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24 décembre 2011 6 24 /12 /décembre /2011 13:59

             Marx-Navidada

              

             La noche de Navidad del año 2003 yo la pasé en París leyendo, a solas, la poesía de Mallarmé en un apartamento espléndido, pero con un sólo mueble: un sillón Maurice de 1900, comprado en el mercado de purgas de Montreuil.

            Yo era famoso por esos días en París entre mis 4 o 5 amigos, porque unos meses atrás había salido publicada la edición francesa de mi novela Las vacaciones de Hegel. Pero ni siquiera esa gloria de algunos días entre 4 gatos, me salvaba de la solitaria madrugada mallarmeana.

            Poco después de las 12 de la noche alguien tocó a la puerta. Para mi sorpresa era Milena (una española bailarina de flamenco, hija de padres argentinos exilados) que llegaba como una bondadosa Cenicienta a acompañarme.

            Le regalé algo a Milena que no recuerdo (si no lo recuerdo es, seguro, porque improvisé el regalo de algo en un falso viaje al baño o a la cocina), y ella me ofreció una escultura, dijo, robada en una iglesia de Florencia.

            Como no tenía muebles, repito, Milena y yo dormimos (¿dormimos?) como Marlon Brando y Maria Schneider en El último tango en París, sobre la madera del parqué del salón, cubiertos del frío y sin la calefacción que yo no podía pagar, con  una sábana azul que le había comprado esa mañana a un comerciante paquistaní.

            En otra ocasión, a riesgo de quedarme una nueva Navidad a solas y sin ninguna bailarina que me sorprendiera leyendo a Mallarmé (Milena se fue entonces a bailar a Japón y ahora anda por Valencia), me invitó a cenar una familia de católicos libaneses.

           Durante los años que siguieron, mi amigo el escritor Juan Arcocha y yo firmamos un pacto contra nuestras mutuas soledades: cenaríamos en su casa cada 24 de diciembre el mismo repetido menú; carne de puerco, arroz congrí, plátanos maduros fritos, acompañados, eso sí, por festivas copas de champán, como buenos cubanos afrancesados que se respeten.

Casi gritábamos Juan y yo, recuerdo, como dobles de Rastignac, animados por nuestra resignada victoria de exilados, cuando al chocar las copas veíamos desde su balcón las luces navideñas de un París resplandeciente.

            Las Navidades en la Ciudad Luz son (como se supone) extraordinarias. Excepto si uno no tiene familia por estas geografías. No hay visa para entrar ese día en ninguna familia francesa, se los aseguro yo, sentado en mi sillón Maurice, y con un libro de poesía hermética en la mano.

 Durante los años de treguas entre mis divorcios y mis separaciones, por supuesto que pasé mis Navidades con las familias francesas de las madres de mis dos hijos. De Poitiers a Fontainebleau y a Córcega, fui testigo (y soporté)  costumbres y detalles que según Juan Arcoha me permitirían escribir una deleitosa novela sobre el tema: las festividades familiares francesas espiadas desde el interior por un invitado cubano…

            (Me consta que sobreviven en mi biblioteca unos cuantos cuadernos de notas y Diarios, que algún día serán ésa y otras novelas).

Como nací después del 1959, en Cuba siempre viví en medio de la confusión de las costumbres culinarias de esa fecha célebre: mi madre me contaba cómo debían haber sido las Navidades según sus reminiscencias de experta cocinera, en los años 50, de un antiguo asilo de monjas españolas en Marianao.

Cenábamos, entonces, como se acepta una mala metáfora: se remplazaba (en una estéril aproximación perdedora) con lo que tuviéramos a mano lo que debía haber sido el modelo criollo de una Navidad española. Así del puerco entero que creo haber visto asado sobre alguna mesa de mi infancia, habíamos pasado a perniles y fragmentos discretos de esa carne sazonada con ingredientes de repuesto, y hasta las caseras barras de maní fingían ser turrones de  Alicante.

En Francia también busqué en vano los sabores de la Navidad española contada por la memoria gustativa de mi madre. Y me fui acostumbrando a aceptar otros platos ese día, un poco por respeto, y también por curiosidad de mi nuevo paladar liberado.

Desde que Juan Arcocha decidió irse a tomar champán a las estrellas que ebrios tratábamos de ver desde su balcón, mi hija Ariane llega puntualmente de provincia en tren a París, para pasar con su papá la Navidad en mi casa.

Como cada uno de los últimos años hemos comprado para la cena la carne y las yucas, los plátanos y los frijoles, en el mercado de un vietnamita casado con una mulata de Guadalupe. Ya sabemos que por unos días escucharemos danzones y boleros, y responderé a sus preguntas sobre la familia y la isla que casi no conoce.  A cambio de resistir la melancolía de su padre, se probará ella como una adolescente satisfecha ropa de moda en las tiendas de la calle Rivoli, nos iremos juntos a contemplar las manzanas luminosas escondidas en los árboles de los Campos Elíseos, y la obligaré a verme tirar al anochecer, y a escondidas, una supersticiosa moneda a las aguas del Sena.

Me doy cuenta, en suma, que no puedo precisar si he pasado 15 Navidades fuera de Cuba o si, teniendo en cuenta cómo fueron en la isla mis arbolitos y guirnaldas, mis cenas y mis frustrados placeres de estas fechas, son 15 y francesas, en realidad, las únicas verdaderas Navidades que he conocido en este mundo.

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commentaires

J
que chulo, me hiciste reir...feliz navidad! si cabe...
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C
Me encantó tu escrito y te comprendo perfectamente....yo hace 46 años que estoy imponiendo mi congrí y perníl ,sobre el bacalao y los romeritos....por más que pasen los años, tratemos de seguir<br /> nuestras tradiciones, pues es lo único que nos queda.
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I
Hermoso escrito....gracias amigo!! un fuerte abrazo!
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