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24 février 2013 7 24 /02 /février /2013 12:41

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           Viendo a un grupo de adolescentes en el aeropuerto Marco Polo de Venecia, me di cuenta que me encanta ver pasar a los viajeros. Iban así, despreocupados, mordiendo chocolatines y escuchando música, sonriendo al empujarse las mochilas o ajustarse las gafas. Con colores, muchos colores diferentes ondulando en el grupo que avanzaba, supuse, hacia caminatas entre canales con fondos de voceadas barcarolas.

Me pongo ahí, incisivo, cada vez, a imaginar dónde nacieron, qué van a hacer en esos lugares que miran y fotografían con lento paso de tránsito y regocijo, los viajeros. Y me gustan, me digo (para tratar de aclarar esa jubilación incorregible), porque me imagino qué hubiera sido mi vida en lugar de ellos y, sobre todo, porque siempre (y esto no es una humanista exageración) recuerdo a alguien de Cuba que no ha podido viajar como quisiera.

(Entonces, cuando mi observación  de los colegiales en Venecia, yo era un exilado. Ahora no, el verano pasado pude volver a Cuba).

El error radica, claro, en confundir a un viajero con un fugitivo, al placer con la huida como atolondrada solución a un malestar. ¿Hay que insistir en  la diferencia entre el viajar sin regreso obligado y ese itinerario ficticio de quien mira para contar y recordar más tarde en su cómodo punto de partida?

Por eso la paradoja de querer imaginar con envidia las vidas que no tuve, y apiadarme de las que podría haber tenido si me hubiese quedado en Cuba. Y en el medio de estos dos falsos dilemas estoy yo. Yo y los primeros 30 años de mi vida, en la isla. Los primeros 30 años que lo cambian todo: las maneras de apreciar o lamentar la suerte o la desgracia de no haber podido decidir cuándo conocería la nieve.

Uno no nace en el lugar que elije (eso se sabe), ni puede asumir el no haber nacido en ese lugar, pero no tener elección después, es peor que la resignación de un patriotismo obligatorio.

De repente todo parece cambiar para los cubanos: ya pueden viajar, dice el gobierno. Más bien ya tienen el derecho a un pasaporte. Sin preguntarse demasiado sobre las visas, saltan de júbilo quienes (yo hubiera hecho igual o peor) se creen al fin con la libertad de poder irse de viaje. Y se van de viaje…algunos cubanos.

Emblemáticos detractores del gobierno andan de gira por el mundo. Los tres más conocidos: Eliécer (el joven informático famoso por un debate público con el Presidente de la Asamblea Nacional), Rosa María Payá (hija de Oswaldo Payá, disidente cubano muerto en julio pasado en un controvertido accidente), y la figura más conocida, la bloguera Yoani Sanchéz.

Esperemos que Eliécer pueda volver de la nieve de Estocolmo, la hija de Payá de sus múltiples citas en Ginebra y Madrid, y que Yoani Sánchez (después de sortear actos de repudio de manipulados simpatizantes del régimen de La Habana y críticas de ciertos exilados) pueda de nuevo vivir en el piso 14 de su edificio del barrio del Vedado.

Cambian las reglas de juego y se corren riesgos. Al decidirse a mover las líneas de la frontera invisible de la ley, el gobierno cubano cambia las reglas de juego, repito. El viajero ya no puede asumirse como un fugitivo, ni como un refugiado, ni como un exilado: entra y sale a su antojo durante 2 años, sin perder sus derechos. La cosa no es nueva: el músico Gorky, uno de los más virulentos anticastristas, ha vivido meses en México y después ha entrado sin aparentes problemas a Cuba.

¿Por qué estos cambios? No sé, no tengo la competencia necesaria para considerarme un politólogo. Para nadie es un secreto que los cubanos no parecemos dotados por los dioses para el arte de la política. Yo simplemente puedo pensar por imágenes que trato después de poner un poco en orden, sin casi nunca conseguirlo. Como la tarde en el aeropuerto Marco Polo al tratar de explicar mi regocijo y mis remordimientos, ante sonrientes e indolentes estudiantes de paso.

El verano pasado, en una guagua habanera, un joven cubano, cuando le pregunté qué pensaba de las reformas castristas, me respondió con una frase que ahora cito: “Hay dos cosas en las que todo el mundo está de acuerdo en este país: que esto no puede seguir así, y que las reformas son irreversibles”.

En 1770, casi dos siglos después de publicados los célebres Ensayos de Montaigne, un cura francés llamado Prunis encontró en el castillo del escritor  un cofre con el manuscrito de un diario de viajes. El hecho quiso ser silenciado por los apasionados admiradores de Montaigne: el haber sido él un viajero que se fue a Roma echaba por tierra el mito del viaje intelectual sin moverse de la torre de su castillo.

Visto de otra manera, viajar a Italia, como después harían Descartes, Stendhal y Proust (entre otros emblemas de la cultura francesa), pone en aprietos a quienes defienden la imagen del pensador autosuficiente. Al llegar a Venecia y quedarse allí una semana, Montaigne confiesa darle la razón a su amigo La Boétie cuando éste le dijo: “Me hubiera gustado más haber nacido en Venecia que en el Périgord”.

Dejemos al tiempo, me digo, que esta limitada apertura a los cubanos de la isla, permita desplazar los límites hacia una verdadera libertad de elección: la que incluya sacar del poder en elecciones a quién se elija, y viajar sin restricciones ni dudas de poder volver cuando no se está de acuerdo con la dictadura.

No soy nada optimista ni aficionado a los entusiasmos colectivos, pero es posible que con las experiencias de estos viajes se acelere la democratización de Cuba. Sorpresas de ambos lados, desacuerdos y hasta agresividades, seguro que habrá de sobras durante el periplo de estos tres jóvenes por el mundo.

A mí, que me encanta equivocarme (para supuestamente aprender), me gustaría ver pasar cubanos verdaderamente libres por todas partes, hasta por el aeropuerto Marco Polo y los canales de Venecia. Poder decir un día como Montaigne que hubiera sido mejor haber nacido en otro sitio, sin que nadie evalúe mis palabras si quiero ir a Cuba, como volvería en su caballo Montaigne a Burdeos, después de admirar Venecia, para completar el tercer y último tomo de sus célebres Ensayos sobre la condición humana.

Foto: Orlando Luis Pardo Lazo

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commentaires

J
Excelente crónica-análisis... me imagino cómo volvería Montaigne a Burdeos a escribir el tercer tomo de sus célebres ensayos sobre la condición humana, después de ver Venecia, que bien vale la<br /> mitad de todos los viajes del mundo. Esa imagen Armando -la de los chicos libres en los aeropuertos, de muchos sitios del mundo, la he tenido en muchas partes de Europa, sobre todo, y confieso que<br /> da tristeza y te hace sentir hasta culpa por las experiencias de vida que hemos tenido. Somos privilegiados amigo,y lo digo sin jactancia, y hasta con pesar... somos isleños y mira lo qué hemos<br /> hecho con nuestras vidas, a un precio alto siempre, pero algo hemos conseguido. En cuanto a Venecia, mi lugar en el mundo, y no soy bobo de la yuca, (jajaja) es un sitio inolvidable. La impresión<br /> más grande de mi vida, te confieso, la tuve cuando en pleno invierno, el único momento en que podría ir por los costos, iba en un vaporetto entrando al Gran Canal con rumbo a la Plaza San Marcos y<br /> sentí un instante de felicidad y belleza jamás percibido, casi una epifanía, de esas que nunca se tienen en la vida.
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M
Muy bien escrito y construdio, como siempre.
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