centrale nucléaire. C'est dans le cadre de mes fonctions professionnelles - j'ai dirigé un atelier d’écriture et, avec d'autres diplômés, j'ai diverti des ouvriers, des techniciens et des ingénieurs avec des concerts et des pièces de théâtre - que j'ai eu l'idée de programmer une semaine du jeune cinéma dans ce terrain vague appelé Ciudad Nuclear (ville nucléaire).

Lors d'un de mes voyages à La Havane, un groupe d'amis m'a emmené découvrir un autre type de cinéma cubain. Contrairement à la province, les jeunes de La Havane de la fin des années 80 et du début des années 90 semblaient vivre dans une agitation permanente, motivée par les changements qui se produisaient dans les pays communistes d'Europe de l'Est et d'URSS. Bientôt ce sera notre tour, avons-nous pensé comme de fervents joueurs de dominos.

À mes yeux de provincial, récemment diplômé, des personnages charismatiques tels que Jorge Crespo - acteur et activiste - ou le chanteur et artiste visuel Adrián Morales, ont provoqué cette admiration pour l'audace que l'on ne possède pas soi-même. Regarder des fragments de films et des courts métrages comme "En el insomnio" de Ricardo Vega ou écouter de nouveaux chanteurs faisait partie d'une expérience esthétique intense du moment. Aux films et aux chansons se sont ajoutés le Teatro del Obstáculo et la pièce "La cuarta pared" de Víctor Varela, le théâtre dansé de Marianela Boán, et à travers eux, la découverte de Peter Brook, Eugenio Barba, Grotowski et Pina Bausch, tandis que nous scandions la chanson "Guillermo Tell" de Carlos Varela.

Il ne m'a pas été difficile de convaincre les responsables pommés de la centrale nucléaire de programmer une semaine de cinéma et de jeune art, en tenant compte, ai-je argué, que cela faisait partie de mon travail d’ « éduquer le peuple ».

Ce qui a suivi s'est répété - et continue parfois à se répéter aujourd'hui encore - comme les scènes d'une insomnie grotesque. Dès la projection des premiers courts métrages, la salle a été inondée de cris et de menaces de la part de policiers politiques, d'informateurs et de pauvres fous qui ont collaboré avec les autorités pour nous attaquer et annuler notre tentative de festival. Pendant près de 24 heures, nous avons essayé de parler, d'éviter une fin désagréable à ce que nous vivions, mais en vain. Un bus escorté par des soldats est arrivé à l'hôtel où se trouvaient les artistes et a exigé leur retour immédiat à La Havane.

Comme un de ces personnages de Ricardo Vega qui errent ou regardent dans le vide, je me suis retrouvé seul face à une dizaine de personnes. Un peloton compact de bureaucrates, de militants et d'agents de la sécurité d'État m'a conduit à une réunion urgente dans le but de m'intimider et de me faire démissionner de mes fonctions. Les heures et les jours qui ont suivi ne méritent pas d'être racontés, pas plus que ma solitude. Une immense solitude que je voulais silencieuse et qui, aujourd'hui encore, 32 ans plus tard, me paralyse, peut-être à cause de ce don étrange qu'a la peur de pouvoir s'incruster à jamais dans n'importe laquelle de nos actions quotidiennes.

Jorge Luis Borges, dans son poème "A la France", emprunte à Diderot une parabole de Jacques le fataliste : "Ils s'acheminèrent vers un château immense au frontispice duquel on lisait : 'Je n'appartiens à personne et j'appartiens à tout le monde. Vous y étiez avant d'y entrer, et vous y serez encore quand vous en sortirez' ". D'une certaine manière, le fait que nous nous retrouvions ce soir à Paris, 32 ans après ce cauchemar dans la Ciudad nuclear, autour de ses films, Ricardo et moi, heureux fugitifs de cette île qui s'appelle encore Cuba, s'explique par cette allégorie de Diderot que Borges a choisie dans son hommage à la France.

                                                                    Armando Valdés-Zamora

                          

 

[1] El frontispicio del castillo advertía:
Ya estabas aquí antes de entrar
y cuando salgas no sabrás que te quedas

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