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3 août 2019 6 03 /08 /août /2019 14:51
PURA PERDIDA

I

Suelo inclinado que termina al filo de murallas coronadas de muelas, ciudadela erizada de lanzas, cascos, cohetes pintados de franjas de colores que responden al acero que espejea, pulido como uña brillante o piel ungida y dulce como el cielo de la boca cuando se piensa al objeto deseado. Encaramado en el complicado mecanismo de las mareas, lleno de preocupación por sus prensas inevitables y herido de aristas luminosas, circunscribe los cilindros nacarados, las cabezas afiladas de los tornillos de ranura amenazadora con dedo tembloroso, llevado por un deseo de dulzura y completamente cubierto de palitos de tendedera, lo pezones atrapados en dos ratoneras del Bazar d l’Hôtel de Ville, se sienta a la mesa jadeante, inscrita sobre su pecho a punta de navaja la cita de Juvenal:

…ADHUC ARDENS REGIDAE TENTIGINE VULVAE,

ET LASSATA VIRIS NECDUM SATIATA RECESSIT,

OBSCURISQUE GENIS TURPIS FUMOQUE LUCERNAE

FOEDA LUPANARIS TULIT AD PULVINAR ODOREM

Y el camarero con desbordante vaso le propone la fruta con su piel verde lagarto, tersa y repleta de pulpa madura batida con leche, mira caer la dulce guanábana por su propio peso desde su empinado origen. Se trata de poner en orden las ideas y no dejar que estridentes presencias te impidan consumar el coito en el servicio de las señoras, arrodilladas por las escaleras otras tragan semen y el atronador mensaje de poleas y grúas con cadencia obsesiva llega como la dulzura en el cielo de la boca del niño que mama la teta de su madre a la brisa del platanal translúcido convertido en topacio por la fuerza del sol que reverbera en tierra roja donde el alacrán negro como la tinta pulula.

En la Puerta Dorada los búlgaros comen exhibiéndose arrogantemente los cuerpos de los prisioneros bizantinos, mientras los relojes hidráulicos hacen gárgaras dejando de funcionar paulatinamente y en la penumbra del arco las tejedoras genovesas murmuran: Teje que te teje, teje que te teje, teje que te teje teje que te teje teje que te teje, acelerada y macabramente.

II

En principio el enemigo del placer se convierte en su vasallo: Chorro de relámpagos llevados desde el orificio del lucero de vidrio hasta la capa vaporosa de las aguas superiores, donde el energúmeno lanza el rayo a diestra y siniestra mientras sus testículos se erizan de puntas de bronce como frutas en erupción. Una melopea envuelve el espacio con su tejido de gongos y tamboriles mientras caen las estrellas fugaces como rocío sobre las nalgas expuestas a la claridad de la luna de los cañaverales. Camisas desabrochadas encuadran el vellocino de carbón. Medea hace estallar su risa convulsiva cambiando las caretas a las estatuas de la balaustrada que da sobre el jardín a la francesa, recorrido por un río de fluido eléctrico que chasquea como boca seca.

Una, dos y tres: se abre el portón y sale la niña en cuatro patas llevando agarrada del culo el asta de una bandera con un pendón morado bordado en púrpura y en vez de senos dos granadas maduras abiertas chorreando miel. Revuelo de peces voladores y cielos rasos de Tiépolo de un azul transparente como el agua que corre. Boabdil se echa a llorar recostado sobre un nopal y se consuela tocando con la punta de sus afiladas uñas sus pezones endurecidos por la melancolía de la Sierra Nevada. A lo lejos el olvido hace girar su molino de viento mientras él se abanica y de la tierra surgen hongos dorados que renuevan totalmente el paisaje, devolviendo al cielo la luz de su fuego en millar de imágenes multiplicadas.

III

Del mal que el sol nos hace girando; se va descolgando lo negro, cayendo la ceniza en capas luminiscentes, el gris perla sobre el rosa ultramar, los tonos pastel adormecen las aristas y la luz se apaga, el carbón guarda bajo tanto olvido su ojo encendido en combustión lenta. Un abejeo entre las sienes saluda el alargamiento de los días y la sombra azul celeste se instala en vidrios y espejos como para abrir toboganes que precipitarán a otros sitios, a las venas hinchadas de un falo cansado de tanta erección, que guarda en la piel tersa un recuerdo de madera de cedro o de hoja de tabaco, membrillo o albaricoque.

Gira el semicírculo y cambia el hemisferio, las noches se reducen cada jornada y lo negro asciende por la escalera de nubes estratificadas y aviones de hojalata policromada, entre pájaros de níquel que cantan cuando se les da cuerda.

Basta una caída de gota a través del vértigo de cielos superpuestos para desmontar la complicada maquinaria gnóstica que se acurruca en forma de promontorio trunco hecho de letras latinas talladas en piedra de las que se eleva una columna de humo que sobrevuela el paisaje ahora aún despoblado mientras el rumor de la respiración de los primeros obreros despertando calienta el horizonte peinado de limaduras de hierro.

Al Momento Muerto lo llevan en andas cuatro mancebos desnudos por el malecón, al borde del oleaje; está envuelto en piel de serpiente y la cabeza que cuelga fuera de la camilla deja llover una cabellera roja que da miedo verla. Encima como en carrera de autos, bólidos, nubes y estrellas fugaces pasan ululando, meteoros convencionales ahogados de tedio, carcajada del cielo loco a fuerza de envolverse en sí mismo, denunciado por las espirales y las arañas de luz que clavan su eje en el punto mismo de la ausencia de la Divinidad, mientras sus plurales imágenes se arreglan las tranzas delante de espejos dispuestos en hexágonos, con retumbar de ecos indefinidos hasta el infinito, cantando su nostalgia de la tierra, articulando en cajitas de plomo el desarrollo de las horas.

IV

Se trata de nuevo del paso del tiempo, este vez en el mismo sabor de pintura: Torres de silencio, meandros donde la parálisis recorta con tijera oxidada toda hoja aún verde, chupando la savia y haciéndola correr en sentido contrario para atajar cada minuto en el instante mismo en que brota de la tierra, cortarlo en mil pedazos, encerrarlo como a Santa Bárbara en su torre o como Dánae que protege con su mano el acceso al amor, sobada por su vieja esclava harapienta y sorprendida por el oro mientras que el perro duerme y en la habitación contigua un terrible naufragio ha tenido lugar; los cuerpos lacerados se retuercen en un portal que da al mar, algunos huyen en barcas, otros se hunden en el verde plomizo del agitado mar, todos gozando su dolor con voluptuosidad que les hincha las venas, sufriendo por todos los poros, desnudos y azotados por el mal tiempo, en éxtasis y eyaculación intermitentes mientras relampaguea. El Príncipe Baltasar Carlos trota en su caballo de madera por el interminable corredor, al sonido de ambulancias venidas desde los cuatro puntos cardinales, el Zenith y el Nadir.

Jadeando me reposo contra la mata de mangos que sale del suelo entre las baldosas moras y atravesando el espacio de la sala pasa más allá del cielo raso a echar su follaje por encima del techo. Se le ha roto la lengua al león disecado; la veo entre los colmillos hecha de yeso, cuerdas y cartón piedra, las encías son de un violeta fosforescente, como hechas de azúcar o caramelo pintado.

V

Para dar no sólo lo mejor sino también lo peor de sí mismo forcejea con prepucios tirantes, enredo de matorrales de Tomar, bajando del Arco de Triunfo a la Place des Ternes, esferas anaranjadas y amarillo limón respondiéndose en el reflejo múltiple de la laca negra. El gusto de la cerveza toca la corneta china en algodones impregnados de sudor de tanto luchar contra andamiajes y clavicordios destemplados, besos y desafueros de la Menina atormentada por el León de Cola Trenzada, en cuevas de nácar con pezones de vidrio de Murano.

Además de una vida que vivir tenemos una muerte que morir atados por cintas de oro, sepultados en el polvo verde de óxido de cobre y negados por el mundo de los vivos, los cubos de aire ennegrecido se devoran entre ellos en la profundidad de la pirámide y yo me quedo entre la polea y el émbolo cuyos golpes repercuten en el vaivén de ruedas giratorias por los muros de níquel y los espejos de acero cortante, peinándome ante las cuchillas abiertas de par en par.

Como la holoturia que viéndose amenazada vomita sus vísceras yo canto el Eje Supremo del Nadir al Zenith y viceversa y el juego poligonal de superficies de cristal, la esfera de infinitas caras de donde surgen las flores sangrientas con sus pistilos de oro, la voluptuosa voluta y el acanto dentelleante que mastica columnas y cornisas de malaquita, frisos donde alterna el lapislázuli con el marfil y el coral del miembro del perro callejero horadado de flechas, radiante de objetos clavados y noches sin dormir, embrutecido de nicotina y olor de pies cansados de subir y bajar el bulevar, adivinando detrás de cada bragueta la victoria de San Jorge sobre el Dragón y una margen de fiordos y pinares, el Vatna Jökull y los géiseres a la sombra de la Porte Saint-Martin donde las Furias siguen tejiendo el chal con que te van a ahorcar, perdido en un amanecer de limón rodado por los canales de desagüe, entre los soles pintados en la vitrina de café.

VI

En el central azucarero desmantelado, discos alternos de sudor y melaza giran sobre su eje de metal pulido. Bajo el arco de los muslos los cojones tocan a rebato con su sabroso badajo y desde la torre el Huichilobos sueña con corazones vivos en su apetito inmenso de mortales. Del estuche de cuero salió para el Arqueólogo una espada como aguja fina y refulgente, amoratada de profundidad y enigmas abisales, para encerrar en su memoria varios recuerdos de arquitecturas, varias almenas untadas de curare y un abanico de colores concéntricos hecho de plumas de cotorra y cal de huesos molidos. A medida que las manos van trabajando el cuerpo el interior se ablanda y se convierte en pulpa madura mientras su piel se eriza de cañones y una voz de ave amaestrada alternativamente estridente o cavernosa decreta el orgullo de ser lo uno es, sea lo que uno sea. También grita acompasadamente imitando el ritmo de la clave, desembarca oloroso de temporales trayendo con sus papeles los planos de Medinet-Abou teñidos de añil entre dos capas de jazmines espolvoreado de canela. Más tarde acometió desde la Ciudadela contra el Vampiro de las Rocas y trató el asunto del incesto con facilidad azucarada, cerró el cuaderno y se sentó en el malecón a esperar la muerte, aserrín de astilleros abandonados fue cubriendo su cuerpo, como lo fue el del legendario Valmiki por el hormiguero.

MIRA QUE TE MIRA DIOS

MIRA QUE TE ESTA MIRANDO

MIRA QUE VAS A MORIR

MIRA QUE NO SABES CUANDO.

Apostilla

En 1974 el pintor cubano Ramón Alejandro publicó, en la editorial francesa Fata Morgana, el libro bilingüe Pure Perte (Pura Pérdida) ilustrado con 31 dibujos eróticos suyos.

La presencia simultánea de un texto y de dibujos hacen de por si singular al libro, e impone la pregunta de la armonía de ambos. Si seguimos el orden de la tradición, en casos como éste, los dibujos acompañan el contenido de un libro y alternan sus sugerencias con los argumentos. Pura Pérdida es una descripción caótica que acumula hasta el vértigo imágenes, objetos, y sobre todo, referencias culturales bien distantes en el tiempo y en sus espacios: el satírico Juvenal, Medea, el pintor Tiepolo, el Príncipe Baltasar Carlos pintado por Velázquez, San Jorge y el dragón, Huitzilopochtli, dios azteca, el poeta indú Valmiki, y el emblemático sultán Boabdil lacónicamente célebre por llorar desde una colina la pérdida definitiva del reino de Granada.

Los dibujos eróticos tratan de representar esa algarabía desmesurada, de celebrar los placeres del cuerpo hasta la extenuación sin dejar de sorprender por la osadía de sus composiciones. Alejandro, sin embargo, a manera de guiños pícaros, introduce, aquí y allá, indicios del imaginario del cubano que él es, el Malecón habanero, palitos de tendedera, guanábana, un platanal, la música de una corneta china, que se unen a este carnaval delirante donde el gozo y la pérdida, se convierten en recompensas de la libertad.

PURA PERDIDA
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