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8 juin 2013 6 08 /06 /juin /2013 11:29

Magritte.png           

           La arena de las playas desaparece de noche. La roban aventureros de la madrugada para cimentar paredes de hoteles y residencias de lujo. En Marruecos y en Sierra Leona, pero también en Jamaica y Barbados. Playas desnudas ante la inmensidad del mar. Hasta las orillas del sagrado Ganges indio son saqueadas. Con arena de otras islas o del desierto se construyen otras islas artificiales en Dubái, leo en Le Monde mientras viajo en el metro.

            Cuando llueve suelo perderme. Quizás la lluvia perturba mi visión de los nombres de las calles y los números de las casas cubiertos por el agua. Ayer por la tarde me he perdido en el norte de la ciudad. No sabía cómo encontrar la dirección donde presentaban unos muchachos de Estrasburgo la traducción francesa de una novela de Alberto Laiseca. Llevaba conmigo mi enorme paraguas azul marino, y a pesar de sentirme seguro con él bajo el agua sin tener que zigzaguear para protegerme; me he perdido.

         Viví alguna vez por esta parte de la ciudad. Hasta llegué a tener para mí solo un gran apartamento, y aunque no supiera bien cómo iba a pagarlo, organizaba de vez en cuando fiestas. Desde mi habitación tenía el privilegio de ver un extenso jardín de la casa de los bajos. Frente a mi ventana una colegiala  se desnudaba con la indiferencia y la credulidad de sus años al llegar de clase. Un día entró a mi aula: había crecido y ya era algo más que una adolescente. Aún recuerdo su asombro el día en que, durante una pausa, le dije la dirección exacta de la casa donde ella vivía. El tiempo en que creció esa muchacha me alejé de estos barrios donde ayer me he extraviado.

            Caminando bajo la lluvia recuerdo que a esta misma hora está anunciado un discurso de Mario Vargas Llosa en la sala Descartes de La Sorbona. Me imagino que el lugar está repleto de gente que veo con frecuencia aunque quiera evitar: profesores de cuellos estirados que miran de reojo si son vistos por otros colegas que como ellos ejecutan el mismo ejercicio de vigilarse a escondidas. Periodistas. Esnobistas que buscan la foto al lado de la celebridad que no han leído. Y hasta de estudiantes ávidos de pedir el autógrafo al premio Nobel mencionado en clase por profesores de rígidos acentos castellanos.

La primera vez que vi a Vargas Llosa fue en la Maison de l’Amérique Latine.  Un lugar de un curioso lujo ése. Lo mismo vez a embajadores bebiendo champán que a desaliñados con imágenes del Che Guevara. Uno de los tantos guerrilleros latinoamericanos de salón que pululan por París agredió verbalmente esa tarde a Vargas Llosa. Por lo que ya se sabe, claro: su militancia por el liberalismo, su antigua candidatura de derecha a la presidencia de Perú, y todas esas cosas.

Pero eso fue antes del Nobel, seguro que ahora ya no ocurre. Y seguro también (apuesto lo que sea) que él hablará de Flaubert. En Francia Mario (como lo llaman los íntimos que alguna vez he frecuentado) siempre habla de Sartre y de Flaubert. Quién iba a decirlo, ¿no?, Vargas Llosa que vivió años en el anonimato de esta ciudad -como cuenta en sus memorias El pez en el agua- ahora recibido bajo un aguacero de aplausos por medio mundo.

Yo no he leído a Alberto Laiseca. Pero hoy me dio por ir a escuchar qué se dice de él y no sentarme a aplaudir en la Descartes. Huele por toda la ciudad a lluvia sucia de una agotada primavera. Voy hasta una esquina deslizándome con cuidado bajo el alero del techo del metro, que en esa parte de la ciudad sale a la superficie, y cuando intento preguntarle la dirección que busco a una muchacha espigada que mira a todos los puntos cardinales, nos reímos ambos: tiene entre sus manos un mapa de la ciudad.

Volví sobre mis pasos y comencé a caminar en dirección contraria hacia uno de los canales del Sena. Fue entonces que apareció ante mí la imagen del poema “El anciano mendigo de Cumberland” de Wordsworth. Un viejo con sombrero pedía limosna sentado en una esquina. Sobre su mano extendida sólo caían gotas de lluvia, pero era la única parte de su cuerpo que se mojaba; el resto estaba protegido por el frontón de un pórtico.

Harold Bloom, que ha comentado el poema de Wordsworth, cree ver en la imagen del mendigo una revelación de las cosas esenciales de la vida. En el poema el viejo pordiosero, sentado en una colina, deja caer de su mano de manera inconsciente migajas de pan que unos pajaritos tratan de atrapar.

Hace tiempo aprendí que cuando se está perdido es mejor preguntar las direcciones a personas que no siguen el ritmo de los horarios que impone la ciudad. El anciano me respondió algo que al principio no entendí. Después sí. Después pude descifrar lo que me decía y le di las gracias. Llegué a una bifurcación y pude distinguir el nombre de la calle que buscaba: quai Valmy, la prolongación, supongo, de un antiguo atracadero.

Me volví antes de cruzar la calle, y a pesar de la cortina de agua pude ver la silueta del mendigo en la misma posición; parecía una isla, sin que cayera pan de sus manos ni se acercara ningún pájaro.

El número 200 no existe. Lo digo ahora después de recorrer toda la calle paralela al Sena. Tuve que volver sobre mis pasos porque los números se sucedían de forma creciente. Llegué ante el 205 que es donde comienza en realidad el llamado quai Valmy. Sentí arreciar los golpes de los goterones sobre mi paraguas. Alguna que otra ráfaga traía con el aire hasta mis manos la humedad de la lluvia. No es como en invierno que uno tiene guantes, nada protege las manos del agua de estas lluvias sin estación precisa. Con dificultad saqué el cuaderno para comprobar que había anotado bien el 200 y no el 205.

Sin embargo me percaté que estaba ante la puerta de cristal de una especie de viejo almacén convertido en centro cultural. Me acerqué y pude distinguir, a los lejos, las siluetas de un grupo de personas reunidas alrededor de una mesa ovalada. Miré el reloj. Como temía, si aquel era el lugar de la presentación, había llegado con más de una hora de retraso. Preferí no molestar.

De vuelta, y sin darme cuenta, atravesé el canal, y busqué la entrada del metro más próximo en la acera opuesta al mendigo. Seguía lloviendo. Un muchacho rodando sobre una patineta pasó por mi lado. Llevaba consigo un libro cerrado bajo el brazo, y una de sus piernas empujaba con ímpetu el artefacto mientras se agarraba al manubrio con su mano derecha.  

Al salir hacia lo alto, por encima de la ciudad, y describir una parábola el vagón del metro donde viajaba, pude ver a través de los cristales de la ventanilla empañados por el agua, al muchacho de la patineta que se detenía ante el mendigo quizás preguntándole la dirección de alguna calle que el aguacero le había borrado. Visto desde lo alto el agua cubría toda la avenida y las dos siluetas parecían de lejos dos gotas de arena en medio de un océano.

Esta mañana el corresponsal de El País cuenta que el discurso de Vargas Llosa se perturbó anoche por desperfectos técnicos del micrófono de la Sorbona. Al parecer el orador tuvo que dirigirse al auditorio a viva voz. Por un momento imaginé al escritor, leyendo su arenga  de pie y sin micrófono, ensordecido también por el ruido del diluvio que a esas horas debía caer sobre la sala Descartes, mientras él citaba a Sartre y a Flaubert, sintiéndose, a pesar de todo, como un pez en el agua.

Ilust: Ximo Gascon, Homenaje a Magritte: http://d-soul.tumblr.com

 

 

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commentaires

P
Armando: tú y yo un tarde -desde un hospedaje en Cienfuegos- veíamos como el agua caía sobre el cuerpo desnudo de una muchacha, y conversábamos entonces del desamparo de la belleza. Te acuerdas?<br /> Pero ahora quiero felicitarte por esta narración tan esplendida, donde he vuelto a sentir la marcha ondulante de la prosa elegida, el agua borrándose en el agua, la perplejidad de las palabras. El<br /> arte de narrar!. (Assef)
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A
Me gustó, realmente. Me gustó la sensación de soledad y la descripción.
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A
Es muy facil perderse en Paris, sobre todo un dia de tormenta... pero sin eso, no hubieras escrito tu excelente cronica !
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