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2 août 2015 7 02 /08 /août /2015 10:35
MARIANAO LA PATRIA DE ARENA

He dicho que soy habanero y, más, que soy marianense. No es lo mismo ser habanero que marianense. Las cosas cambian cuando hay un río de por medio (…) Claro, nacer y vivir siempre más allá del Almendares, en Marianao, significaba lo mismo que vivir “en las afueras” (…) Al contrario de otras ciudades, “las afueras” de La Habana siempre poseyeron una aureola de delicias.

Abilio Estévez

(Inventario secreto de La Habana)

I

Marianao en mi memoria de niño es el balneario donde los veranos esperaban verme llegar mis padres después de haber salido de la cárcel. Al final de mi vida en la isla regresé a otro Marianao, menos idílico. A un Marianao convertido en mi refugio. Un escondite que pudiera protegerme de los imponderables de una vida en provincia en época de crisis. Que consolara, con su cercanía al mar y a La Habana de turistas, mi ilusión desesperada de fugarme al mundo.

Mi padre con sus bigotes engomados, su pelo teñido, y una camisa a cuadros de cuyo bolsillo colgaba siempre un lapicero, me esperaba satisfecho en la puerta de la casa del reparto Quemados, con regalos que eran siempre los mismos: una caja de 24 refrescos de botella y un cake enorme comprado en la cafetería Ampudia. Mi madre me llevaba con ella durante tres meses, puntualmente a las 7 de la mañana, a la playa donde trabajaba de cocinera.

Ése era sin saberlo el mejor de los regalos de mi madre; no perderme de vista desde los ventanales del restaurante del Casino Español, prepararme, por ejemplo, una pizza de queso y una jarra de aluminio desbordada por la espuma de malta helada, antes de gritarme que el almuerzo estaba listo, que saliera del agua, que dejara de jugar con otros niños en la arena.

Tratábamos todos, disimulando no darnos cuenta, recuperar los dos años perdidos por la condena de haber comprado ellos un pedazo de carne de res en el mercado negro. Presos políticos mis padres por comprar carne. Con una P enorme colgada en las espaldas de sus uniformes carcelarios color mostaza, para distinguirlos del resto de los reos. La vergüenza escondida de la sociedad y de la familia que debía redimir con el silencio o las simulaciones el manchado honor revolucionario.

  • Tienes que ser siempre el mejor en la escuela.

Ésa era la orden que me repetía mi madre cada vez que nos despedíamos de mis vacaciones marianenses, sin que yo comprendiera la causa real de ese forzado destino de excelencia, hasta su confesión a mis veintitrés años, una vez terminada mi licenciatura de letras en la universidad: “Ahora que ya no te me vas a traumatizar, te lo digo de una vez: tus padres han sido presidiarios, y tú no puedes pagar por la condena que ya ellos cumplieron”.

No estoy muy seguro de no haberme traumatizado por la tardía primicia, porque desde que la recibí nacieron en mí dos obsesiones: huir de aquel lugar que tenía que ser infernal por engendrar tales atrocidades, y no olvidar mientras viviera mi condena a los culpables del ultraje.

Casi sin reconocerlos a la vuelta de la prisión de Nuevo Amanecer ella, y de La Cabaña él; nos veíamos mis padres y yo hasta el último día del mes de agosto en que regresaba con mi tía Mercedes a Santa Clara. Nunca hasta hoy logré dejar de llamarlos por sus nombres. Eran mi madre y mi padre estivales, pero siempre llamaría Pancha a mi mamá y Tato a mi padre, en un resignado acuerdo común al cual nos habituamos todos.

Para mis amigos de Santa Clara yo era el habanero desterrado en provincia, para los de La Habana, el provinciano de paso. Contribuyendo a estas paradojas de mi identidad geográfica, en cada sitio me sentía forastero, en cada ciudad de paso apostaba por el equipo de béisbol contrario, lo cual, por supuesto, acentuaba mis soledades.

Yo contaba uno a uno los nueve meses que me separaban de mis padres, de la playa, y de Marianao. Enumeraba con parsimonia en un cuaderno escolar los lugares de la capital mencionados en la escuela, o los que yo había descubierto a solas en un desmenuzado libro de historia que perteneciera a mi tío político ya muerto. Tomaba notas de nombres de sitios y museos. Me hacía en fin un programa de visitas que provocaba - recuerdo bien ­- las burlas de mi padre. Y me preguntaba, sin recibir muchas respuestas, dónde podía conocer más detalles de los presidentes y de la época republicana que antecedió a la revolución de 1959, de quienes sólo se decían horrores en la escuela, y de los cuales se hablaba hasta con presunción en la amarillenta reliquia de mi tío.

A veces en tren, casi siempre en autobús y en dos ocasiones hasta en avión, yo dejaba atrás en junio la tranquilidad de Santa Clara para irme a La Habana, quiero decir, a Marianao.

Cierro los ojos y me veo sosteniendo con un temblor la mano de mi tía Mercedes al detenerse el autobús Leyland en la terminal de ómnibus de La Habana. Invadida sin tregua por un bullicioso hormigueo de personas que parecen dirigirse a gritos a todas direcciones a la vez, y de empleados con gorras y camisas de uniforme en algún momento del pasado blancas que vociferan los números de la lista de espera para múltiples destinaciones, con andenes cubiertos por capas de kerosene y a los que llegan o se van sin receso ómnibus que rugen bajo espesas cortinas de humo; la estación de La Habana era la prueba de la llegada del niño que fui a un nuevo mundo.

Una vez recuperadas las maletas de ropa y las cajas de cartón atadas con cuerdas - en las cuales transportábamos las cuotas de nuestra libreta de racionamiento -, atravesábamos mi tía Mercedes y yo aquella multitud gritona hasta la cola de los viejos coches americanos pintados de amarillo, que fungían como taxis, y a los que llamaban entonces máquinas de alquiler.

Varias filas de espera en forma de carriles separados por despintados tubos metálicos, obligaban a los viajeros a hacer cola según el destino de sus viajes. Una vez elegido el carril marcado con el cartel de “Marianao y Playa”, avanzábamos arrastrando como podíamos nuestro equipaje hacia el final de aquel brumoso túnel que se iluminaba de repente con la luz del día, y con el amarillo móvil de los coches, anunciándose así el comienzo de otro viaje.

La inmensidad de la ciudad aparecía de repente ante mis ojos. Acostumbrado a deslizarme del lado de la sombra de sobrias aceras, a atravesar estrechas calles adoquinadas, y a saludar incluso (por conocerlos) a los escasos transeúntes que me salen al paso, ver, al llegar a La Habana, la ciudad atiborrada de siluetas desconocidas, me provocaba una zozobra que nunca me ha abandonado del todo. El miedo a perderme entre tantas avenidas, parques, edificios y molotes de transeúntes, me hacían sentir en territorio hostil hasta no ver aparecer a lo lejos la pancarta metálica con el nombre de la barriada de Marianao.

De la misma manera  que había aprendido de memoria la lista sucesiva de pueblos de la Carretera Central que atravesaba la Leyland inglesa desde la salida de Santa Clara, trataba de identificar los símbolos de la ciudad que recordaba del año anterior, en los esfuerzos vanos de mi miedo por tratar de situarme en la ciudad dibujada a la carrera a través de la ventanilla de una máquina de alquiler dentro de la cual se apretujaban unos cuantos pasajeros.

Volver me procuraba la falsa impresión de recuperar un lugar de origen del cual sin embargo me desagradaban ciertas costumbres: la suciedad de las calles, el hacinamiento de personas en las casas, las horas de transporte en ómnibus de los cuales colgaban como racimos de plátanos los viajeros, la entonación en la forma de hablar de los habaneros, cierta obsesión por los objetos y la ropa supuestamente de moda y, en fin, la costumbre de comer de prisa, sin horarios, y lo que apareciera a la vista o estuviera a mano.

Alegraban sin embargo hasta la costumbre al paso de los días, el saber la recompensa de la cercanía del mar para un niño que vivía en una ciudad sin costas, y percibir las contornos casi siempre borrosas de mis padres, que repetirían al unísono y durante toda mi estancia cuanto yo había cambiado en un año, y me llevarían a los cines y al parque de diversiones Coney Island  varias veces por semana.

Algo del olor del mar que imagino violeta al respirar su salitre, me causa desde entonces la sensación de haber llegado a una remota casa desaparecida. Breves arremetidas  de la misma brisa que se incrusta en las paredes hasta roerlas a mordidas de sal, ha dejado sus cicatrices de aire en mi memoria y erige las fronteras de un sitio que recorrí descalzo y con los pies mojados en algunos recuerdos, y que no debió dejar de pertenecerme.

La paz insinuaba su llegada al pasar el taxi por el puente del río Almendares, el límite de agua entre Marianao y la otra Habana. No lejos imaginaba a mi mamá con un bolso ya listo con toallas y bañadores que pronto, mañana mismo, se cubrirían, por sus incesantes idas y vueltas a la playa, de infinitos puñados de arena.

II

Escribo sobre esta patria de arena para comprender la discrepancia amable entre cierta lejanía y la pertenencia, la extrañeza que no he cesado de sentir cada vez que evoco a Marianao. Esa afección incompleta por una identidad perdida, que camina a mi lado mientras regreso al cabo de 16 años de haberme ido a Francia.

III

Son apenas las 8 de la mañana y le he pedido al taxi que me deje ante la biblioteca de Marianao. Sé que si subo las escaleras y busco en el anaquel de la izquierda al llegar al segundo piso – ¿habrá cambiado aquí el orden de las cosas?, ¿habrán desaparecido algunos volúmenes? - encontraré los tomos de una enciclopedia de tapas marrones, y al hojearla podré admirar una colección de grabados de la ciudad de Brujas.

Desde una de esas mesas del segundo piso escribía todas las tardes cartas desesperadas a mi familia en Miami. Le rogaba, bajo un calor capaz de atomizar a un elefante – los ventiladores soviéticos no funcionaban por falta de electricidad – a una novia argentina de venir a buscarme, a un amigo suizo de invitarme a Ginebra, a viejos compañeros de clase de llevarme con ellos a Estocolmo…No entro, claro. Porque si uno no debe volver a los sitios donde ha sido feliz, menos aún podrá  reconciliarse con el escenario de sus más grandes angustias.

Tengo cita a las 11 con mi hermana Teresita en la casa de Quemados, pero quiero recorrer antes a solas y sin prisa la barriada.

Bajo con el impulso de la brisa mañanera la calle 100 como hice tantas veces a finales de siglo en mi bicicleta china. Disfruto compartir con mi memoria la tentación de saber que ese descenso conduce al mar. Sé que al final de la bajada está el obelisco erguido hacia el cielo, la escuela de pintura San Alejandro, y la puerta del Campamento de Columbia en el cual naciera José Lezama Lima y del cual huyera en un avión Batista. Doblando a la derecha, frente a Columbia, está la Maternidad Obrera donde nací, y al volver a doblar - esta vez a la izquierda ­- en el semáforo que corta cuatro vías, se extiende majestuosa la avenida 31 que muere o renace, allá abajo, en las orillas de las playas de Marianao.

Mirando alrededor trato de conservar la misma curiosidad de niño ante la presencia de palacetes, mansiones y chalés que milagrosamente se conservan en perfecto estado a ambos lados de la calle. Bajar desde 100 y 51 puede impresionar a un espectador no advertido por la proliferación de viviendas insólitas y hasta anticuadas. Tomo fotos de ellas. Me extasió igual que antes o más, porque ahora, de vuelta, conozco el valor de las casas en el mundo, y los originales europeos que inspiraron esas copias.

En 45 y 100 la luz matinal cae sobre el torreón circular y las almenas de la casa que hace esquina. Justo enfrente permanece intacta una casa con arcadas a ambos lados de un arco de herradura que precede a la puerta. Sostienen al arco dos imitaciones de columnas con capiteles corintios y breves entablamentos sobre los cuales se erigen dos farolas.

Como islotes parecen ésta y otras casas ignorar la suciedad y las destrucciones que las rodean. Uno está tentado a creer que el mismo mago generoso que las depositara en estos paisajes hace mucho tiempo, las protege con un golpe de vara mágica de la desidia reinante.

Al igual que de niño, cuando al volver de la playa pasaba por aquí con mi madre, o de la mano de mi padre los domingos en que íbamos a visitar a mi abuela, guardo mi mayor asombro para el castillo en miniatura de la esquina de 100 y 41. Una casa de familia en forma de fortaleza que no citarán nunca los manuales de arquitectura porque (y no deja de ser académicamente cierto) esta reproducción falsamente feudal y ecléctica en pleno siglo XX, por añadidura, en esta comarca soleada del Nuevo Mundo, se considera por los jueces del arte un ejemplo de mal gusto.

Compuesta de un muro acastillado, con una escalera que debe fungir en la imaginación como puente levadizo, de un césped que por su descuido intenta parecer el fondo de un foso seco, una torre con garitones y otra hasta con aspilleras ovales; el caserón acentúa su anacronismo con la presencia de ventanas en forma de arcos elípticos y con vitrales.

A Rafael Rodríguez Altunaga, historiador y diplomático en países latinoamericanos y europeos de varios gobiernos republicanos, se le ocurrió diseñar de esta manera su casa en la década de los 30. Hombre culto, bibliófilo, y apasionado coleccionista de arte, tirado al olvido por la historiografía marxista a pesar de ser el autor de varios libros capitales sobre Trinidad, su ciudad natal, y la región central de Cuba; Altunaga debió considerar reconfortante para su sensibilidad vivir entre los muros grises de la réplica de un castillo.

Si para esos hombres de antaño  retener en piedras del trópico las reminiscencias de sus viajes por tierras foráneas era un ejercicio de forzada nostalgia, a los ojos de un curioso y muchas décadas más tarde,  las piedras edificadas aparecen como emblemas de un linaje desaparecido y de países a él, desgraciadamente, vedados.

Me agrada inventarme entonces que venir a contemplar estas mansiones cuando yo era niño, o en la época en que preparaba mis viajes en balsa para irme de Cuba, era mi manera de viajar a otras latitudes que arquitectos de una época próspera y pudientes propietarios, habían puesto en mi camino como presagio de mi vida futura en otros parajes.

IV

Vuelvo sobre mis pasos. Subo todo 100 y llego hasta 43 – la sede del Partido Comunista del municipio cubre con sus jardines cuidados todo el ángulo de esta esquina - para ir a ver la casa que me dejara mi tía Olga antes de irse con mi padre a Miami.

La casa de mi tía está a solamente unos pasos de la que perteneciera al antiguo ministro de cultura Abel Prieto, promovido ahora a asesor personal de Raúl Castro. Suntuosa como merece ser la casa de un ministro -  y más si se rodea de desolación como es el cao -, con sus dos plantas, no puede pasar inadvertida la vivienda de la familia del melenudo escritor devenido alto funcionario de la dictadura.

Algo cambia en las viviendas de estas avenidas interiores que difieren de la conservada prosperidad de las casonas de la calle 100. Aquí alternan discretos solares interiores protegidos por enredaderas o algarrobos, con inesperados palacetes tan grandes como media manzana.

Me paro ante el número 10011 de la avenida 43, y tal y como me ocurrirá decenas de veces durante este viaje, me aterra el deterioro de la casa de mi tía. Más que el testimonio del tiempo transcurrido, me duele la degradación de todo lo que no pudo cambiar o conservarse con los años. Es como si, en un instante visual, viajáramos de los palacios del poder comunista y de la morada de Prieto, a la covacha de uno de sus siervos condenado a preservar su desdicha.

Las capas de colores arcaicos salen a luz como serpentinas desteñidas pasadas por las aguas de infinidad de temporales, bajo la descascarada pintura de la fachada. El techo del portal, a primera vista, parece decorado por la paleta de un pintor tenebroso  que intentara representar – con matices negruzcos y grises deslucidos – los torbellinos de un ciclón que, mirándolo bien, son en realidad las manchas de la lluvia acumulada en paredes sin resistencia a los falsos maquillajes.

Ahora viven aquí una prima mía y sus dos hijas a las que visitaré unos días más tarde. La primera vez no me atrevo a dar un paso hacia la reja y teniendo en cuenta que la familia ha podado el frondoso árbol de vencedor de Olga y sus raíces han sido cubiertas por una capa de cemento; mi contemplación debe interrumpirse a causa del sol de agosto que ya me golpea con fuerzas en la cabeza y los hombros.

Sigo bajando por toda la calle 43 en busca de la casa de mi hermana y el inventario visual es unánime y lúgubre: imposible ver el más mínimo orden en centenas de metros a la redonda. Es curiosa la miseria bajo el sol, me digo. Brilla con luz propia esta miseria, resplandece y prospera sin tener la más mínima posibilidad de disimularse y termina, casi, siendo fastuosa en su decrepitud.

Los montones de basuras y desechos se acumulan en tambuchos destapados para regocijo de moscas y roedores que se divierten, como en casa propia, a la vista de todos. Las aceras están cuarteadas al igual que el asfalto de la calle, y ambos conservan los mismos baches agigantados que mis recuerdos de obligado ciclista no olvidan. Aquí un hueco lleno de agua por el aguacero de anoche, allá las estrías de una grieta de la cual ­– ¡tierra fértil la cubana! – sobresalen los retoños de todo tipo de hierbajo que las aguas albañales o riegan o no han logrado asfixiar.

Recorriendo el panorama que me rodea, uno creería en este caso, no en el mago invisible de la calle 100, sino en la existencia de la malévola disciplina de un guardián empeñado en proteger y reproducir con esmero toda ruina. O peor aún, uno se convence en lo nocivo de las cadencias de la costumbre, porque las personas que viven rodeados por estos paisajes de abandono durante medio siglo, creen normal tal estado de cosas. Quizás en mi caso fuera, antes, la vida en una ciudad apacible de provincia, y ahora, la experiencia de vivir en el mundo, lo que explica el escozor que me provoca esta prueba de dejadez colectiva.

Mi desesperación aumenta cuando al percatarme de la presencia de un nuevo edificio de apartamentos, compruebo que se ha incorporado  - durante los años de mi ausencia en que fue construido – al deslucido deterioro que lo rodea. Justo en la esquina de 110 y 43 se erige este inmueble de bloques grisáceos y manchados de humedad, desde los cuales brotan hiedras espontáneas que cubren las escaleras y los aleros, sin que un observador consiga determinar ni su centro ni sus puertas de acceso.

Ya no existe el edificio de General Lee de la esquina de 114 y 43, donde trabajaron mis padres cuando se levantaba allí un  asilo de ancianos regido por monjas españolas. Sé que se desplomó de un golpe a finales de siglo, y saberlo le evita a mi espíritu la melodramática reacción por la desaparición. En su lugar se extiende, resguardado por el tambaleante muro de antaño, un descampado de malezas y escombros en el cual tratan de levantar edificios de apartamentos que, viendo la lentitud de las obras, uno augura disponibles para dentro de algunas décadas.

A pesar de la temprana hora y de lo tenue de esa luz que aún no diluye los colores hasta desdibujarlos, se me atasca la nariz mientras camino con ese polvo mezclado con residuos de humo de coches y camiones, y toso a cada paso. Una nube de una arenilla transparente se adhiere a mis ojos y a mi cuerpo. El sabor espeso de escombro se humedece con mi saliva, hace pastosa a la arenilla, y cierra la garganta. Escupo. Hago pausas. Desamparado ante el olvido de esas sucias incomodidades antes cotidianas, me obligo a tomar sorbos de agua cada vez que debo interrogar las manecillas de mi reloj también cubierto de gotas de arena, y retomo mi caminata.

 

 

V

Mi hermana es la última habitante de una casa que ha logrado poco a poco ampliar con el dinero enviado por la familia de Miami. La minúscula casa actualmente cuenta con tres plantas y una terraza que espera su balaustrada. Ella es la postrera y solitaria heredera del territorio familiar de mis vacaciones de niño. Está sentada, como en aquel poema que Virgilio Piñera dedicara a su hermana, en su trono del dolor.  Pancha moriría en Santa Clara meses después de mi visita. Su padre Tato nunca volvió de un viaje a Miami. Su marido Pedro se fue con otra mujer. La hija Anaysis se escapó de Venezuela para vivir en Miami. El hijo Pedro Luis ahora toca piano en un club nocturno de Shanghái. Alberto, el otro hermano, huyó en un barco en 1980 y anda por Kentucky, y Mandy, el hermano menor, se casó con una turista francesa que conoció cuando vendía libros en la Plaza de Armas.

La transformada casa es en realidad una eterna e inacabada obra en construcción. Uno no sabe con certeza si la vivienda está irguiéndose o derrumbándose. Si amenaza con crecer o se hace pedazos. El tiempo que demoran en llegar los materiales nuevos hace que, al añadirse a los más envejecidos por la espera, se superpongan y no correspondan ni en colores, ni en formas, ni en estilo, a los anteriores. A veces con ladrillos, otras con bloques o manchas de cemento, las paredes y muros puestos a coincidir en el mismo espacio producen un marcado contraste. Mi hermana parada, ante la misma puerta donde mi papá enarbolaba los refrescos y el cake de la cafetería Ampudia, se asemeja a la capitana de una averiada nave a la deriva.

Hablamos. Nos contamos como podemos tanto tiempo de ausencias. Para cumplir la promesa hecha a mi padre, no he olvidado comprarle en una tienda en dólares de los alrededores, lo que se regala en Cuba en casos como éste: café, aceite, jabones, latas de conserva, algunas cervezas. Le doy algo de dinero. Me pregunta con insistencia por sus sobrinos que, al ser franceses, supongo sean muy exóticos a sus ojos. Sé que vendré varias veces antes de volver a Francia como le prometo. Que reuniré una tarde a lo que queda de nuestra familia en La Habana, como un brindis por los que se fueron o ya no viven, sospechando, sin decirlo, que quizás este rencuentro tampoco pueda repetirse en el futuro.

Está sola mi hermana, rodeada de nombres de fugitivos o de fantasmas de muertos, de imágenes de su vida de antes, de la esperanza de una llamada por teléfono, de la llegada de algún dinero para comer, o añadirle otro ladrillo a la pared que falta.

Nos vimos poco de niño mi hermana y yo, recordamos. En ocasiones fuimos juntos a la playa. Como aquel día en que por no saber nadar casi se ahoga, y al correr yo tras los gritos de la multitud, pude verla desvanecida y rodeada de intrusos, acostado su cuerpo con los brazos abiertos, en forma de cruz, sobre la arena.

Después de la detención y la cárcel de nuestros padres, a mí me tocó la suerte de irme a vivir con la tía acomodada de provincia, a ella, vagar por La Habana de casa en casa de familia, hacer colectas de jabas de comida entre los vecinos para llevarlas los domingos de visita a la prisión. Cuando arreció el hambre en los años noventa, yo pude escapar a Francia mientras ella se resignó a decir adiós a sus hijos, a su padre, y a casi toda la familia. “Para orgullo de la familia tú fuiste el primero en estudiar en la universidad”, repite. Ella fue enfermera una vez, antes de volverse loca y tratar de suicidarse. Después ha sido muchas cosas mi hermana, que me confiesa, cabizbaja, a manera de despedida y con beso:

  • Ahora mi oficio es esperar noticias…Mandy.

 

 

 

 

 

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commentaires

E
SE QUE SE ACERCA EL FINAL<br /> PERO ANTES DE IRME<br /> QUISIERA CAMINAR<br /> CADA METRO DE MI CUBA<br /> PROVINCIA ,BARRIO y MANZANA<br /> DESPUÉS ,VOLVER A LA HABANA<br /> DONDE NACÍ y CRECÍ<br /> RECORRER MARIANAO,<br /> SANTO SUAREZ y SANTA FE<br /> CADA CENTÍMETRO DE LA HABANA<br /> QUE HAN PISADO MIS PIES<br /> MIRAR TODO LO QUE PUEDA<br /> RESPIRAR PROFUNDAMENTE<br /> EL AIRE DE ESOS LUGARES<br /> QUE DE NIÑO RESPIRÉ<br /> DAR ,GRACIAS A LA VIDA<br /> Y DESPEDIRME DESPUÉS....
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E
YA NO ES POSIBLE ,LO SE<br /> NO ME PUEDO REGRESAR<br /> SOLO QUIERO RECORDAR<br /> ESO IMPLORO A MI CEREBRO<br /> NO ME QUITES LO MEJOR<br /> DÉJAME VOLVER UN RATO<br /> AUNQUE SEA EN MI MEMORIA<br /> CADA CUAL TIENE SU HISTORIA <br /> Y LA MÍA NO CADUCA<br /> CADA VEZ QUE ALLÍ REGRESO<br /> LOGRO VER, TOCAR, ABRAZAR<br /> INCLUSO ,A LOS QUE SE HAN IDO<br /> ES DE DONDE SACO FUERZAS<br /> PARA SENTIRME VIVO...
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E
PARA MI LO QUE IMPORTA ES DEJAR UNA PARTE DEL MUNDO CON TANTA PASIÓN y RAZÓN QUE DESECHEN LA OPRESIÓN , ,LA IGNOMINIA ,LA SIN RAZÓN, QUE PREVALEZCA EL AMOR POR ENCIMA DE OTRAS COSAS, QUE SE PUEDAN SEMBRAR ROSAS DESPRECIANDO LAS BALAS......
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E
LA NOSTALGIA CORTA REJAS<br /> NO IMPORTA EL GROSOR QUE TENGAN<br /> TAMBIÉN DERRUMBA MUROS <br /> POR MUY GRANDE QUE SEAN<br /> COLOCA UNA PUERTA<br /> EN CADA HUECO QUE ABRE<br /> DENTRO NO EXISTE LA DISTANCIA<br /> POR ELLA PODRÁN PASAR<br /> AQUELLOS QUE LA PADEZCAN<br /> ALLÍ VOLVEREMOS A VER<br /> PLAYAS, NOVIAS y AMIGOS<br /> TODO LO QUE SE QUIERA<br /> PERO SE DEBE TENER MUY PRESENTE<br /> QUE "NUNCA" CRUZARÁ EL RENCOR<br /> Y MUCHO MENOS EL OLVIDO.....
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E
MUCHOS DULCES COMÍ EN AMPUDIA, BAR REYNA, CANDITO, LAS CROQUETAS DE SANTANDER (LAS FREÍA ,AL IGUAL QUE TORTILLAS, EN EL PORTAL DEL REYNA, TAMBIÉN RECUERDO LAS "POSTALITAS" DEL QUIOSCO......SON TANTOS LOS RECUERDOS ....QUE SIMPLEMENTE SE AGOLPAN.......Sr ARMANDO VALDEZ- ZAMORA.....GRACIAS POR SU LINDO y EXTENSA DESCRIPCIÓN ,DE LO QUE PARA UN NIÑO ,ADOLESCENTE E INCLUSO HOMBRE, ES LA DISTANCIA, LA AÑORANZA, LA DESILUSIÓN DE VER LO TAN ANSIADO DESTRUIDO .......
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