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5 avril 2015 7 05 /04 /avril /2015 10:06
COMO SI ESTUVIERA EN LONDRES

Comidos, relajados, y con el buen té haciendo efecto sobre los tejidos de sus cuerpos, sus ánimos volvieron a levantarse. Los caballos alentaban a su alrededor. Gauna encendió una tagarnina, cosa que en él indicaba buen humor.

-Saldría a caminar un rato –dijo Clarke- si no fuera inconcebible hacerlo aquí.

-Salga nomás –le respondió Carlos-. Haga como si estuviera en Londres.

Una risita, y se quedaron tendidos en los aperos, boca arriba.

-Qué cantidad increíble de estrellas –dijo el chico.

-Qué espectáculo, ¿eh?

-Cada uno en su lugar, todas las noches. Lo increíble es que no se mezclen.

-Uno se siente tan empequeñecido mirándolas, tan poca cosa.

-Siempre dicen lo mismo.

-Es que lo obvio es lo único que puede decirse ante la naturaleza.

 

César Aira, La liebre

 

 

La primera vez que vi una inglesa fue un atardecer en Topes de Collantes, esas modestas montañas frígidas del centro de Cuba donde un día a Fulgencio Batista le dio por crear un motel para leprosos, y los Castros envían a descansar ahora a los militares dementes. Llevaba mojado el pelo color rojo amapola (ese color que Antoine Furetière nombrara Ponceau ) la inglesa, por un reciente chapuzón en una de las cascadas del lugar. Me dijo, a modo de presentación, que estaba en Cuba porque hacía en Londres una tesis sobre la literatura cubana.

Yo me había imaginado a las inglesas de otra manera, quizás por culpa de los sombreros y el mentón aristocrático de Virginia Wolff. Tan escasa que siempre ha sido mi cultura anglosajona. Pero no me inhibí por los detalles porque la ropa mojada dejaba ver voluptuosas formas que dudo tuviera la Wolff y que a mí, quizás por fidelidad estética a mis preferencias de entonces, me resultaron muy atractivas.

La conversación me entusiasmó, además de las carnes mojadas insinuadas bajo la ropa, porque yo acababa de terminar mi licenciatura de letras. Entonces, claro, le hablé de Guillermo Cabrera Infante. Y de pronto se jodió el encuentro. Pretextando no recuerdo qué, se fue corriendo, despavorida, la inglesa literata. Fue la primera vez, claro, que me confronté a esa estirpe que ella parecía encarnar. Pero nada presagiaba, en aquella atmósfera casi pastoril, que un día en mi ajetreo cotidiano de sobrevida en Europa, a miles de kilómetros de los helechos y las blancas flores de mariposa de Topes de Collantes, estaría rodeado de gente como aquella escurridiza anglosajona que tienen una clara frontera sobre lo que se debe decir o escribir de la literatura de esa isla donde nací.

Entonces, cuando vagaba con mis amigos por los campos de Cuba para huir del hambre y la decrepitud de La Habana, no imaginaba vivir en Londres, ni en París, ni en Europa, sino en Miami. Así quedaba en paz con mi idioma, porque no me veía hablar inglés con mi familia cubana de la Florida. Esa frustrada aspiración se vio interrumpida, ahora recuerdo, por la breve aparición de una novia argentina que me aseguraba que me ayudaría a irme a vivir a la patria de Borges. También es cierto que en mi cuarto de la casa de mi madre había colgado un mapamundi con banderas y flechas clavadas en varios sitios: pero me daba vértigo al despertar por la madrugada bañado en sudor, ver los nombres de aquellas geografías, e imaginarme un día viviendo varias vidas en otras lenguas bajo la lluvia o los cielos grises que esperan la nieve.

Pensándolo bien ahora, nunca he podido ir a Londres, a pesar de vivir desde casi veinte años casi al frente. Antes por falta de dinero, ahora, por falta de tiempo. Me hubiera gustado ir a ver los Juegos Olímpicos. Londres la única ciudad que ha organizado tres veces las Olimpiadas, la eterna rival de París, que ha perdido con ella la última sede de los Juegos. Tan barato que hubiera sido para mí que la Olimpiada fuera en París. Yo de snob con bermudas, gafas y gorra y una banderita gala poniendo fotos mías en todas partes para que la gente se convenza de que soy un parisino de verdad.

Pero no. El verano de 2012 me dejaron entrar a Cuba, no de profesor de literatura insular, sino de hijo desesperado por despedirse de su madre moribunda. Y ese verano lo único de lo cual se hablaba en Cuba y en sus televisores era de los Juegos Olímpicos. Uno podía sorprender a dos amas de casa desdentadas discutiendo por el resultado de un partido de hockey sobre césped entre la India y el Paquistán, como si se tratara de una telenovela.

- Iremos a menudo ahora a Londres los fines de semana, me ha anunciado esta mañana G.

Parte de su familia vivirá a orillas del Támesis por lo que tendremos un lugar donde parar en Londres. Me estresa hablar inglés y la culpa es del francés. He sufrido tanto con las rrrrr y otros sonidos que tener que ponerme a estudiar inglés de nuevo para no hacer el ridículo a las 5 de la tarde, es peor que las campanadas del Big Ben a la hora de la siesta. Aunque, pensándolo bien, no puede estresarnos la práctica de algo que desconocemos casi por completo. Tan fácil, ¿no?, tan agradable haber leído en español de ingenuo niño en las noches del Caribe aquella historia del perro fantasma de los Baskerville -¡Valgame Dios, este sitio no tiene nada de alegre! -dijo el detective con un estremecimiento, contemplando a su alrededor las melancólicas laderas de las colinas y el enorme lago de niebla que descansaba sobre la gran ciénaga de Grimpen-. Veo unas luces delante de nosotros. ¡Elemental Whatson!

El narrador Borges ante el Aleph de su cuento homónimo dice haber visto, en medio de una extensa enumeración, y entre infinitas imágenes, un laberinto roto que resulta ser Londres. Muchos años más tarde (exactamente 30) de aquel 30 de abril de 1941, en 1971 y esta vez en Londres, no en la calle Garay de Buenos Aires, Borges leyó lo que sigue: Yo tenía, de niño, tres espejos enormes en mi habitación, y sentía por ellos un miedo profundo porque (…) me veía a mí mismo triplicado, y tenía mucho miedo al pensar que tal vez las tres formas comenzaran a moverse por su cuenta.

Ese miedo de Borges, ya lo sabemos, se multiplicó en la escritura de múltiples personajes apócrifos, aunque él sí viajara como sus historias y ensayos, a Londres. No fue el caso, como se sabe, de Des Esseintes el protagonista de A Rebours de Huysmann que, una vez hechas sus maletas, y antes de embarcarse a Londres, entra a una taberna y al encontrarse con unos ingleses a los que ve beber Porto portugués y escucha conversar, decide volver a su casa en las afueras de París porque: Después de todo, ¿por qué ponerse en marcha, cuando uno puede viajar tan ricamente sentado en una silla?

Obviando detenerme en ciertas conjeturas, yo hubiera podido conformarme con imaginarme en Londres o en París, durante las largas noches en que miraba con mis amigos las estrellas sobre la hierba de las montañas de Topes de Collantes. Algo más fuerte que la imaginación debió haberme inducido a atravesar el Atlántico y comenzar una nueva vida.

Lo pienso con convicción esta madrugada en que preparo en París mi equipaje, para viajar por primera vez a Buenos Aires.

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commentaires

T
Precioso post. Espero que lo pases genial en Buenos aires.
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