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19 juillet 2015 7 19 /07 /juillet /2015 15:35
VIDAS AJENAS QUE PUDIERON SER LA MIA (III)

MANOLITO SE QUIERE IR

Manolito me recuerda que un día lo salvamos A. y yo de ahogarse en una piscina. Más bien A., con su parsimonia de discreta karateca devenida dentista, logró salvarle la vida al niño mascota de mi familia. Mi entretenimiento adormecido por el sopor, no reaccionó ante la presencia de una silueta que cayó como una piedra rubia al fondo turbio de una piscina pública. A. lo sacó por los pelos, y desde entonces él le ha quedado eternamente agradecido. A. ahora en Miami, con una monótona vida de marido e hijos, difícilmente memorice esa historia épica de salvavidas en una provincia cubana.

Mi madre Pancha cuidaba varios niños del barrio y lavaba ropa de vecinos cuando yo estudiaba letras en la universidad de Santa Clara. Uno de esos niños era Manolito, el más apegado, el que volvía a casa y llamaba Mamá a Pancha. Lo llevábamos de viaje a nuestras modestas vacaciones de verano a una casa prestada en el balneario La Boca, cerca de Trinidad.

Me doy cuenta, al recordarme él lo de la piscina, y yo, que fui quien le mostró por primera vez el mar en La Boca, que guardamos ambos una relación acuática. Una relación de imágenes acuosa que en el transcurso de mi estancia en Cuba se convertirá en interoceánica; para Manolito yo encarno el modelo de un triunfo deseado: “Cuando pienso en ti siempre me digo que lograste mi sueño de cruzar el charco”, declara.

Lo veo y no lo reconozco, lo cual es natural. Pero me sorprende que en la imagen real que aparece ante mis ojos, este Manolito no corresponda en nada a lo que hubiera supuesto. Viste short y sandalias y tiene el pelo largo y atado en un moño que cae en sus espaldas. Conserva su piel lechosa tan vulnerable y exótica en el trópico que la cubre con mangas y pañuelos. Sigue siendo casi tan pequeño como en la época en que casi se ahoga pero, al caminar, lo antecede esa ligera barriga que en Cuba se exhibe como muestra de prosperidad.

Me está esperando en la terminal de ómnibus de Santa Clara adonde he llegado desde La Habana. Camina a su lado un hombre que mi madre - pudiendo ser pretenciosa al final de su vida- llama su chofer particular. Un señor afable que después sabré tiene un cáncer en la garganta, antiguo funcionario diligente obligado en sus últimos años a alquilar su coche Lada, tan desvencijado como todo lo que se conserva del imperio soviético.

En los días que siguen sabré que no estudió Manolito, que trabajó de chofer un tiempo y ahora pinta y vende camisetas con la esfinge del Che Guevara a ingenuos turistas que pululan por la ciudad alrededor de la tumba del fracasado guerrero argentino.

Cumplo con Manolito esos deberes habituales de un emigrante de vuelta: compro un paquete de cervezas, le regalo unas sandalias que le traje de Francia, lo invito a tomar un Mojito…Y me presenta a su novia Julieta, a todas luces una de las tantas inteligencias perdidas en esa isla del despilfarro de talentos. Ella ha estudiado economía (en un diccionario cubano esta última palabra debe traducirse por “ciencia ficción”) en la universidad, y ahora se aburre en una oxidada oficina donde gana lo que ganan los cubanos diplomados, unos 15 dólares al mes.

-Tú sabes que eres como el hermano que no tuve, me afirma Manolito con una helada cerveza Heineken en la mano, dándole vida a nuestra licuada relación de parentesco.

El postizo hijo de mi mamá salvado de las aguas tiene que confesarme algo: “Quiero irme de este país de mierda”. No sé bien qué respondo. Él me explica sus planes. No es arriesgado Manolito. Me cuenta que lo suyo es Europa (“si fuera negro o prieto como tú ya me hubiera ido”, aclara), que su madre tiene amigos allá, por ejemplo en Portugal, donde hasta le ofrecen un trabajo de sereno pagado a 3000 euros al mes.

Pienso que, como no ha sido aplicado en sus estudios, Manolito pone un cero de más a su salario futuro. Porque recuerdo mi conversación con una linda camarera lisbonense que me confesaba en el remoto verano del 2002 ganar 300 euros al mes por ocho horas de trabajo de lunes a sábado.

Le digo eso y mucho más, ante la mirada atenta de su novia y de esa ceguera acústica de muchos otros compatriotas cuando hablas de la dureza del mundo allende los mares. No sólo no quiere oírme sino que me lanza al rostro eso de, “ya no te acuerdas que tú pensabas igual cuando vivías aquí”.

Me da tiempo, entre dos paseos por el Parque Vidal, volver a situarme por un instante del otro lado, de imaginar mi vida de Manolito en Santa Clara. No es errado que él pretenda estar en mi lugar, me digo, lo que ocurre es que mi lugar, a sus ojos, es un apócrifo edén idealizado en el cual florecen para su fantasía todo de lo que él carece.

Nos vimos varias veces más y no puedo precisar muy bien ahora en qué momento nos despedidos Manolito y yo.

Mi madre me contó algo por teléfono que él me confirmaría después en un correo. Manolito ha dado algunos pasos en su pretensión de cruzar el charco: trabaja con su novia en un cayo, en un hotel para turistas de la costa norte. Allí vende artesanías, caracoles y camisetas del Che Guevara a extranjeros de paso. Me lo imagino protegiéndose del sol con una sombrilla que sostiene su novia Julieta, mientras mira al horizonte y sueña, Manolito, con ser un próspero guardián nocturno, por ejemplo, en Portugal.

Ilust: Gastón Orellana, Bronx VIII (1989)

 

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