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13 octobre 2013 7 13 /10 /octobre /2013 15:04

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          Voy leyendo a Alfonso Reyes en el autobús que me lleva a Teotihuacán, la Ciudad de los Dioses. Leo el ensayo Visión de Anáhuac, aquel que comienza con el epígrafe de “Viajero has llegado a la región más transparente del aire”. La frase que Carlos Fuentes utilizara para su novela homónima sobre esta ciudad de México…¿la región más transparente?

Llueve. Hoy es el día de la fiesta nacional: 15 de septiembre, el Grito de Dolores. Todo es verde, rojo y blanco en el Zócalo y por todos lados. Pero está lloviendo. En la televisión del hotel hablaban de dos ciclones, uno por el Pacífico y otro, claro, en el Caribe. Y yo me he ido a ver las pirámides de la luna y del Sol con un paraguas morado bajo esta tenue tempestad que cubre el horizonte.

            Nos detenemos antes en el santuario a la virgen de la Guadalupe. No conocía la historia en detalles. Paso, al entrar, bajo su manto protector, el mismo de las rosas en el regazo y el milagro de su figura dibujada. Veo la iglesia de la fuente de agua donde se le apareció, según la leyenda a Juan Diego. La idea no es mala como los cuentos de hadas. La virgen  mestiza, habla nahual y protege a los pobres y a los ricos si se resignan al bien y a los rezos en su honor: una manera astuta de hacer que se conserve el orden…por los siglos de los siglos.

Miro por la ventanilla y millones de casuchas se agarran a las laderas de los cerros que se pierden tras las nubes y la cortina de agua. Como en las películas, la televisión y los libros. Tras esa masa desparramada hasta donde no llega la vista, respira la parte menos presentable de México, un país dividido en dos. En dos espacios, en dos tiempos, en dos ambiciones que coinciden en obviar el tiempo del después, lo de más adelante.

            (Hace varios días que estoy en México. Me dije, entre receloso e incrédulo, al llegar al aeropuerto: “Estoy al fin en México”. Llegué tan tarde esta primera vez que daba miedo. Tomé un autobús hasta Puebla. Allí había reservado un hotel a la sombra de las campanadas de mi única referencia libresca de la ciudad: la catedral).

            Me despertaron los repiques de las campanas en plena madrugada. Salí a caminar. De todas formas, para el sueño de mi cuerpo, en París eran siete horas más. Al amanecer veo a los vendedores alinear los paquetes amarrados del El sol de Puebla, y otros periódicos, y se me ocurre suponer que así debió de ser en Cuba hace más de medio siglo. Pensé en Lezama Lima allí, frente a las torres y los campanarios, caminando por la barroca nave iluminada por sirios de la catedral.

(Aquí estuvo Lezama en 1949 en uno de sus pocos viajes más allá de la mar violeta de Cuba).

            Tomo la calle peatonal 5 de mayo. Creo saber dónde voy. Quiero ver el fulgor de oro de la capilla de la Virgen del Rosario. Tengo suerte: un historiador está explicando a los turistas cómo se concibió tanto esplendor: 40 años de trabajo de artesanos indígenas. “Aquí todo lo que brilla es oro”, repite, como una modesta reencarnación de un satisfecho Monteczuma provinciano.

            Durante tres días como. Mi paladar se apodera de todo lo que pueda pertenecer a estas cocinas. Chile en nogada, un enorme ají verde relleno de nueces, es el plato de la ciudad. O el mole poblano, esa mezcla de pavo con salsa de chocolate. Encuentro batido de mamey (licuado lo llaman allí) en el café de una de las esquinas del Zócalo de la ciudad, y cada una de las tres mañanas que estoy en Puebla, me siento a saborearlo antes de irme a caminar.

            (Al principio del día y al final de cada nuevo plato local…regreso al mamey. En cada sorbo renace la conquista de algo que perdí con Cuba).

II

            Las reuniones aquí no se sabe bien cuándo comienzan ni cuándo acaban, lo que sí es una certeza es que, al principio, al final, o en las pausas, se come y se come…Te dan a probar tantos platos que me voy después a una farmacia para aliviar los crujidos de mi estómago afrancesado.

            -Tiene el cuello muy rojo, seguro está intoxicado, me dice con encantador acento la farmacéutica. Le aclaro: No, lo del cuello es la corbata que me estrangula durante las reuniones y las comelatas del día…mi problema es otro…por las noches…

            Tarde llego a Celaya. Me gusta esa sensación de estar perdido que acentúa la noche al borrar los mapas: el no saber dónde estoy. Rodeo en horas de viajes varias veces y días el centro de México. Estos autobuses que llaman camiones atraviesan precipicios como si fuera un juego de circo, y yo trato de ver en el paisaje, ahora ante mis ojos, la vegetación arisca y heráldica”, la atmósfera de extremada nitidez, en que los colores mismos se ahogan, que describe Alfonso Reyes en su Visión de Anáhuac.

            (En Cholula subo la primera de las pirámides que veré durante mi viaje, y le compro a una indígena la escultura de una gallina color arcilla convertida en alcancía).

Me llevan a un hotel de un reciente lujo inesperado: ese lujo que los españoles reprodujeron en serie en la primera década próspera que tuvieron en los 2000: el momento en que conocí España. Mis colegas mexicanos me muestran de qué manera (limón y sal en las manos) se bebe el tequila, en un restaurante decorado con afiches en francés de vinos tintos. En la televisión del hotel veo la CNN en español, reconozco la voz del presentador estelar de las noticias, aunque la cara haya engordado y envejecido. Es el mismo Camilo Egaña que una vez compartió conmigo un viaje a la universidad de Santiago de Cuba para leer, él, un ensayo sobre El libro de Manuel de Julio Cortázar, y yo, otro, sobre la poesía de Luis Rogelio Nogueras…en los casi 30 años pasados desde entonces deben caber las explicaciones de destinos tan diferentes.

Me entero en Pachuca, gracias a dos colegas mexicanos, que es la más inglesa de las ciudades de esos parajes; un antiguo pueblo de minas propiedad británica. Por eso el orgulloso desafío al Big Ben en el centro de la ciudad con un reloj de cuarenta metros de alto y un plato lleno de paste, unas deliciosas empanadas rellenas de carne, papa y perejil, que comían en otro siglo los mineros. Me llevan a caminar (justo frente a un teatro y a un costado de un insólito Museo del Fútbol) sobre el mosaico a cielo abierto más grande del mundo: 400 metros diseñados por Bryon Gálvez y que sólo puede contemplarse desde el cielo.

A Guanajuato se llega descendiendo una explanada. Ando con prisa, sólo puedo permanecer allí unas horas. Cada calle parece un agradable callejón escalonado en cuyas aceras los indígenas venden baratijas o un niño insólitamente solo toca un acordeón. De los portales que casi se tocan de tan cercanos cuelgan enredaderas de flores o personas que te ven pasar más abajo. La armonía colonial de la ciudad es evidente, como la altivez de algunos habitantes y de la universidad que, al mostrarla con exceso, puede causar risa cuando se viene de París y de tan lejos.

Después de la foto típica para los visitantes en la escalinata de la universidad, y de un paseo empedrado sobre los adoquines, termino como siempre festejando con amigos las particularidades culinarias de la ciudad: una enchilada minera; tortillas de maíz rellenas de queso con cebolla y salsa de chile.

III

También es tarde en la noche cuando llego de regreso a México DF. Tampoco sé dónde estoy, pero disfruto lo poco que insinúan las luces escasas, hasta llegar al Barrio Rosa donde está mi hotel. El fantasma del peligro de la violencia se disipa. Desde que llego digo que soy cubano. ¿A quién se le va a ocurrir secuestrar a un cubano?, me digo, tranquilizándome.

Para mi mala suerte un muchacho que funge de botones me escucha y me dice que le encanta Cuba, que no deja de ir allá. Quizás es el más joven empleado del hotel, pero las orejas paradas que tienen que lo asemejan a un ratón al unirse a la nariz puntiaguda y a unos dientes botados para fuera, me permiten comprender mejor su pasión habanera:

-Tú no vas allá a ver a Cuba, chico, vas a ver a las cubanas, le digo.

-Las cubanas son muy lindas, me comenta.

Le contesto que quizás. Que hay lindas y feas y feos en todas partes, pero tú puede que estés entre estos últimos, y haciendo un esfuerzo me río para que parezca una broma. No sé si se sonroja o si sonríe o si hace las dos cosas a la vez el botones fanático de las cubanas. Lo cierto es que desde entonces para complacerlo le saludo y es él quien se ocupa de llamarme los taxis y decirme que sí, que por 500 pesos me busca un autobús y me llevan con un guía todo un día a ver la Virgen de la Guadalupe y a Teotihuacán.

Tengo un fin de semana ante mí y no está claro que voy a hacer. El metro de París me ayuda a conocer todos los metros. Pero para empezar tomo un taxi y me voy a Bellas Artes. Veo los murales de Diego Rivera. Tomo fotos. Todo me parece a la vez excesivo y discreto. Como si tras la grandeza de la ciudad y de sus muros, tras la multiplicidad de sabores, de colores y de platos, se escondiera siempre algo en lo no dicho.

(Lo que se me escapa de esas miradas de espaciosos silencios, dará de mis notas de viaje una visión errónea y simple de lo que me rodea: lo tengo claro).

Se prepara el día más importante del país, pero una huelga de maestros amenaza con bloquear el centro histórico. Al final los convencen: “La patria necesita celebrar su independencia…posterguen la revolución y demos una imagen de unión al mundo”, parece decirle el nuevo presidente, galán latino casado con una actriz de telenovelas. Es así como yo, contento de no tener que verme en embotellamientos enardecidos, me puedo ir a andar como el más normal de los turistas.

Busco los libros de mi lista en la librería Gandhi. Para mi asombro, poco me muestran al preguntar por Alfonso Reyes y Octavio Paz. Nada de Vasconcelos. Lo tomo a mi manera: me río a solas de la inútil vanidad de los escritores que no aceptan en vida que todo es efímero y poco o nada queda en el tiempo de sus egolatrías, aún cuando sean considerados como clásicos en vida.

A su vez en el Museo de Antropología (como después en Teotihuacán) supongo el mal profesor que he sido hasta entonces, al descubrir los detalles de enormes diferencias entre las líneas y los colores de la tierra de una escultura olmeca y una azteca, entre las expresiones de una deidad y el material de los cuchillos que sacrificaban niños en los altares de los templos. ¿Qué habré contado antes a mis estudiantes?, me pregunto. ¿Cómo hice para repetir con confusión lo visto sólo en libros?

Me he propuesto cenar todas las noches en el restaurante del hotel. No salgo. O casi. Cuando pago la cena, la cajera, al ver mi confusión con las monedas de pesos, me pregunta de dónde vengo. A ella sí le hablo de París. Sonríe al hablar aunque me cuenta que pasa varias horas en el transporte todos los días para venir a trabajar. Debe de ser lindo París, me dice o supone al decirlo para que yo le explique. Como un sociólogo primario le hago preguntas que no responde, las evita, se sonroja. Se integra a su manera a esa discreción risueña que se me escapa cada vez aquí.

Me recuerda la camarera el pudor o el recato femenino mexicano descrito en El laberinto de la soledad por Octavio Paz: En un mundo hecho a la imagen de los hombres la mujer es sólo un reflejo de la voluntad y querer masculinos. Pasiva se convierte en diosa, amada, ser que encarna los elementos estables y antiguos del universo: la tierra, madre y virgen; activa, es siempre función, medio, canal. Al mirar lo que me rodea predomina la imagen supuesta de las cosas, los libros sustituyen a la experiencia que no tengo y no sabré en unos días la distancia que dista de la actualidad a esos emblemas impregnados en el aire por la literatura.

Viajo en el metro. La estación del hotel se llama Insurgentes, la misma que tantas veces menciona Bolaños en su novela Los detectives salvajes. Busco ahora el mercado de la Ciudadela donde quiero comprar artesanías. El mercado está muy cerca del hotel y aunque está lloviznando,  hileras de techos que se apilan protegen los timbiriches de los vendedores.

Me fascina tanto color, ruido y objetos acumulados: molcates, baleros, y la célebre platería mexicana. Me alegra ver ante mis ojos las llamativas formas de lo que aprendí a distinguir como el típico arte popular de aquí: los alegres alebrijes, las vasijas de barro negro, la talavera poblana, los robozos, las mascaras y figurillas cubiertas de Chaquira. Voy comprando poco a poco después del asombro, y de discutir los precios como pretexto para hablar un rato.

(Entonces no sabía que volvería de nuevo al día siguiente para gastar en artesanías de regalo lo que me quedaba de pesos mexicanos).

La noche más importante de la historia de México estoy desorientado. No sé dónde ir y encuentro a dos de los viajeros de mi tour a Teotihuacán: una señora ecuatoriana y su sobrina de catorce años que se asemeja asombrosamente a mi hija Ariane. Nos vamos los tres a la Plaza del Ángel. La señora no parece satisfecha con la fiesta popular (tocan mariachis y se gritan ¡Viva México!) por lo que no deja de repetir a cada minuto:

-En mi país es mejor. En mi país es mejor. En mi país es mejor. En mi país es mejor…

Me hacen pensar en Cuba, las palabras de la señora ecuatoriana y ese molote de entusiasmo a la vez colectivo y forzado por la Patria: en aquellas multitudes donde obligaban a la isla entera a gritar consignas dictadas por un corifeo.

Me vuelvo al hotel. En el camino compro dos tamales y otro batido de mamey. Pienso en las variantes absurdas de nuestros patriotismos que resumiera sin saberlo la ecuatoriana de vacaciones con su sobrina por el inmenso México: En mi país es mejor. Me doy cuenta que no puedo, desgraciadamente, repetir esa frase. Que quizás una de las más grandes perturbaciones que provoca el totalitarismo en el espíritu de los fugitivos es esa especie de vehemente rechazo por lo propio. Esa mirada turbia o paradójica hacia lo dejado atrás: puede que se sublime algo de la infancia de la patria perdida, pero este ejercicio de nostalgia se frena ante otras realidades.

Por nada del mundo se me ocurriría cambiar esta madrugada la posesión de mis dos tamales y el mamey que disfruto a solas en una desconocida plaza mexicana, por una fiesta patriótica de la Cuba que conocí y que me puso a correr feliz por todo el universo.

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7 septembre 2013 6 07 /09 /septembre /2013 11:05

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Ángel, el monitor de Física

            Al doblar una esquina, viniendo del Puente de la Cruz y justo antes de entrar al llamado boulevard, el callejón peatonal más concurrido de Santa Clara, tropiezo frente a frente con Ángel, el gordo. El mismo Ángel de mi aula en la secundaria básica de la Carretera de Sagua.

            Por un instante dudo, pero sólo por un instante. Dudo que él me reconozca, pero al hacerlo, como yo, de inmediato, supongo que en el fondo yo tampoco he cambiado físicamente mucho, al menos para él. Que existo por alguna razón en su memoria como él en la mía. Sin dispersarme: hay cosas y gente cuyos recuerdos en uno no se explican ni siquiera con nuestras preferencias.

            Está idéntico Ángel de gordo y ovalada cara de cachetes mofletudos, pero no viene solo. Supongo que pasea. En Santa Clara pasear es ir al centro, al Parque Vidal, y el boulevard está paralelo a esta plaza pública que en una época tuvo hasta una réplica de madera de la torre Eiffel.

            (Me doy cuenta que es domingo. Cuando uno viaja esta es una de las simulaciones que consagran el rito del tiempo libre: no conocer los días, confundir las horas, dar la apariencia y creerse que no existe el orden, porque el orden es la repetición que nos hace igual a todos, es decir, ininteresantes).

Acompaña a Ángel su esposa y un niño de unos 10 años que se apresura a presentarme como su hijo. “Este era el mejor deportista de la escuela”, le dice al niño. Hablamos así, de pie, unos minutos. Le pregunto qué hace, me responde: “trabajo en la estación del ferrocarril”, sonríe antes de lanzarme una de esas frases enigmáticas del argot cubano que nunca sé si es admirativa o una interrogante: “¡Imagínate!”

Ese imagínate, como el ya tú sabes o el no es fácil suponen por su vaguedad algo indefinido que yo siempre he querido asociarlo a la censura, al miedo asumido de criticar a la dictadura. O quizás exagero. Y no es miedo. Es una maniobra cómoda para no nombrar, más bien para no definir, porque si hay un lugar indefinido en la tierra, ese es Cuba.

Llega mi turno de responder y le aclaro el país donde vivo ahora: en Miami no, en Francia. No escucho el resto, observo, busco en el recuerdo.

Ángel era bueno en física, tan bueno que era el monitor del aula. Por alguna razón lo veo aún empapado en sudor con el uniforme mostaza de la secundaria, revisándome la tarea de física, o frente a su casa de madera, en la punta de una colina pedregosa de una calle sin asfaltar del Reparto Camacho. Pero estudió Filosofía Marxista Ángel, le pidieron ese esfuerzo a su vocación en nombre de la revolución, y ahora trabaja en una estación casi cerrada por el paso inexistente de trenes por sus vías.

Parece feliz o resignado Ángel, algo que aquí es la única manera de no enloquecer de monotonía, supongo yo. Aunque sé que es injusto esta manera mía de atribuirle a otros las angustias que provocaron un día mi fuga. Las mismas que ahora, del otro lado, con pasaporte francés de repuesto en el otro bolsillo, regresan de vez en cuando. Sólo de vez en cuando, porque si no hay contratiempos me vuelvo a escapar en unos días.

La manera en que me mira Ángel y su mujer (no el niño que me ignora, lo cual se comprende: no tengo una atractiva indumentaria de turista adinerado, ando en short y sandalias) es la misma de casi todos los que me miran desde que he vuelto, y no estaría dispuesta esa manera de mirar a escuchar lo que me gustaría contarles de mi exilio.

Ángel y su mujer, desde su precaria comodidad del que eligió quedarse, quisieran oírme hablar de viajes, de recompensas, de la procreación feliz de mi estirpe en otros niños ya franceses, de lugares y placeres a los que ellos han renunciado ante la realidad que los separa del mundo, es decir, de esa encarnación del mundo que en estos cinco minutos debo ser yo. Digo entonces lo que debo decir. Cuento cualquier cosa, menciono a mis hijos, y no sé cuántas boberías sobre las secuelas del último invierno, y menciono, claro, lejanas ciudades de paso para ellos invisibles.

Pero lo que me gustaría contarle a Ángel y a muchos otros, es lo que ignora él en medio de esa abulia de siglos que no interrumpe ni el paso de los trenes. Lo que completa en apariencia su felicidad: no conocerá nunca las angustias del exilio; un cielo gris durante meses, el desamparo de buscar en otro idioma una palabra, aquella noche de navidad de 2003 en un abandonado apartamento sin muebles donde brindé conmigo mismo los cinco años sin poder volver a Cuba.

(Conoce otras zozobras, es verdad, Ángel. Hay que ser justo. Pero esas ya no son zozobras para él –hablar con cuidado si critica al gobierno, la falta de agua caliente en la ducha, un perfume Chanel que le gustaría regarle a su esposa y que quizás ha visto en revistas que no circulan fácilmente en Cuba- sino carencias que de tan normales se han convertido en aceptadas costumbres de todos los días).

En medio de mis angustias de exilado, en cierta medida yo envidiaba una vida aburrida, incolora y sin historia, en una adormecida ciudad de provincias de una isla que flota con relojes diferentes al del resto del universo. Soy yo quien ha llegado a envidiar por miedo la vida de Ángel. La desidia protege, y me hubiera salvado de tantas calamidades en lugares que antes sólo conocía de las películas vistas en uno de los cuatro cines de la ciudad.

Me conmueve este Ángel que yo pude haber sido: obediente y sin sobresaltos. Tratando de explicarme por qué conserva un lugar en mi memoria, me doy cuenta que mi indolencia lo ha dejado tranquilo en el recuerdo ahí, en la misma ciudad donde termina en paz la vida de mi madre.

Lo veo alejarse por la acera estrecha de la calle Independencia de la mano de su hijo y de su esposa, bajando hacia el monumento al tren blindado y el antiguo Hospital Psiquiátrico después de atravesar el Puente de la Cruz. Sé lo que hará Ángel en unos minutos y esta tarde y mañana y, me temo, el resto de su vida. Caminará de vuelta un rato bajo el sol, pasará a pie la línea del ferrocarril hasta el desvío de la carretera de Malezas, y subirá a la colina empedrada donde vive todavía.

Hasta puede que el lunes, al volver a su oficina de la estación abandonada, oiga la sirena de una locomotora y vea pasar el único tren que viene de La Habana y lleva viajeros a Santiago de Cuba. Estoy seguro que contará a otros jugadores de dominó del barrio y a sus colegas de trabajo, que ha visto el domingo a un amigo de infancia que ahora vive en Francia, y anda de viaje, de turista, feliz, por ahí, por el mundo.

Foto: Boulevard de Santa Clara: http://www.flickr.com/photos/14020964@N02/6776005165/

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25 août 2013 7 25 /08 /août /2013 14:48

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        Mi travesía nocturna en un barco de pasajeros por la bahía de Cienfuegos me hizo recordar con estupor, el día y el momento en que fui nombrado asesor literario de la central nuclear. Fue una mañana de septiembre de 1987, cerca de la estatua de Martí y del parque que lleva su nombre, en la sede del Ministerio de Cultura de Cienfuegos.

            Yo había acabado de terminar mis estudios de filología en la Universidad Central de Santa Clara y, al ser el primero de mi promoción, me enviaron obligado (en Cuba se le llama “servicio social” a esa orden) a trabajar  a orillas del mar. Fue un error, no es en Cienfuegos donde usted va a trabajar, me dijo la jefa de personal del ministerio, sino en la ciudad nuclear. ¿Dónde? Yo creía haber oído mal. En la CEN, chico, en la CEN…replicó ella, que perdió su paciencia cuando le pregunté (tan mal que llevo siempre eso de las siglas), si se trataba de un centro de investigaciones literarias:

-Díganle a este muchacho dónde se coge el barco pa’ir pa’la candela esa, gritó desesperada a otras personas que escuchaban la conversación a nuestro lado.

Como se sabe, el único problema de la única central nuclear cubana es que nunca ha existido. El resto sí. Quiero decir que sobreviven las ruinas de lo que fue el proyecto. Antes que anochezca son todavía visibles desde el bello malecón de la bahía de Cienfuegos: en lontananza, y por donde un día pasara una carabela de Colón, se puede distinguir la sombra del esqueleto del reactor oxidado junto al mar.

Caminando como un turista por el malecón cienfueguero, elegante remedo del habanero, veo aparecer ante mí la susodicha silueta del reactor, y me paro en el acto a mostrársela como prueba a G., que lleva tiempo, la pobre, soportando el recuento de mis años de pesadillas nucleares.

Y se me ocurre, en un gesto masoquista que todavía no entiendo, que debo volver de incógnito a ese sitio para ver en qué se ha convertido. Eso sí, esperaré que G. regrese a París, pienso, porque si le propongo que me acompañe es capaz de amarme un decente escándalo a la francesa: A ese lugar vas tú solo y después me cuentas, d’accord?, hubiera dicho.

(Por cierto, los franceses que oyen mis cuentos sobre mi vida en una central nuclear cubana enseguida temen que yo pueda estar contaminado como un sobreviviente de Chernóbil. Yo alargo y alargo mi cuento para verlos alejarse con disimulo en sus butacas de mi contacto, hasta que, al decirles al final de la anécdota que nunca funcionó nuestro solitario reactor, los siento respirar aliviados y sonreír a coro con higiénica tranquilidad).

Al llegar al muelle del pintoresco pueblo de pescadores me indicaron donde estaba la ciudad nuclear.  Supuse lo que después se confirmaría: el olor del mar y de peces tostados sobre los arrecifes serían un refugio para soportar mi obligatoria misión. Se pasaba a un costado del Castillo de Jagua (entonces abandonado a la hierba y a las penumbras como el de Kafka), y se marchaba unos cuantos minutos por un terraplén si se quería llegar más rápido. Aparecía así al caminante, de golpe y detrás de espinosos marabús; la ciudad: un monolítico grupo de edificios de prefabricados alineados sobre un promontorio.

Tocando de puerta en puerta y preguntando, con mi maleta a cuestas, me recibió Julio César, el director de la Brigada Artística 3er Congreso del Partido: así se llamaba el grupo en el cual yo fungiría como asesor literario. La llamada Brigada Artística era un conjunto de actores y músicos recién graduados de escuelas de arte que tenía como misión servir de bufones a la hora del almuerzo de los soviéticos, los ingenieros e incluso, de los obreros casi todos orientales que trabajaban en las obras. El grupo iba al mediodía a los comedores obreros o al restaurante de ingenieros rusos, cantaba canciones de la trova, o representaba algún sketch, para aligerar las digestiones.

A su vez, tratando de no hacer todo el tiempo el ridículo, los artistas fungían de profesores y formaban por las noches grupos de aficionados con la esperanza de ambientar aquel páramo de bloques grises y empolvados pedregales, donde pululaban miles de zombis culpables de un error desconocido, pero con fecha de vencimiento: al cabo de 2 años podíamos salir echando de allí para siempre.

Para el alivio de mi supervivencia existía ya un taller literario cuyo nombre me encantaba. “Ana Frank” se llamaba. Al parecer ese nombre había sido una tímida tentativa subversiva de alguien que ya había tenido el derecho de volver a La Habana. Eso me contaron Pascual y Rodolfo, dos tipos que parecían haberse leído todo, y que trataron de trajinarme al principio como el recién graduado a la vez académico y desorientado que pensaban (con cierta razón) que yo era.

-¿Qué has leído de Milán Kundera? ¿Y de Vargas Llosa?, me lanzaron como prueba de admisión a su cenáculo. Y ante mis titubeos me desafiaron a cumplir uno de los ejercicios intelectuales más exaltantes que he conocido: leer un libro por día.

Cada miembro de la Brigada fue conmigo de una extrema generosidad, justo es reconocerlo, y  sus consejos ayudaron mucho a mi adaptación a aquel lugar. Por ejemplo, Lázaro, el guitarrista (que ahora triunfa en un show de la televisión de Miami), me aseguró que el castigo de estar allí se atenuaba con el consuelo de una promiscuidad desaforada. Para empezar, me dijo, te voy a presentar a las empleadas que hacen striptease  por cinco pesos. Otros me mostraron la segunda compensación de aquel lugar: poder pasarse el día escondido el trabajo en clandestinas playas nudistas. En realidad este placer parecía una variación del anterior, pero pasado por aguas transgresoras.

Yo, fingiendo un dinamismo que nunca me ha caracterizado, me apresuré a hacer un boletín que se llamaba así: “Ana Frank”: Suplemento Literario de la Central Nuclear. (Si alguien conoce de otro ejemplo parecido en la historia literaria, que me lo diga, porque todavía hoy en día yo vivo orgulloso de ser en eso un fundador universal). Fue todo un éxito, por cierto, el suplemento. Como lo distribuíamos gratis por la ciudad, de todas partes fluían técnicos de soldadura, enfermeras, traductores, plomeros, empleadas del círculo infantil, choferes de guagua, camareros de la heladería Coppelita, etc, que escribían cuentos y poemas a escondidas y querían dejar de ser inéditos.

A otros colaboradores fui a buscarlos yo mismo. Me decían de alguien que se inspiraba en solitario y allá yo iba. Así fue como pasé a máquina uno de los cuentos fantásticos más extravagantes jamás escrito por un cubano: “El hombre que quería subir al cielo” de Rogelio Riverón (el actual director de la editorial Letras Cubanas), ganador del premio nacional de talleres literarios otorgado por Rafael Alcides.

-Leer ese cuento aquí en la central nuclear ayuda cantidad, me dijo una vez con un suspiro Anabel, una arquitecta graduada de la CUJAE. Chico, eso es una metáfora del deseo colectivo de todos los que estamos apresados aquí…¿no te das cuenta?

Darme cuenta poco a poco de la dañina desolación de aquella aldea, me incitó a programar, con más deseos de provocar que de consolarme, una semana de cine independiente. En medio de un debate que siguió a la primera proyección se escucharon los ruidos de sirenas desde la calle. Era la policía. Se llevaron presos y de vuelta a La Habana a los artistas invitados. A mí me convocaron a una reunión. Y me ordenaron largarme de allí por tener, dijeron, problemas ideológicos. Aterrado, les pedí con un susurro una explicación semántica de aquella imputación.

-Tú te atreviste a pasar esas películas raras aquí en una obra de choque de la revolución, y como si no fuera poco, has puesto unos poemas de la María Elena Cruz Varela esa en tu boletín literario. Hace tiempo que nos tienes ya cansados con tus gusanerías y tu pelo largo…

II

Pregunto el horario actual de los barcos en el muelle y me alegra que haya algunos turistas despistados que quieran atravesar conmigo la bahía hasta el pueblo del Jagua. He preferido ir al atardecer.  Eso sí, me informo sobre el último barco de regreso para no quedar atrapado. Pasamos Cayo Carenas donde antes veraneaban opulentos burgueses cienfuegueros y ahora sobreviven de la pesca unas 30 personas. Al saltar al muelle del pueblo, protegido del golpe del barco por huecas gomas de camión, reconozco los dos almendros del minúsculo parque donde tantas tardes me senté a esperar respirando el salitre y el olor de escamas calcinadas. Contrario a lo imaginado en mis pesadillas, todo el poblado aparece ante mí recién pintado y reluciente.

- Están restaurando el Castillo de Jagua, pero el reactor nuclear lo han dejado abandonado a los hierbazales y las vacas, me explica un hombre ya mayor que se abanica con un cartón sentado no lejos de la entrada de la fortaleza. Y usted ¿de dónde viene, señor?

Me asomo al interior castillo hasta donde me lo permite una palizada que lo protege de los curiosos. Todo parece a la vez pulcro y en vías de alcanzar el orden requerido para mostrarlo a turistas. Nada que ver los dos cañones refulgentes de la entrada y las rocas calizas pulidas de las almenas, con la herrumbre, los charcos del aljibe,  y las zarzas entre las que buscaba por las tardes un lugar donde  leer y escribir al abrigo del sol y de intrusos.

Yo escribía en aquella época con un frenesí terapéutico y soñaba con poder ganar un día el Premio David de poesía, que entonces era lo máximo en la farándula ilustrada de la isla. Ya en mi época de estudiante había visto pasar con melenas y alpargatas a los entonces iconoclastas poetas de Santa Clara que poco después figuraban en la lista de antologías y revistas. Al menos como carta de presentación para conquistar muchachas aquello era infalible, lo había comprobado con muchos de los premiados que ni eran lindos ni escribían nada extraordinario, pero después de los premios tenían novias esplendorosas, la verdad. En todo caso mi insistencia estaba dando sus frutos y de seguir a ese ritmo, acompañado la vez de un desamparo existencial y de librescas amistades, pronto tendría listo mi poemario escrito entre la ciudad nuclear y una fortaleza colonial abandonada.

Las peñas literarias que cada jueves reunía a los condenados culturosos de aquel manicomio también eran un éxito rotundo. Eufóricos por oír poemas, monólogos, escuchar trovadores, o ver a las bailarinas de nuestra brigada hacer coreografías en trusa, el público se sentaba a aplaudir con delirio y a cantar, al tiempo que se distribuía un té que los los bolos (denominación de los rusos en Cuba), en un gesto solidario, nos habían dejado comprar en las selectas tiendas en divisas de la ciudad a la que sólo ellos tenían acceso.

Porque la geometría de la ciudad era muy sectaria, por cierto. De un lado (en un suburbio alejado que llamaban “La Loma”) vivían los obreros. En la ciudad, los rusos y los ingenieros cubanos. Pero a los rusos les estaba reservado el sector más elegante de la ciudad: disponían de un anfiteatro gigantesco, de un mercado de frutas y hortalizas, y de una tienda refrigerada donde se podía encontrar de todo.

Me detengo ante una mole de cemento que resurge detrás de una cuesta y trato de reconocer esos mismos lugares 23 años después. Me sorprende, por haberlas olvidado, la altura de dos torres de apartamentos que en la época estaban reservados a una élite de dirigentes. Y me dejo llevar por calles que como entonces siguen solitarias y alumbradas a medias: de un golpe (como ocurre en el trópico) cae la noche, y se oyen a mi lado el chirrido de los grillos, los silbidos de cigalas, y el revolotear de otros insectos. El ruido de mis sandalias sudadas alterna con el susurro molesto de esos aleteos en mis oídos que, por suerte, apagan a veces ráfagas de la brisa que viene del mar.

A estas alturas me doy cuenta que no podré ir hasta el reactor nuclear, olvidado a unos cinco kilómetros de aquí. Subo la cuesta para llegar a la calle principal. A ambos lados se despliegan las dos hileras de edificios con tanques de fibrocemento como coronas donde se almacena el agua potable, y que han tratado de conservar colores desteñidos tal vez por la lluvia, el sol, el salitre, y sobre todo el olvido.

Escucho voces que alternan con el zumbido de insectos y salen, como las  intermitentes luces de un pálido neón, por orificios que supongo son las ventanas y balcones de los apartamentos. La sensación de estar a la vez en un lugar fantasmagórico y habitado por seres que se esconden detrás de las paredes descoloridas a la espera de algo, me produce una zozobra que crece a medida que camino sin dirección precisa por el centro de la calle.

No sé si me lo pregunto, para convencerme que fue cierto, o si me lo confirmo como repetición de algo que me parece alucinante: “Aquí pasaste tú 3 años de tu vida”, digo en alta voz.

Por temor a un traspié no me alejo más allá del límite de las calles asfaltadas. Desorientado por el tiempo que llevo dando vueltas, busco a quién preguntarle por el sitio exacto donde estaban los apartamentos de la Brigada Artística y que ahora no encuentro. Es entonces que veo venir a un niño. Está en short y sin camisa. Camina dando saltos y tarareando algo que no entiendo:

-Robeisy va a llegar esta noche con el oro de Londres. Eso va diciendo el niño a quien de tan apresurado, no tengo tiempo de preguntarle algo al pasar por mi lado. Robeisy va a llegar esta noche con el oro de Londres, repite sin cesar…Robeisy…

Creo haber oído mal. Por el nombre incomprensible que menciona, por lo del oro, por lo de un Londres mencionado aquí, en esta tierra baldía que ni siquiera posee un gentilicio para sus descendientes. Me quedo otra vez solo y a tientas vuelvo sobre mis pasos para no perderme porque, contrario a lo que pensaba, no me ubico bien ni logro encontrar lugares que fueron importantes para mí y ahora están convertidos, imagino, en oficinas, o almacenes, o al abandono, como el reactor.

Veo mi sombra en el asfalto agrietado, pero no es el sol sino una luna llena quien la deforma a mi lado.

Es entonces que se produce el estruendo. Como impulsados por un mandato colectivo, salen de los apartamentos turbas de personas que gritan algo incomprensible, al tiempo que levantan los brazos, suenan cacerolas, se abrazan y se besan, aplauden; trata cada uno, como sus vecinos, de hacer el mayor ruido posible. La algarabía se propaga. Descienden de los apartamentos uno, dos, decenas de enjambres de grupos en short y chancletas, muchos sin camisas, semidesnudos, y todos vociferando algo que supongo provoca la improvisada manifestación de júbilo. Porque de eso se trata: de un repentino y desordenado alboroto festivo.

Escucho de nuevo  las sirenas en este lugar, como aquella tarde en que las imágenes de un cortometraje en una pantalla improvisada fueron cortadas de un golpe por decenas de uniformes, y la llegada de una patrulla en un jeep militar soviético. Corre con gran desorden el hervidero de alocados por la calle principal en la que estoy. Al parecer van en dirección a la entrada de la ciudad que se ilumina de fuegos artificiales. Alguien vocea con una bocina en la mano desde la altura de un poste eléctrico de cemento. Todos saltan, gesticulan, braman a la manera del preámbulo de una ceremonia ritual. Y, como si fuera poco, se propagan por altavoces que se activan los acordes de un reguetón que incita a la multitud a comenzar una danza desaforada al mismo tiempo que caminan hacia lo que supongo es el punto de reunión.

Me atrapa la marea de la procesión y en medio de los golpes a cazuelas, cubos, machetes y guatacas, del claxon de la sirena que no se apaga y alterna con voladores y el reguetón, logro preguntarle a una muchacha qué ocurre. (El minúsculo short que deja ver la punta de sus nalgas me distrae un momento del jolgorio haciéndome recordar las tórridas aventuras sexuales de mi época de asesor literario y editor de escritores aficionados). La muchacha me repite, mirándome con extrañeza de arriba abajo, como el viejo caluroso del castillo de Jagua, lo mismo que el niño. Un boxeador de aquí, compañero, que ganó el oro en la Olimpiada de Londres hace unos días, Robeisy Ramírez se llama, añade más bien molesta cuando insisto, ya llega, lo recibimos…y usted ¿de dónde viene?, ¿de dónde salió usted, compañero?

Me doy cuenta que no tiene sentido quedarme más tiempo en este lugar. Me deslizo con dificultad en medio de un grupo que al percatarse de mi presencia, me examina con una mezcla de sorpresa y de desconfianza en sus miradas. Busco uno de esos senderos torcidos y pedregosos que conozco y que permiten ganar tiempo en la vuelta al poblado de Jagua. Pero ya la masa de gente ha crecido tanto que me arrastra con empujones al tiempo que bloquea las salidas de la calle a los marabuzales.

Tratando de encontrar una fisura entre los tumultos agitados, me doy cuenta que me acerco por inercia a la entrada de la ciudad, de donde podré liberarme y correr al castillo. Llegar a esa fortaleza colonial es mi salvación de las hordas de la ciudad nuclear. Sobre todo a estas horas en que se prepara a zarpar el último barco nocturno que atraviesa la bahía hacia Cienfuegos.

En eso estoy cuando la proyección de dos inmensos faros de un jeep soviético al centro del cual viaja, de pie, un muchacho con cara de resignación, envuelto en una bandera cubana y con algo que debe ser una medalla colgada al cuello; me da en pleno rostro y me encandila. Al ver la multitud al repentino ídolo local, el ruido llega a su apogeo porque el jeep soviético se une solidario al estrépito accionando sus cláxones, y la turba que lo rodea reacciona gritando desafinada: ¡ Robeisy campeón!, ¡ Robeisy  campeón!, ¡ Robeisy campeón!

 La escena se eterniza ante mis ojos porque durante unos minutos no hay escapatoria posible del epicentro de la muchedumbre. Ya me consuelo a soportar los alaridos en honor del púgil local, cuando llega a su colmo mi desamparo al oír a escasos metros otro grito que desentona con el canto a la gloria boxística:

-Ese es el poeta, el que votaron de aquí hace tiempo, dicen que se fue pa’fuera…¡Ataja!

El grito viene de un grotesco perfil que al acercarse se convierte en un brilloso rostro ovalado, sin dientes, y rematado por un pañuelo de flores que trata de cubrir sin éxito unos rolos de cartón humedecidos quién sabe si por el sudor. A la mujer se une un hombre que supongo es su marido y después otros enardecidos colaboradores. Y la persecución comienza. Porque aprovechando un espacio libre detrás del jeep soviético del gladiador londinense, empujo y salgo a correr loma abajo entre las zarzas y los guijarros. Siento las lascas de las piedras penetrar por las suelas de mis sandalias, las espinas de marabú rozar mis brazos y agujerear mi camisa, al tiempo que mi bolso trota y salta conmigo sobre mi espalda, y el jadeo se corta con el aire del salitre que viene del embarcadero y  entra con su sabor amargo por la nariz y la boca seca.

Por suerte o por desgracia el pueblo de pescadores tiene todas sus luces encendidas. Parte del Castillo de Jagua, gracias a unas bombillas, muestra también al cielo estrellado y a la luna llena sus murallas recién aderezadas. Atravieso el parque de la casona de madera que linda con el castillo, sigo a toda velocidad ante la mirada asombrada del mismo viejo que no deja de abanicarse con un cartón y me hace un gesto, no sé de adiós o de saludo, cuando escucho el silbido del barco que previene a los viajeros atrasados de su eventual partida antes de soltar sus amarras. Salto. Sin dudarlo salto desde el muelle y caigo en la cubierta con ayuda de unos adolescentes que ante el desconcierto tienden, por suerte, a darme una mano para que no caiga al mar.

Me vuelvo un momento a mirar al muelle. La luz de una farola alumbra la silueta de la mujer ahora sin el pañuelo, exhibiendo los cilindros de los rolos atados a su cabeza, en short y descalza, haciendo gestos desesperados por retener al barco mientras, supongo, grita algo que apagan las olas y la brisa.

Miro entonces desde la cubierta más allá, por encima del puente levadizo y la torre del Castillo del Jagua, y se ve iluminada -se diría por una hoguera gigante que parpadea- la ciudad nuclear. Más lejos, sin embargo, y a pesar de fijar bien la vista bajo una radiante luna llena, ninguna sombra ovalada se percibe en la noche de los escombros de concreto del reactor que nunca llegó a funcionar. 

Foto tomada de Facebook: Ciudad nuclear

Publicado en: http://www.penultimosdias.com/2013/08/23/diario-de-un-poeta-en-la-central-nuclear/

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18 août 2013 7 18 /08 /août /2013 08:12

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          Hace 20 años, por estos días, murió en París el escritor cubano Severo Sarduy. Nadie como Sarduy ha insistido tanto en proclamarse heredero directo de José Lezama Lima. “El heredero soy yo”, imagino que gritaba Severo en los cafés de Saint Germain, desde que leyó la novela Paradiso, al parecer, poco antes de terminar su De donde son los cantantes.

Es cierto que en una carta fechada en París en 1963 Sarduy le pregunta a Lezama por la futura publicación de su novela de la cual había leído aislados capítulos publicados. Pero su incisiva declaración de discípulo a maestro (que comenta con sorna Lorenzo García Vega en el capítulo “De dónde son los Severos” de Los años de Orígenes) no sólo no pareció ser recíproca, sino que con el paso del tiempo sugiere varias interrogantes y, por supuesto, obliga a hacer un balance sobre  la posteridad de la obra del propio Sarduy.

Como a los historiadores, profesores y público en general les gustan las cifras redondas (Sarduy adoraba la charada china a la cubana), el 20 incita al homenaje, y, dentro de éste, a una pregunta espinosa. Realmente espinosa: ¿qué queda en la actualidad de la obra sarduyana?

 Insisto. Teniendo en cuenta que, hasta donde se sepa, nadie ha corrido a proclamarse sucesor legítimo del camagüeyano, cabe preguntarse ¿dónde están las huellas de una posible herencia de Sarduy en la literatura cubana?

El catedrático Roberto González Echevarría, tal vez el más importante especialista de Sarduy y amigo íntimo del escritor, una vez más se adelantaba a otros críticos cuando escribía en mayo de 2012 en la revista mexicana Nexos lo siguiente:

En 2013 se cumplirán veinte años de la muerte de Severo Sarduy. Es hora de empezar a hacer un balance del valor de su obra, que ha caído en el olvido; de preguntarse qué va a quedar de ella en las antologías e historias rigurosas de la literatura latinoamericana y hasta occidental.

Con motivo de un coloquio dedicado al escritor y organizado en París hace unos días, el historiador Rafael Rojas se propuso, precisamente, responder a esta misma pregunta y, el 29 de junio, volvió sobre el tema en un artículo publicado en El País, yendo, a mi parecer, aún más lejos al insinuar, en el título (“Después de Sarduy”) que la obra de Sarduy marca un hito en la cultura insular.

Algo que pudiera parecer contradictorio, como se verá, si tenemos en cuenta que en el texto leído en París, Rojas llegaba a la conclusión (como la inmensa mayoría de los participantes) que poco o nada sobrevive actualmente como legado estético de Sarduy tanto en la literatura cubana como en la literatura de la lengua española en general.

Durante la lectura en París de su ensayo “La escuela de Sarduy. Apuntes sobre una tradición interrumpida”, Rojas nombró momentos a las raras apariciones de algún que otro signo sarduyano en los libros de autores cubanos. La intermitencia de sus prácticas parece ser la causa de esta denominación temporal de Rojas.

Me parece que se trata más bien de gestos de reconocimiento de ciertas deudas estéticas, o de homenaje a un escritor exótico por varias razones: por la audacia (ahora caduca) de sus experimentaciones formales,  el símbolo del ansiado triunfo en el mundillo literario parisino, y también por su mítico carisma personal.  Gestos muchas veces de exhibición de lecturas más bien elitistas en La Habana, si tenemos en cuenta la restringida circulación de sus libros entre los intelectuales cubanos de la isla.

Con su lucidez acostumbrada Rojas se rinde a la evidencia y tanto al final de su artículo en El país (el después “ya llegó y debe ser mirado de frente”, escribe) como en su ensayo de París, se limita a citar nombres de autores y libros que en algún momento integran ambientes, personajes y situaciones propias del universo literario de Sarduy. Entre ellos, Jorge Ferrer, Gerardo Fernández Fe y Pedro de Jesús, los tres que personalmente más me convencen de la validez de un intencional gesto paródico.

Pero, ¿a qué se considera un legado de Sarduy?, ¿cuáles son los aspectos supuestamente canónicos de su escritura que sugieren a Rojas (y a muchos otros) un antes y un después de este escritor en los estantes de la literatura cubana? Quizás las respuestas a estas preguntas nos expliquen las causas del sereno descanso en el olvido con que goza ahora la obra de Sarduy.

Cuando se habla de Sarduy se menciona enseguida al neobarroco, su manera, digamos, de tomar sus distancias con Carpentier, convencer de su inesperada afiliación con Lezama, y justificar teóricamente una sucesión de novelas a primera vista ilegibles para un lector, digamos, moderno.

Como se sabe, en un primer momento Sarduy se propone desmontar la visión unitaria de lo cubano, aunque para que se entienda esto (y en un gesto que se le agradece), coloca al final de  su libro De donde son los cantantes una nota explicativa que se puede resumir así: se debe considerar a lo cubano como una superposición de diversas culturas en la cual la china debe tenerse en cuenta junto a la española y la africana.

Es decir que si ciertos pasajes de la literatura cubana se han identificado con el indigenismo, el tojosismo, el siboneísmo, el negrismo, y otros muchos ismos, corresponde a Sarduy la fundación de algo que podría llamarse el chinismo o el asiatismo insular. No hay que olvidar que en en su célébre ensayo de 1939 Los factores humanos de la cubanidad, Fernando Ortiz aclara que “el influjo asiático no es notable fuera del caso individual” en la cultura cubana.

Sarduy, que al igual que Miguel Barnet (autoproclamado discípulo de Fernando Ortiz) excluye por omisión cualquier trazo indígena en la fundación de lo cubano, de cierta manera dialoga entonces con la tesis de Biografía de un cimarrón, y echa mano después al cocinero chino Luis Leng de Paradiso para prolongar el deambular de sus personajes por el Oriente asiático, no el cubano de donde vienen los cantantes…

Dicho sea de paso, en esos silogismos etnológicos, y contrario a lo que acostumbra a martillar la crítica, Severo no está para nada distante de los cuestionamientos de muchos escritores del boom latinoamericano al cual él declaraba no querer pertenecer. Por otra parte, incluirlo como paradigma en una clasificación histórica de las letras cubanas por sus dosis de representatividad psicosocial, repite la estéril exigencia de formar el equipo nacional de nuestra literatura a partir las virtudes que el libro tenga en términos de identidad patria.

En realidad la aparición de Paradiso en 1966 le da a Sarduy la oportunidad de proclamar  un maître à penser y de presentar sus cartas teóricas credenciales en “El barroco y neobarroco”, un artículo publicado en 1972 en el libro colectivo América en su literatura editado en México por César Fernández Moreno. De un golpe Sarduy declara una honorable filiación patria, y por otro se adueña de una noción utilizada, parece ser, por primera vez en 1951 por Gillo Dorfles en un libro sobre la arquitectura de Niemeyer…

El resto ya se sabe. Sarduy, tomado de la mano del estructuralismo francés que hacía furor en la época y del psicoanálisis versión gala de Lacan, se dio a la tarea de, decía, tomar distancia de lo cubano para mejor universalizarlo.  “El máximo de distanciación es el mío”, llegó a sentenciar Sarduy al compararse con Virgilio Piñera y Lezama Lima, en una entrevista concedida en 1986 a Jacobo Machover.

De ese splits mental tomado de las eras imaginarias de Lezama, salen novelas como Cobra y Maitreya que se ubican en las nieves tibetanas. Este orientalismo de Sarduy, que ha sido objeto de burla incluso de amigos que lo estimaban como persona entrañable que era (“Llegó hasta inventarse un antepasado chino inexistente en su afán de satisfacer la expectativa de sus amigos intelectuales”, ha dicho el pintor Ramón Alejandro en una entrevista a la revista La Habana Elegante, “es la suya una India de pacotilla, descodificada de textos ajenos que, aun en su ‘realidad’ textual no dejan de leerse como de segunda mano”, escribiría el crítico Emir Rodríguez Monegal), no resiste el paso del tiempo por inauténtico; se apoya en lecturas y en dos o tres viajes de fascinado turista que lo hacen más un Pierre Loti de nuestras letras que una Marguerite Yourcenar.

La legítima ambición de Sarduy de renovar la ranciedad formal de la escritura literaria cubana, coincide con su vida en Francia y el contacto con la élite literaria de la época, satisfecha a su vez de contar con un receptivo y talentoso discípulo venido de una isla a la que Jean Paul Sartre, a principios de los 60,  había vuelto a colocar en el mapa intelectual de París. Lo cierto es que el Oriente fue para esta élite intelectual que rodeaba a Sarduy uno de sus horizontes culturales  preferidos, entre otras cosas, por las peregrinaciones que hacían para ir a rendir culto a la China de Mao.

Mención aparte para el lenguaje de Sarduy que él quiso integrar a su búsqueda ontológica de lo cubano. La supuesta libertad del significante que propugna el estructuralismo a partir de los estudios de Ferdinand de Saussure, le permiten a Sarduy desarrollar su tesis de un barroco basado en el exceso de artificio. Para decirlo con otras palabras: en superponer estratos de discursos sin aparente coherencia, en describir y detallar hasta la fatiga y la paciencia ajena, en remplazar la descripción y la naturaleza por collages de cuadros, en hacer deambular personajes sin vínculos dramáticos entre sí ni orígenes precisos, en ignorar, resumamos, las convenciones que podrían ayudar al lector a reconocer o a identificarse con el texto.

El resultado ahora uno lo obtiene abriendo por cualquier página sus novelas. La representatividad de lo cubano puede perderse en refranes o frases que al presentarse fuera de contexto pierden a un lector no relacionado con el habla cubana. (Dato curioso: Sarduy es capaz de escribir, por ejemplo, que Caibarién “es una pequeña localidad minera” y confesar que no sabe si está en Matanzas o en Las Villas). Un habla, por supuesto, que resulta arcaica no sólo ahora por razones temporales, sino desde siempre: la visión y contacto con Cuba (con su lenguaje) no puede evitar estas construcciones distanciadas.

Quizás lo anterior explique porque se sigue leyendo con regocijo a Tres tristes tigres y difícilmente se pueda uno asombrar o reír con Auxilio y Socorro, los cambios de sexo de Cobra o las tribulaciones de las mellizas Las Tremendas…Faltan vivencias en esas escrituras porque están fundadas en un gesto intelectivo que se agota una vez descifrado, repito.

Mención aparte para el cóctel de cientifismo con el cual Sarduy apuntala sus graciosas digresiones teóricas en las cuales bailan Kepler y Góngora, el camuflaje de las mariposas y el travestismo humano, etc. Sin contar, en el plano literario, la descabellada comparación entre Carlo Emilio Gadda (a quien Sarduy conoce por el prólogo de François Wahl a la edición de Seuil) y Lezama: “Creo habérselo dicho ya en una carta anterior”, se molesta Lezama por la comparación, antes de resumir las diferencias entre Gadda y él: “El saber asuntos policiales o de puro juego banal amplía su hipertrofia verbal. Mi lenguaje actúa sobre el espacio y busca las interrogaciones esenciales”, concluye.

Al cabo de veinte años, la intrascendencia de la obra de Sarduy se puede explicar precisamente por el artificio de su imaginación. Quiero decir, que se trata de una literatura que se elimina a sí misma con sus propias armas: la apoteosis de la simulación, la proliferación de descripciones y ambientes artificiales, los simulacros de un lenguaje obligado a repetirse en aras de crear un sentido que por su levedad, insisto, desaparece después de la lectura.

Si en Carpentier, a pesar del dominio magistral de la lengua, subsiste una fatigosa racionalidad que subordina lo acontecido a la historia, y en Lezama las imágenes se fundan en asociaciones disparatadas que se expresan a través de un sujeto que él llama metafórico y en un lenguaje paradójicamente natural, la tentativa de Sarduy de representar lo cubano a través de una autónoma construcción lingüística y de la distanciación mencionada, termina por agotarse, incluso, una vez comprendido el mecanismo telqueliano que la sostiene.

O quizás a causa de eso: cuando uno (con enorme paciencia de soñoliento relojero) termina de seguir sus explicaciones para no considerarse un estúpido ante el desamparo que dejan a nuestra sensibilidad sus novelas…se acaba la película en vez de comenzar: el libro ha sido desmontado y el escritor parece sólo esperar que uno aplauda su ingenio.

El forzado espejeo termina por desinflar el texto de Sarduy y ese “paraíso de palabras” según su amigo Roland Barthes se nos cae definitivamente de las manos. Se puede argumentar que lo mismo sucede con muchas zonas de la literatura de Lezama, y es cierto. Pero lo infinito en Lezama comienza precisamente en el reconocimiento del arcaísmo, en la eliminación de toda interpretación racional, lo contrario de lo que sucede con los libros de Sarduy.

Lezama te advierte que no es posible que lo interpretes porque de nada vale. Además Lezama supo evitar las modas y los ismos, e imaginar su sistema de pensamiento asociando símbolos universales mientras que  Sarduy aprovechó con la mayor intensidad posible el pensamiento transitorio de una época.

Si se debe reconocer que “la era Lezama” pronosticada por Sarduy nunca hizo su definitiva aparición, no cabe dudas que habrá que sentarse a esperar por la de Sarduy que, en mi opinión, ya ha pasado, y nunca volverá.

Foto: Sara Facio

Publicado en: http://conexos.org/2013/08/12/3278/

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11 août 2013 7 11 /08 /août /2013 13:13

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Francia celebra por estos días un siglo de existencia de A la recherche du temps perdu de Marcel Proust. Se dedican estudios, conferencias, y homenajes a la aparición de la primera novela de la serie; Du côté de chez Swann, publicada finalmente por Grasset en 1913, tras la célebre indiferencia con que la habían ignorado Gallimard y un tal André Gide.

Tratando de ver lo publicado en Cuba en la misma fecha mientras leo a Fernando Ortiz, me doy cuenta que Entre cubanos. Psicología social, su cuarto libro, fue publicado en ese mismo 1913. Cada país, infiero, tiene en su momento los libros que merece, ¿no?

Ya el 1813 había sido un año importante para la historiografía cubana, Antonio José Valdés publicó su Historia de la isla de Cuba, en especial de La Habana, obra prevista para tener cuatro tomos pero que quedó inconclusa, como indica Bachiller y Morales en sus Apuntes para la historia de las letras y de la instrucción pública en la isla de Cuba.

(Bueno, una nación que espere los años 13 para festejar sus libros emblemáticos, me digo, no debe ser nada afortunada, la pobre).

Pero otro detalle además del año 13 emparentan al Marcel francés con el criollo Don Fernando: ambos libros se publicaron en París. Sí, el libro de Ortiz, una sincera perorata contra los desvíos de nuestro inmaduro espíritu nacional, se publicó en español en Francia, y no en La Habana ni en Madrid.

Un curioso colmo: ¡para regañar a sus compatriotas el célebre etnólogo tuve que recurrir a una editorial francesa!

Me llama la atención que casi siempre se ignora ese detalle en los recuentos. La razón se aclara cuando uno se entera que en esa época los españoles consideraban impuro al castellano de ultramar. Incluso la académica argentina Anna Gargatagli en un artículo titulado “Escenas de la traducción en la Argentina”, se refiere a una voluntad (por parte de la industria editorial española) de “desnacionalizar” a los países de América Latina para, añade, trasladarlos a un mundo imaginario llamado “el universo de la lengua”. En el mejor de los casos los españoles, publicaban, a regañadientes, textos con la prosa pasada por las aguas inquisitoriales (e industriales) de la Academia de Castilla, como criticaron en su momento Miguel de Unamuno, Antonio Machado y otros intelectuales.

Entre cubanos, artículos escritos entre 1907 y 1910 y publicados en la prensa cubana, fue editado por Ollendorf en París. Julio Le Riverand en su prólogo a la edición cubana de 1987, sintetiza así el tema principal del libro: “Entre cubanos constituye un intento de descubrir cuáles eran los obstáculos a la ‘modernización’ de Cuba”.

Si nos guiamos por el subtítulo de Psicología tropical, nos damos cuenta que se trata de una búsqueda y descripción de la manera de pensar y actuar de los cubanos y sus relaciones con las culturas occidentales más avanzadas que se citan como modelo.

            En una carta abierta a Unamuno, después de solidarizarse con el descontento del filósofo español por la miseria que este condena en los espíritus de la época, Ortiz describe lo predominante, según él, en el carácter de los cubanos:

[Los cubanos] Nos creemos ungidos por el Gran Espíritu (…)Pero van corriendo nuestros días y permanecemos a ras de tierra, sin que se fijen en nosotros los que pasan y saben dónde van, tras de su estrella. Y entonces comenzamos por envidiar el compañero, como si no hubiese lugar para todos en la cruzada de las ideas, y tratamos de herirlo a mansalva para que el laurel que él pueda ganarse en la lucha no lo reste de nuestra corona la veleidosa Fama (…) La pereza intelectual nos abotarga; desdeñamos a los maestros sin estudiarlos siquiera (…)

            Ortiz critica un “no saber adónde ir” que caracteriza lo que él califica como “la irresponsabilidad del pueblo cubano”. Esta falta de objetivo se remplaza por “la ley del menor esfuerzo” que a su vez se disminuye por el choteo (“vanidad nacional”, “desgracia criolla” o “la más implacable de las armas”) cualquier empresa ajena: “Toda nuestra psicología presente, por lo menos en sus aristas más agudas, puede condensarse en una máxima que está de continuo en boca de todos y que nos complacemos en repetir hasta la saciedad, quizás, porque comprendemos la amarga verdad que la filosofía popular encierra en ella: Entre cubanos no andamos con bobería”, escribe.

Más que la propia risa que desacraliza la autoridad, inquieta a Ortiz la jerarquía otorgada en la escala social a quienes alcanzan sus objetivos por la viveza de sus actos y no por sus méritos, por la picaresca de sus acciones y no por la cultura:

Ni importa, pues, en Cuba ser o no mentalmente civilizado; es preciso únicamente ser listo. En otros países, cuando se quiere apartar a un individuo de una senda distanciada de la que sigue la mayoría, se le dice: no seas ignorante; aquí le decimos: no seas bobo, porque la cultura no interviene absolutamente en el éxito de los triunfadores (…)

            Tiene que haber sufrido mucho nuestro joven Don Fernando en nuestra isla, me digo. Una buena parte de sus pesadumbres se originan en la rigidez de su formación académica que toma como paradigma las culturas y pueblos que él llama “robustos”. El hecho de partir de esta referencia y analizar el comportamiento social de los cubanos a escasos años de vida republicana, lleva a Ortiz a criticar severamente el provincianismo cultural de su pueblo que hace que no se conozca a Cuba en el mundo: “Y es que en Europa no se sabe ni quiénes somos, y casi ni en qué parte del mundo estamos situados”, escribe. Lo que él denomina “la ley psicológica del menor esfuerzo” también conspira contra el conocimiento de nosotros mismos como base para poder divulgar nuestra cultura en el mundo. Uno de los ejemplos que entonces cita: el desconocimiento de la religión y las costumbres afrocubanas (sólo quedaban 13000 africanos en Cuba en 1889) que, ya sabemos, será la base de la mayoría de sus reflexiones posteriores sobre la cultura nacional.

            Se aprecia sin embargo en este catálogo de calamidades espirituales tres aspectos que caracterizarán su discurso cívico: las críticas a la influencia dominante de las políticas norteamericanas, la necesidad de una implicación política de los ciudadanos y de una multiplicidad de partidos en la vida pública, y un tono, al final, de un nebuloso optimismo situado en un tiempo por venir: “El futuro edificio de la grandeza cubana”, que hay que construir, anota al reseñar y criticar uno de los libros más nihilistas de la historiografía cubana, Cuba y su evolución colonial de Figueras publicado en 1907.

            En este año 1913 en el cual ocurrieron acontecimientos trascendentales en la historia y la cultura cubanas (la elección  del presidente Menocal, la aparición de la revista Cuba contemporánea y del primer largometraje cubano de ficción Manuel García o el rey de los campos de Cuba de Enrique Díaz Quesada, entre otros hechos), el joven Ortiz esta sólo en los inicios de sus grandes teorías sobre la identidad cubana, pero ya pone el dedo en las llagas que limitan la prosperidad de una república que apenas comenzaba.

Un siglo después los franceses celebran la belleza y los hallazgos de la escritura de Proust (el más universal de todos: la memoria involuntaria como ejercicio de alcanzar por imágenes la infinitud del tiempo) como homenaje a la grandeza de su cultura.

No creo que, de nuestro lado, muchos aspectos de las reflexiones de Entre cubanos sobre nuestra forma de pensar hayan perdido actualidad. Aceptarlo con más honestidad que resignación, sería una prueba de madurez para la Cuba sin dictaduras que nos espera en algún sitio del futuro.

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3 août 2013 6 03 /08 /août /2013 23:40

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Durante los años noventa viajé en tren por toda Cuba en busca de libros que después vendía en dólares a turistas en la Plaza de Armas. Llevaba un bolso gigantesco de esos que en La Habana llamamos gusano, por la forma alargada que recuerda al animal, y la procedencia: vienen cargados de pacotilla desde Miami. El mío lo había heredado del último viaje de mi padre.

         -Te dejo esto que me trajeron de Miami, me dijo como si se tratara de legar un patrimonio, mientras se secaba el resbaloso sudor de su frente; no me hace falta para un viaje de ida sin regreso.

Las costuras del gusano heredado resistían (bajo el fogaje, las lluvias, los empujones y la suciedad de los trenes), el peso de diccionarios, enciclopedias, atlas, y todo tipo de libros que yo compraba en provincia, muy baratos, a familias desesperadas por comer, o por pagarse alguna visa, o una buena balsa que les permitiera fugarse allende los mares, como mi padre.

Me doy cuenta ahora, caminando por la calle Obispo, que mi memoria asocia los libros que tuve en Cuba con aquellos viajes de supervivencia en tren, y no con la nostalgia infantil de la evasión imaginaria hacia otros mundos. Por supuesto que existió esa época (cuando a los doce años mi padrastro Joaquín me construyó mi primera biblioteca) de lecturas de Julio Verne y Agatha Christie, pero los perniles de jamón y los quesos comprados de contrabando gracias a los libros hallados en provincia, tienen más consistencia en mi recuerdo que las tiernas imágenes juveniles.

Y fue con los dólares de la Plaza de Armas que me pagué mi viaje real a París. Un soleado día de primavera Eusebio Leal, el Historiador oficial de una ciudad en ruinas, y cuya parte colonial él ha reconstruido para los turistas con el dinero de la UNESCO, aceptó comprarme las Ordenanzas Reales de Castilla de 1779, recopiladas por un tal Alonso Díaz de Montalvo, y que yo había comprado en 5 dólares a un vendedor de maní de Santa Clara. El conocido Eusebio me ofreció 350 dólares: el dinero que faltaba para completar los gastos de mi partida a Francia.

En aquellos años de Período Especial salía de viaje varias veces al mes de la estación de trenes de La Habana. Además del gusano llevaba conmigo una lista de títulos de libros preciosos (por venderse caros) que con el tiempo aprendería de memoria: El libro de los ingenios, La Isla de Cuba Pintoresca (en los cuales aparecen grabados y litografías de los franceses Laplante y Miahlé), La guía de forasteros de la siempre fiel isla de Cuba, desde la primera de 1781 hasta cualquiera del siglo XIX, la Historia de Cuba de Pezuela, el Libro del capitolio, Los instrumentos de la música afrocubana de Fernando Ortiz, y mapas o colecciones que tuvieran pájaros o plantas ilustrados con láminas de época, entre otros muchos, sin contar, claro, la posibilidad de tropezarme un día de suerte con algún incunable.

Como se puede suponer, no sólo trocaba por comida libros que por el peso y las correas del gusano marcaban de moratones mis hombros sudorosos, sino que, además, al leerlos, no me ayudaban a evadirme hacia otras geografías. Eran libros que ilustraban para coleccionistas, curiosos o revendedores, la misma pintoresca isla que yo creía a la vez detestar y conocer de memoria.

La biblioteca se convirtió en mi fantasma. Las portadas de sus libros invisibles me despertaban como las picadas de mosquitos en medio de las madrugadas asfixiantes y sin electricidad. Me distraían durante el pedaleo bajo el sol de mi bicicleta china Forever en la que hacía todos los días el trayecto de ida y vuelta de Marianao a La Habana Vieja. Dar con la biblioteca y los títulos que se jactaban poseer los más prósperos libreros de la Plaza de Armas, me salvaría para siempre del hambre.

Hallar en cualquier sitio de la isla maldecida una biblioteca ideal que yo en otras circunstancias me juraba no habría elegido; incitaba la urgencia y el delirio de mis ajetreos cotidianos. El desasosiego, el tema de conversación con mi familia y mis amigos, la desesperación al entrar en las casas de donde me llamaban para que fuera a comprar los libros empolvados de olvido en los estantes; se debían a la imagen de aquella biblioteca fugitiva, como un espectro, que debía esperarme en algún sitio de la isla.

Tiene que haber sido por venganza la razón por la cual me deleitaba entonces con la lectura de páginas mordaces dedicadas a condenar, a lamentarse, o a reírse de las miserias humanas de nuestro espíritu nacional como en la Memorias sobre la vagancia en Cuba de Saco, Cuba y su evolución colonial (1907) de Francisco Figueras,  Entre cubanos de Fernando Ortiz, Indagación del choteo de Jorge Mañach, u otros más recientes como Antes que anochezca de Reinaldo Arenas o el Mea Cuba de Guillermo Cabrera Infante. Leyendo estos libros aprendía más de la cultura y la historia de Cuba. Al menos de sus demonios. Pero eso lo puse en su lugar más tarde. Se trataba más bien de un acto de exorcismo: en aquella época el regocijo consistía en compartir con esos letrados desaparecidos o exilados, la desgracia de haber nacido todos en la misma isla.

El calor obligaba a saltar al tren con ligereza de ropa: en short, camiseta y sandalias, y en la mano una botella de limonada congelada que fungía como acuático reloj de un viaje de 10 y 12 horas: a medida que se derretía el hielo me alejaba de La Habana. Leía el único libro que llevaba para ganar espacio y fuerzas en el viaje de vuelta que exigía duplicar las dosis de paciencia estoica. Porque retornaba con el vientre del gusano abarrotado, en el mismo tren oxidado de la ida, con asientos que de tan desnudos de cojines eran ya de madera, y con los cristales de las ventanillas rotos quizás por la asfixia de los viajeros o de los animales que estos escondían en sus equipajes.

El regreso en tren a La Habana era de esta manera la ruidosa travesía de un zoológico ambulante. Cacareaban gallinas, patos y gallos, rugían los cerdos amarrados a los asientos, y el hedor de pescados, mariscos, carnes y quesos a punto de podrirse, atraían  a moscas que disputaban a otros insectos el espacio aéreo irrespirable de los vagones, donde no había instalaciones de agua potable, y el hedor de los excrementos de los baños se confundía con el de los animales.

Es temprano y La Moderna Poesía aún no ha abierto. Camino por el centro de Obispo, como dejaron para la tradición escritores y pintores cubanos como Jorge Mañach y Lezama Lima. Están ya instalados los vendedores de artesanías, de ropa barata, y de comida: pizzas, sándwiches de no sé qué, brebajes de colores diversos que deben ser refrescos, etc. Un olor a aceite quemado se respira en el aire que a esas horas todavía no lleva de un lado a otro el polvo negruzco del humo de los carros. Algunos improvisados camareros se abalanzan sobre mí y me proponen direcciones y menús para un restaurante en dólares cada vez más barato que el otro. Me apresuro a llegar a la Plaza de Armas que ya exhibe los anaqueles de libros castigados por el sol.

Me asombra que ante mis ojos todo parezca fijo en el tiempo desde aquella mañana en que vendí las Ordenanzas Reales, pero, a la vez, nadie parece saber quién soy en esta plaza.

Me hago el turista y hojeo los libros de los estantes. “Todavía tienen aquí esto”, se me escapa a manera de asombro o de pregunta, al ver un ejemplar de Cuba a pluma y lápiz de Samuel Hazard. El librero viene a exponer argumentos para tratar de vendérmelo, y le replico que sí, que gracias, que lo conozco, que trabajé aquí mismo hace mucho tiempo, antes de irme de Cuba, y busco, además, a un colega suyo llamado Ricardo. Traigo una lista para él de libros que quiero comprar.

Los libros que se muestran a la venta son todavía los mismos: los que compran despistados turistas de paso; los del Che Guevara, discursos de Castro, los de José Martí, historias del tabaco... Los buenos se negocian aparte, me dice un muchacho. Aunque no. Veo también, achicharrados  por el sol, los libros de escritores exilados. A la vista de todos. Pregunto por ese detalle y me dicen que no, que no hay problemas en vender eso aquí, que si quiero llevarme alguno…son baratos.

Compro en 15 cuc un afiche de la película Soy Cuba ilustrado por René Portocarrero. Y dudo entre la consternación y el entusiasmo al ver tantas ediciones nuevas de Virgilio Piñera. Sé que puedo comprarlas en pesos cubanos en otros sitios, y me limito a hojear las cartas hasta entonces inéditas del otrora escritor proscrito, ahora homenajeado por su centenario.

En mi recorrido veo pasar el tiempo de mi ausencia en los rostros de algunos libreros que, seguramente por la misma causa, no reconocen al antiguo colega de vista. Al final sí. Insisto con algunos, les explico quién soy. ¿El que venía con libros desde Santa Clara y se fue con una francesa? Y hacemos la lista de los que se escaparon como yo: Armando Añel y Vázquez Portal están en Miami, les respondo.

Como Ricardo no aparece vuelvo sobre mis pasos para visitar dos librerías de Obispo: la Fayad Jamís y La moderna poesía. En ambas veo de todo, pero de escritores nacionales, casi nada existe del extranjero. En la Fayad Jamís abundan los libros premiados en concursos. Compro algunos por instinto porque no los conozco. Como era de esperar, al pagarlos en la caja, veo el contraste entre la abundancia de títulos y lo irrisorio de los precios.

En La Moderna Poesía es un poco distinto: los libros están separados y casi todos son en dólares. Veo una gran cantidad de los escritos por connotados burócratas locales y, algún que otro de amigos que se quedaron, me da mucha alegría, e imagino, al estar sus libros en los anaqueles de área dólar, que son ahora famosos. Termino por comprar un libro sobre la fauna de Cuba, y lo tacho de la lista que le llevaba a Ricardo.

 Cruzo la calle y me voy al lugar donde compré una vez, con los 7 dólares que me quedaban,  un ensayo sobre el vagabundeo del Rimbaud traficante de armas por los desiertos de Abisinia. Ya no es una librería, es una tienda de boberías para turistas. Pero le tomo a G. una sombrilla ilustrada con cuadros de Sosa Bravo para proteger su piel del sol tropical.

Desde que vi que el apartamento que alquilamos G. y yo estaba muy cerca de la Biblioteca Nacional, se despertó mi viejo instinto de bibliotecario.  Consultaré allí algunos libros que no podré comprar, le dije. La biblioteca está cerrada al público desde hace años, me dice un señor que debe ser el portero; lleva una camisa a cuadros y habla con un cigarro encendido en la boca. Para modernizarla, me explica con ese entusiasmo que los optimistas allí siempre ubican en el futuro. Ni eso funciona aquí y se quedará siglos cerrada hasta que se pudran los libros viejos esos, me comenta una señora vendedora de pizzas de la estación de ómnibus, con ese nihilismo agresivo que conozco, y que caracteriza a los pesimistas en Cuba.

Donde más libros compro es en provincia. Libros cubanos, claro. La biblioteca cubana ahora vuelve ser un fantasma, pero al revés. El deseo de poseerla invierte sus motivos. Ya las hambres de mi estómago están satisfechas, y el pasaporte francés en el bolsillo es la prueba de que me he ido. Pero la ausencia me ha hecho añorar los mismos libros que antes vendía, y ahora quiero verlos en mi incompleta biblioteca cubana de París.

No hay libros ya en casa de mi madre. No veo mi biblioteca, le comento mientras tomamos café dándonos sillón. En un ángulo de mi cuarto he visto una pequeña pila que por sus títulos no me interesan.

-Vendí los que quedaban un día que no había qué comer, me responde. Los otros (me recuerda) los mandaste a pedir poco a poco con franceses que venían de parte tuya, chico.

En la librería de mi infancia, la Pepe Medina, del Parque Vidal de Santa Clara, se produce un hallazgo inesperado: dos libros publicados en Cuba hablan de mí.

En el prólogo a la edición de Letras Cubanas de la novela Los baños de canela de mi amigo Juan Arcocha, Mirta Yañez me da las gracias por haber facilitado esa publicación pocos días antes la muerte de su autor. En otro Enrique Ubieta, uno de los blogueros oficiales del gobierno, critica un supuesto elogio mío a la frivolidad que aparece en mi post Notas sobre la libertad y la esclavitud aceptada. En el primer caso sólo hice cumplir la voluntad final de un amigo, en el segundo tratar de explicarle a mi razón el momento justo en que decidí largarme del lugar donde nací, para buscar la libertad del gesto de una muchacha argentina al encender un Malboro en el hotel Riviera.

Y están abiertas las bibliotecas de Santa Clara y Cienfuegos. Quiero llevar a G. a la de Santa Clara con la emoción melodramática del sitio donde pasé años de mi adolescencia. Pero no me dejan instalar mi ordenador portátil. Le digo al portero que lo tengo precisamente para trabajar en bibliotecas. Le pido ver a la directora. No se encuentra, me responde. Y salgo del lugar apenas unos minutos después de haber llegado.

En la de Cienfuegos quiero que sea diferente. He dirigido aquí la sala de literatura antes que el acoso de la policía política me hiciera huir a La Habana. La casa donde G. y yo alquilamos una habitación se encuentra a unas cuadras de la biblioteca. Entro. Me preguntan en la puerta. Explico. La recepcionista no me conoce, claro. Cuando uno está de vuelta las visiones se cruzan, se alternan, al mirar, los ciegos y los tuertos, y los diálogos de sordos se multiplican como ecos incomprensibles para un testigo.

Poco a poco voy recorriendo los pasillos, me detengo a mirar las colecciones, subo las amplias escaleras de mármol de lo que fuera un día el espléndido liceo de la ciudad. Creo ver entrar menos luz por los vitrales. No hay lectores en las salas de arriba. Al fin aparecen los empleados que ya no se ven obligados a llevar un ridículo uniforme como antes. Después de unos minutos me reconocen los que sobreviven. Otros, como yo, se han ido, los menos no han venido a trabajar ese día. Les dejo un ejemplar del poemario escrito durante mis años de exilio, y les prometo, aunque sé que miento, que pasaré  mañana a verlos una vez más antes de irme.

-¿Qué lleva usted en su equipaje?, me pregunta en el aeropuerto José Martí el aduanero, al tiempo que tantea el gusano que me llevo a Francia.

(Tal y como estaba previsto G. se ha ido de vuelta una semana antes con mi ordenador, el cuaderno de apuntes, y nuestras maletas. Heme aquí entonces saliendo de Cuba con un viejo gusano encontrado en un rincón de casa de mi madre).

-Son libros, sólo libros, soy profesor, le respondo al empleado que me mira con asombro.

-¿Libros?, pregunta, cuando en realidad no debía hacerlo, porque ya tiene abierto el gusano y los libros se desparraman a su vista.

- Yo sólo he leído un libro en mi vida, El diablo cojuelo, me confiesa, con una sonrisa que creo orgullosa.

-Es un libro clásico ése, le digo disimulando el nerviosismo que me produce el tener algún problema para irme. Y le comento para ganar tiempo y pensando en la novela homónima de Alain-René Lesage, que los franceses copiaron ese libro e hicieron uno parecido, antes de preguntarle algo absurdo: ¿Y le gustó el libro?

 Tuteándome, al ver que soy cubano, en vez de responderme qué piensa del travieso Diablo, me hace a su vez una pregunta que no viene al caso:¿Y dónde vives tú ahora?

Le respondo.

-¿En París? Como las cigüeñas…dice sin terminar la frase…Como las cigüeñas, repite, mirando, creo, hacia el techo, desde el que supongo que el fantasma de un Diablo Cojuelo se divierte haciendo temblar mis piernas ante la demora de este control para mí infinito.

Ya en el avión me impongo no mirar abajo la lenta desaparición de la silueta de la isla en el mar. Y me sorprende el entusiasmo con que empiezo a imaginar la forma que tendrá en casa, con los libros que G. y yo compramos en Cuba, mi biblioteca de libros cubanos.

Ilust: Librero en la Plaza de Armas, La Habana: flicckr.com

 

 

 

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7 juillet 2013 7 07 /07 /juillet /2013 14:13

Il-Ritorno-d-Ulisse---De-Chirico.jpg

Busco la escuela donde aprendí a leer y a escribir. Con una emoción que creo no ser fingida, salgo de casa de mi madre rumbo a la Carretera de Sagua, nombre de la avenida adornada por copeyes que nace en la estación de trenes de Santa Clara y va hacia Sagua, la ciudad de la costa norte donde nacieran el pintor Wifredo Lam, el médico Joaquín Albarrán, el académico Roberto González Echevarría, y otros muchos cubanos eminentes.

En alguna parte he leído que los aborígenes insulares fabricaban pelotas de los copeyes para jugar, que con sus hojas escribían mensajes los mambises. Carlos Manuel de Céspedes, en su refugio de la Sierra Maestra, dicen, las utilizaba como papel cuando enseñaba a leer y escribir a niños campesinos.

Están tiznados, supongo que por el humo despiadado de camiones y tractores de paso, las hojas ovadas de estos copeyes que no me atrevo a tocar, aunque ahora se ven transitar más carretones de caballos que ómnibus o coches por la avenida que ellos decoran.

A la armonía de la lentitud de la tarde parecen unirse los pasos de caballos fatigados y de transeúntes que miran hacia una lejanía que no sé dónde situar. De tanta nieve soportada durante mis años de exilio prefiero caminar ahora bajo el sol. Bebo constantemente agua congelada como si fuera a mitigar así, por el rocío artificial de la botella, el sudor pegajoso tan diferente al que me agobia en el Mediterráneo.

Muchas veces en Europa, al despertarme aturdido de una siesta estival, me he tocado el cuerpo para comprobar, por la manera en que siente mi piel el calor, que no estoy en Cuba. Que el sueño ha sido un sueño, y que ya estoy del otro lado de ese calor mojado que hasta te hace saltar lágrimas si cierras los párpados mirando a la luz.

En medio del sopor del mediodía, en el portal de la escuela, está sentado en un taburete un hombre que supongo es el  guardián. La puerta está abierta de par en par a pesar de que es la época de las vacaciones escolares de verano. La construcción de la escuela es austera, pero de cierta elegancia: un tejado con un tejaroz en picada a manera de ancho portal sostenido por dos vigas metálicas en lugar de columnas. Otro señor más viejo y mulato, sin camisa y con un musculoso cuerpo sudado, se asoma a la puerta al escucharme preguntarle algo al guardián que a manera de respuesta dice en alta voz lo que ha pensado al verme:

-Usted viene de afuera, ¿no?

Le explico por qué estoy allí. No creo me escuche porque examina, supongo, mi ropa, o alguna palabra mal acentuada. Quizás algún gesto de esos que al parecer me traicionan desde que he regresado. Le pido entrar y hacer algunas fotos. Un perro echado a sus pies lanza varios ladridos y huele mis sandalias, antes de mover el rabo, atenuando con ese gesto mi inquietud.

El deterioro de las paredes es evidente pero lo atribuyo más bien al paso del tiempo que al descuido, como si desde mi ausencia todo se hubiera caído a pedazos en vez de quedarse intacto. Huele a polvo y a muebles agrietados. La música de herraduras sobre el asfalto manchado de kerosene se diluye más allá de la puerta, a medida que me adentro en la escuela. Recorro las aulas. Camino entre pupitres. Más bien, el lugar de los supuestos pupitres donde me sentaba, y que ahora han sido remplazados por mesas y sillas.

Es curioso, me digo, que vayan apareciendo ante mí, por contraste, las imágenes de las escuelas de mis hijos en París, y no la de mi tía Mercedes que supongo ahí, en el centro del patio de recreo, con el vestido de flores y la merienda en sus manos transparentes. Su peinado impecable y aquella sonrisa amplia como la tapia que divide en dos la luz y el azul del cielo. Mercedes, mi madre de adopción cuando mis padres fueron encarcelados. Muerta de una lenta diabetes en el verano de 1993, mi tía. Su muerte fue la despedida de la isla, el adiós que esperaba para irme al mundo sin remordimientos.

Al salir hacia el portal, de regreso del patio vacío, me paro a tratar de conversar con el guardián. Es entonces cuando me percato que el otro, brilloso de sudor desnudo, y que no ha pronunciado palabra alguna, me ha seguido de sombra por la escuela, y ahora se recuesta con desgano al marco de la puerta, justo detrás del taburete del guardián y junto al perro.

Trato de entablar un diálogo con el guardián tal vez porque no sé de qué manera despedirme. Él me pregunta por Francia y yo, como si no lo escuchara, trato de comentarle mi conmoción al recordar mis años infantiles en ese lugar, y la esperanza de mostrar la escuela un día a mis hijos.

Se vuelve un instante hacia su silencioso compañero de guardia. Ambos sonríen mirando otra vez a ese lugar para mí desconocido adónde se van las miradas de decenas de personas que veo deambular, o con quienes deseo conversar desde que llegué a Cuba.

El guardián acaricia al perro que no deja de mover el rabo como si fuera su manera de sonreír también, o de mirar hacia el mismo sitio que sus amos.

En un pasaje de su novela La ignorancia Milán Kundera cuenta cómo su heroína Irena, una checa exilada en París, organiza una cena con sus antiguos amigos al regresar de visita a Praga tras la caída del muro de Berlín. Para la ocasión Irena ha traído 12 botellas de vino tinto de Burdeos. Cuando trata de hacer un brindis con sus amigos en honor al rencuentro, estos le confiesan que, como es costumbre allí, preferirían festejar con cervezas. Las 12 botellas quedan casi intactas alrededor de la mesa de invitados.

No recuerdo qué respondí sobre Francia al guardián, pero sí puedo afirmar que no hubo ninguna reacción de su parte al intentar transmitirle mi sentimentalismo por el instantáneo tiempo recobrado. Al despedirme tampoco hubo cambios en el otro portero de torso desnudo, y sólo estoy seguro de algún que otro entusiasta ladrido de adiós del perro.

De regreso a La Habana, y pocos días antes del homenaje a Virgilio Piñera en el teatro Trianon por sus 100 años, J.A me llamó por teléfono para invitarnos a G. y a mí a una fiesta en su casa. Me aclaró que él cumplía 50 años, y me aseguró que a la fiesta irían Antón Arrufat y otros escritores, y que era una buena ocasión para que yo los conociera. Le comenté que estábamos libres ese día y que, incluso, nos quedaba aún una botella de vino francés.

-Déjate de comer mierda haciéndote el francés, y compra con tus euros unas botellas de ron, dale, chico…

La fiesta fue muy agradable. Hasta hubo torta con velas encendidas y un colectivo canto de Happy Birthday al homenajeado. Aunque G. y yo, por ejemplo, encontramos muy grasosas las frituras de malanga, y de beber tantos mojitos nos vimos obligados a pedir un taxi para volver al apartamento que alquilábamos.

La botella de vino de Burdeos, si no me falla la memoria, se la dejé de regalo en Santa Clara a un muchacho profesor de francés, que me vendió, a un buen precio, una caja de auténticos tabacos Cohiba.

       

Ilust: El retorno de Ulises de Giorgio de Chirico


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30 juin 2013 7 30 /06 /juin /2013 17:10

Lezama-Maria-Luisa-2.jpg

(Guía para un lector exigente)

Los clásicos

En 1956 el escritor cubano Alejo Carpentier gana el Premio al Mejor libro extranjero publicado en Francia con su novela Los pasos perdidos. Carpentier se convierte así, para los lectores y críticos franceses, en el emblema de la literatura de lo real maravilloso latinoamericano, y del escritor cubano cosmopolita.

 La novela cuenta la tentativa frustrada del regreso a sus orígenes de un músico latino residente en París. La confrontación de dos universos culturales (el protagonista viaja acompañado de su mujer francesa), y sobre todo la exaltación de un paisaje y de una naturaleza que por su exuberancia se consideran fantásticos, sientan las bases de una escritura canonizada por los medios académicos franceses, y que se convierte en referencia obligada de los intelectuales interesados por la cultura latinoamericana en Francia.

Corresponde en 1971 al escritor Severo Sarduy dar a conocer al lector francés a José Lezama Lima, otro de los escritores cubanos clásicos, con una reseña sobre su novela Paradiso  publicada en Le magazine littéraire. La denominación de “Proust del Caribe” que utiliza Sarduy para describir la obra de Lezama, simplificará en lo adelante la complejidad y la extrañeza de su estilo. El barroquismo de su lenguaje al narrar la historia de una familia cubana desde principios del siglo XX,  y la acumulación de referencias culturales que se relacionan entre sí sin respetar límites temporales ni espaciales; son las marcas distintivas de un libro summa de toda la obra de este poeta, narrador y ensayista.

De alguna manera las apreciaciones sobre estas dos escrituras, sientan las bases de la recepción en Francia de la literatura  cubana contemporánea. Al menos de su versión culta apreciada por los medios universitarios. Carpentier representaría así al escritor cubano cosmopolita y comprometido, al creador por el lenguaje de una versión fantástica de la historia del continente americano que contradice y altera por la imaginación una visión colonialista  del Nuevo Mundo. Lezama Lima encarnaría por su parte al escritor barroco autóctono e inmóvil en una Habana en la cual él había sido el líder del más importante movimiento literario de la isla, el grupo Orígenes, y director de su revista homónima, considerada por el mexicano Octavio Paz como la mejor de la lengua en su época.

Virgilio Piñera, otro de los grandes clásicos cubanos del siglo XX ha sido poco traducido y  publicado en Francia, a pesar de ser un escritor de culto en Cuba, como lo demuestran las recientes festividades por su centenario. La escritura de Piñera no responde a los modelos de representatividad que el lector francés y, sobre todo la academia francesa, esperan de un escritor latinoamericano.

En las antípodas del barroco, de una identificación con la naturaleza y con la afirmación eufórica y excesiva de una identidad, Piñera es asociado en Francia a ciertas estéticas, precisamente europeas, por quienes, por su extrañeza y curiosidad, se acercan a su obra. Véase, a manera de ejemplo, la nota de contraportada con la cual la editorial Métailié promueve en 1999 una redición de sus Cuentos Fríos:

Hay, en estos silogismos helados, una burla cercana a la de Buster Keaton, o, para citar  uno de los amigos y cómplices de Piñera, un reír negro y solapado próximo al de Gombrowick. Paradójicamente se puede decir que este cubano pertenece a una gran corriente sarcástica y desesperada que, de Kafka a Schulz, ha marcado la literatura europea del este en este siglo.

Los hijos rebeldes de la revolución

            Tres escritores que publican en Cuba en los primeros años de la revolución y después salen al exilio, irrumpen en la década de los sesenta, con visiones estéticas diferentes, en el panorama editorial de la literatura latinoamericana en Francia: Guillermo Cabrera Infante que vivió hasta su muerte en Londres, Reinaldo Arenas que se suicida en Nueva York en diciembre de 1990, y el propio Severo Sarduy, exilado en París donde fallece de sida en 1993.

            En 1970 la traducción de Tres tristes tigres de Cabrera Infante obtiene en Francia el Premio al Mejor Libro extranjero. La escritura de Infante, en las antípodas de Alejo Carpentier, retoma el habla popular cubana y recrea La Habana desaparecida de los años 50 que precedieron a la revolución encabezada por Fidel Castro de quien, además, él se declara un ferviente opositor. Infante establece así un paradigma que contradice la visión predominante de cierta crítica que identificaba con comodidad esta literatura nacional con el barroco, y que hasta entonces no se veía confrontada a un autor devenido portavoz de la disidencia a Castro.

Por su parte Reinaldo Arenas publica en 1969 en París la novela El mundo alucinante  principal razón de su encarcelamiento por el régimen comunista, que prohíbe en esa época a los escritores cubanos la publicación en el extranjero sin autorización del estado. En la novela de Arenas se narra la biografía imaginaria de un fraile mejicano obligado a exiliarse y a una penosa errancia por Europa. Si bien Arenas acepta que la historia es uno de los temas primordiales de su literatura, él elige recrear en sus libros la vida de personajes víctimas de sus circunstancias y en confrontación con el poder. Sus memorias Antes que anochezca escritas poco antes de morir y publicadas primero en Francia y después en España, narran su vida como homosexual  bajo el totalitarismo, su exilio en Nueva York, así como las secuelas del Sida que lo llevan al suicidio. La versión cinematográfica de este libro Before Night Falls dirigida por Julian Schnabel es nominada a los Oscar en el año 2001.

Las novelas y los ensayos sobre el neobarroco de Severo Sarduy lo convierten en una de las referencias más importantes de la literatura cubana en Francia. Con su novela Cobra Sarduy obtiene el Premio Médicis en 1972 y se consolida como miembro del grupo Tel quel cuya influencia es evidente en su poética. A su vez Sarduy se reclama heredero de la estética lezamiana y trata de universalizar los atributos clásicos de la identidad cubana (la música, el habla popular, las creencias religiosas) a través de historias que llevan sus personajes a los escenarios y culturas más diversas. No es la historia quien juega un rol determinante en la representación y los conflictos de los personajes de Sarduy, sino el lenguaje y el cuerpo como zona de inscripción del deseo y de los excesos de la sociedad contemporánea.

Con una deslumbrante novela (El barranco) publicada primero en Francia en 1958 y después en Cuba, la poetisa Nivaria Tejera se da a conocer como novelista. Su libro siguiente, Sonámbulo del sol gana el prestigioso Premio de Biblioteca Breve en 1971, pero la polémica que lo promueve (el concurso era para libros inéditos y sin embargo la traducción francesa ya se había publicado en 1970), afecta su repercusión. Un apego excesivo a la estética del nouveau roman y la dificultad de su lectura por una escritura más propicia a la poesía que a la narrativa, explican quizás la poca repercusión de una novela enigmática como Huir la espiral (1987).

En los últimos tiempos

            El éxito editorial de la literatura cubana en los años noventa, que tiene su ejemplo más notable en Zoe Valdés, y en cierta medida incluye algunos libros de Eduardo Manet como L’île di lézard verd, Premio Goncourt de lycéens en 1992; representa una de sus dos tendencias predominantes en Francia hasta nuestros días. En esa misma década aparecen las traducciones de otros autores que ganan el favor de la crítica e integran una segunda tendencia más heterogénea.

La obtención del Premio al Mejor libro extranjero publicado en Francia en el año 2000 por su novela Tuyo es el reino hace de Abilio Estévez el representante más significativo de una escritura que adopta los emblemas tradicionales de la representación de lo cubano. Estévez recrea sus historias en escenarios y ambientes de la época republicana que precedió a la dictadura de Castro, y hace de la añoranza de este pasado, de la espera impaciente de una catástrofe anunciada, y del deseo de escapar de la isla, los motivos principales a partir de los cuales se estructura su imaginario.

Dos escritores residentes en Miami, y cercanos a Reinaldo Arenas, describen los contrastes de la vida de un exilado cubano en esa ciudad. Guillermo Rosales, antes de suicidarse, cuenta en su alucinante Boarding Home la vida cotidiana de un mendigo demente en un manicomio. Mientras que Carlos Victoria, amigo de Rosales, con su libro Puente en la oscuridad, como lo indica el título, sugiere la imposibilidad de remediar la cisura del exilio, a través de la historia de la búsqueda frustrante de un hermano acabado de llegar de Cuba.

Dos escritores cubanos Leonardo Padura, que vive en La Habana y José Manuel Prieto, exilado en Nueva York después de haber vivido en Siberia y en México, cuentan en sus libros más recientes historias que no tienen una relación directa con Cuba.

Padura obtiene el Premio Caillois en 2011 con su novela El hombre que amaba los perros que cuenta la vida del asesino de Troski. Autor de novelas policiales de éxito, Padura recrea de manera parabólica en esta biografía imaginaria algunas de las inhibiciones y paranoias que provocan en el hombre las imposiciones de un sistema totalitario.

 José Manuel Prieto en dos exquisitas novelas (Livadia y Rex ) narra curiosas experiencias intelectuales de un exilado; la de un narrador al cual la caída del comunismo ha sorprendido en la antigua Unión Soviética y trata de sobrevivir en una Europa por la cual se desplaza

En el primero de estos dos libros (saludado por elogiosas críticas en New York Time, Le Monde y Libération  y premiado en Alemania) el narrador busca por encargo una rara especie de mariposa al mismo tiempo que rinde un sutil homenaje a la literatura clásica y a la cultura rusa. En Rex un preceptor, tomando como único libro de referencia En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, imparte clases en Marbella al hijo de una pareja de rusos fabricantes de falsos diamantes. Más que un homenaje al escritor francés, el libro puede leerse como la tentativa imposible de alcanzar lo absoluto por medio de la escritura.

La traducción de un libro al francés suele interpretarse entre los escritores latinoamericanos como un signo de reconocimiento internacional a sus obras. En este sentido, y a pesar de las diferencias de Cuba, por razones históricas y políticas, con el resto del continente americano; ocurre lo mismo con los escritores cubanos.

Es necesario señalar que los libros más importantes de la literatura cubana han sido traducidos y publicados sistemáticamente en Francia. Sirva este breve panorama para discernir la abundante literatura comercial que reproduce engañosos clichés de lo cubano de los libros que mejor representan el imaginario de la isla; como guía para un lector exigente.


 * Texto publicado originalmente en francès: http://ifverso.fr/fr/content/panorama-de-la-litterature-cubaine-en-france y en inglés: http://ifverso.com/en/node/637911

  

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8 juin 2013 6 08 /06 /juin /2013 11:29

Magritte.png           

           La arena de las playas desaparece de noche. La roban aventureros de la madrugada para cimentar paredes de hoteles y residencias de lujo. En Marruecos y en Sierra Leona, pero también en Jamaica y Barbados. Playas desnudas ante la inmensidad del mar. Hasta las orillas del sagrado Ganges indio son saqueadas. Con arena de otras islas o del desierto se construyen otras islas artificiales en Dubái, leo en Le Monde mientras viajo en el metro.

            Cuando llueve suelo perderme. Quizás la lluvia perturba mi visión de los nombres de las calles y los números de las casas cubiertos por el agua. Ayer por la tarde me he perdido en el norte de la ciudad. No sabía cómo encontrar la dirección donde presentaban unos muchachos de Estrasburgo la traducción francesa de una novela de Alberto Laiseca. Llevaba conmigo mi enorme paraguas azul marino, y a pesar de sentirme seguro con él bajo el agua sin tener que zigzaguear para protegerme; me he perdido.

         Viví alguna vez por esta parte de la ciudad. Hasta llegué a tener para mí solo un gran apartamento, y aunque no supiera bien cómo iba a pagarlo, organizaba de vez en cuando fiestas. Desde mi habitación tenía el privilegio de ver un extenso jardín de la casa de los bajos. Frente a mi ventana una colegiala  se desnudaba con la indiferencia y la credulidad de sus años al llegar de clase. Un día entró a mi aula: había crecido y ya era algo más que una adolescente. Aún recuerdo su asombro el día en que, durante una pausa, le dije la dirección exacta de la casa donde ella vivía. El tiempo en que creció esa muchacha me alejé de estos barrios donde ayer me he extraviado.

            Caminando bajo la lluvia recuerdo que a esta misma hora está anunciado un discurso de Mario Vargas Llosa en la sala Descartes de La Sorbona. Me imagino que el lugar está repleto de gente que veo con frecuencia aunque quiera evitar: profesores de cuellos estirados que miran de reojo si son vistos por otros colegas que como ellos ejecutan el mismo ejercicio de vigilarse a escondidas. Periodistas. Esnobistas que buscan la foto al lado de la celebridad que no han leído. Y hasta de estudiantes ávidos de pedir el autógrafo al premio Nobel mencionado en clase por profesores de rígidos acentos castellanos.

La primera vez que vi a Vargas Llosa fue en la Maison de l’Amérique Latine.  Un lugar de un curioso lujo ése. Lo mismo vez a embajadores bebiendo champán que a desaliñados con imágenes del Che Guevara. Uno de los tantos guerrilleros latinoamericanos de salón que pululan por París agredió verbalmente esa tarde a Vargas Llosa. Por lo que ya se sabe, claro: su militancia por el liberalismo, su antigua candidatura de derecha a la presidencia de Perú, y todas esas cosas.

Pero eso fue antes del Nobel, seguro que ahora ya no ocurre. Y seguro también (apuesto lo que sea) que él hablará de Flaubert. En Francia Mario (como lo llaman los íntimos que alguna vez he frecuentado) siempre habla de Sartre y de Flaubert. Quién iba a decirlo, ¿no?, Vargas Llosa que vivió años en el anonimato de esta ciudad -como cuenta en sus memorias El pez en el agua- ahora recibido bajo un aguacero de aplausos por medio mundo.

Yo no he leído a Alberto Laiseca. Pero hoy me dio por ir a escuchar qué se dice de él y no sentarme a aplaudir en la Descartes. Huele por toda la ciudad a lluvia sucia de una agotada primavera. Voy hasta una esquina deslizándome con cuidado bajo el alero del techo del metro, que en esa parte de la ciudad sale a la superficie, y cuando intento preguntarle la dirección que busco a una muchacha espigada que mira a todos los puntos cardinales, nos reímos ambos: tiene entre sus manos un mapa de la ciudad.

Volví sobre mis pasos y comencé a caminar en dirección contraria hacia uno de los canales del Sena. Fue entonces que apareció ante mí la imagen del poema “El anciano mendigo de Cumberland” de Wordsworth. Un viejo con sombrero pedía limosna sentado en una esquina. Sobre su mano extendida sólo caían gotas de lluvia, pero era la única parte de su cuerpo que se mojaba; el resto estaba protegido por el frontón de un pórtico.

Harold Bloom, que ha comentado el poema de Wordsworth, cree ver en la imagen del mendigo una revelación de las cosas esenciales de la vida. En el poema el viejo pordiosero, sentado en una colina, deja caer de su mano de manera inconsciente migajas de pan que unos pajaritos tratan de atrapar.

Hace tiempo aprendí que cuando se está perdido es mejor preguntar las direcciones a personas que no siguen el ritmo de los horarios que impone la ciudad. El anciano me respondió algo que al principio no entendí. Después sí. Después pude descifrar lo que me decía y le di las gracias. Llegué a una bifurcación y pude distinguir el nombre de la calle que buscaba: quai Valmy, la prolongación, supongo, de un antiguo atracadero.

Me volví antes de cruzar la calle, y a pesar de la cortina de agua pude ver la silueta del mendigo en la misma posición; parecía una isla, sin que cayera pan de sus manos ni se acercara ningún pájaro.

El número 200 no existe. Lo digo ahora después de recorrer toda la calle paralela al Sena. Tuve que volver sobre mis pasos porque los números se sucedían de forma creciente. Llegué ante el 205 que es donde comienza en realidad el llamado quai Valmy. Sentí arreciar los golpes de los goterones sobre mi paraguas. Alguna que otra ráfaga traía con el aire hasta mis manos la humedad de la lluvia. No es como en invierno que uno tiene guantes, nada protege las manos del agua de estas lluvias sin estación precisa. Con dificultad saqué el cuaderno para comprobar que había anotado bien el 200 y no el 205.

Sin embargo me percaté que estaba ante la puerta de cristal de una especie de viejo almacén convertido en centro cultural. Me acerqué y pude distinguir, a los lejos, las siluetas de un grupo de personas reunidas alrededor de una mesa ovalada. Miré el reloj. Como temía, si aquel era el lugar de la presentación, había llegado con más de una hora de retraso. Preferí no molestar.

De vuelta, y sin darme cuenta, atravesé el canal, y busqué la entrada del metro más próximo en la acera opuesta al mendigo. Seguía lloviendo. Un muchacho rodando sobre una patineta pasó por mi lado. Llevaba consigo un libro cerrado bajo el brazo, y una de sus piernas empujaba con ímpetu el artefacto mientras se agarraba al manubrio con su mano derecha.  

Al salir hacia lo alto, por encima de la ciudad, y describir una parábola el vagón del metro donde viajaba, pude ver a través de los cristales de la ventanilla empañados por el agua, al muchacho de la patineta que se detenía ante el mendigo quizás preguntándole la dirección de alguna calle que el aguacero le había borrado. Visto desde lo alto el agua cubría toda la avenida y las dos siluetas parecían de lejos dos gotas de arena en medio de un océano.

Esta mañana el corresponsal de El País cuenta que el discurso de Vargas Llosa se perturbó anoche por desperfectos técnicos del micrófono de la Sorbona. Al parecer el orador tuvo que dirigirse al auditorio a viva voz. Por un momento imaginé al escritor, leyendo su arenga  de pie y sin micrófono, ensordecido también por el ruido del diluvio que a esas horas debía caer sobre la sala Descartes, mientras él citaba a Sartre y a Flaubert, sintiéndose, a pesar de todo, como un pez en el agua.

Ilust: Ximo Gascon, Homenaje a Magritte: http://d-soul.tumblr.com

 

 

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5 juin 2013 3 05 /06 /juin /2013 10:41

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LES CHORISTES

En el edificio de enfrente, a las tres o tres y media de la madrugada, cada noche se ponía a cantar. Yo la oía:

-Debout, les damnés de la terre …Debout, les forçats de la faim…

Es Madame Gaceñiga, la soprano políglota del barrio. Probablemente, la única soprano loca de la ciudad: un privilegio, un lujo, una exquisitez.

Madame Gaceñiga tiene más o menos años, nadie lo sabe bien. Y vive, por supuesto, en la más absoluta soledad. Su contacto con el resto del planeta se realiza a través de los gatos. Decenas, cientos, acaso miles de gatos. Políglotas en su mayoría también como ella. Y como ella, insomnes y operáticos hasta la enfermedad. Es decir, Madame Gaceñiga no vive sola en absoluto. Al contrario: tal vez sea el ser más acompañado del barrio, la ciudad, y hasta de nuestra desvelada nación.

-Arise, ye workers from your slumber…Arise, ye prisoners of want…

Hace años que a Madame Gaceñiga le ha dado por perfeccionar las notas iniciales de “La Internacional”. Como es sabido, se trata de un arreglo musical de Pierre Degeyter (su compositor favorito, por lo demás), quien al parecer llegó a ser incluso su amante, en 1930 o 1932, siendo él mismo ya un anciano y ella una solterona republicana de paso por París para estudiar el bel chant.

Hace décadas que, según dicen, con un fémur humano (acaso del propio Pierre Degeyter), la madame dirige a su coro de felices felinos (todos machos pero castrados) desde la medianoche hasta el amanecer. Hace décadas que (y esto nos consta a cada uno de sus vecinos) la madame sacrifica a uno de sus vocales tras la velada: tal vez al que peor desafine. Al parecer, de eso se alimenta ella en su ostracismo. Y también del resto de su tropita coral. Los huesos remanentes son lanzados entonces desde una ventana hacia el tambuche plástico de la esquina, aunque casi ninguno acierta, y así se va creando un cementerio fósil que nadie se atreve a limpiar por miedo a que Madama Gaceñiga sea bruja.

-De pé, ó vítimas da forme…De pé, famélicos da terra…

Este holocausto, por supuesto, implica forzosamente cierta reposición. De ahí que los vecinos ya no dejan salir nunca a sus gatos machos sobrevivientes. Aunque en los consejillos de vecinos se ha valorado denunciarla a alguna instancia paramédica o parapolicial, la naturaleza ideológica de la canción ensayada por la madame, así como su relación afectiva con un ícono de la izquierda internacional de la talla de Pierre Degeyter, han votado a favor de Gaceñiga. De hecho, todas las escuelas y empresas del barrio se llaman desde hace décadas “Pierre Degeyter”, y en sus respectivos murales florece la biografía del músico plagiada de una enciclopedia digital.

-Ontwaakt verworpenen der Aarde Ontwaakt verdoemd in hong’ren sfeer

En lo personal, he preferido aliarme a nuestra soprano local. Supongo que no sea muy elegante hacerle una guerrita fría a quien tiene más o menos cien años. Así que, noche tras noche, a las tres o tres y media de la madrugada, cuando desde el edificio de enfrente ella y sus pupilos se ponen a ensayar otra vez, en la penumbra muda de mi apartamento yo comienzo, también, y sin la menor ironía o parodia, a tararear las notas iniciales de “La Internacional”.

Sé que no afino especialmente y que Madame Gaceñiga enloquecería de rabia si me escuchara entonar: imagino incluso su fémur humano chocando toc-toc-toc contra mi occipital. Sé que mis amigos dicen que yo lo hago para paliar mis persistentes temporadas de insomnio. Pero no es así. En absoluto.

Resulta que siempre me han fascinado las posibilidades creativas y clandestinas de los idiomas extraños. Creo que en cualquier otra lengua, que no sea la natal, es posible narrar ciertas sutilezas secretas que, en este caso, se escapan del universo físico de nuestro idioma español. Asumo que esto no tiene mucho que ver con la tan manoseada libertad de expresión, sino en todo caso con la inexpresión. Sé que no puedo transmitir del todo mi idea. En fin, no sé. Mejor óiganme interpretar estos floreos de Madame Gaceñiga a ver si, mal que bien, me ayudan a mostrar lo que les quisiera directamente decir:

-Debout, les damnés de la terre …Debout, les forçats de la faim…

-Arise, ye workers from your slumber…Arise, ye prisoners of want…

-De pé, ó vítimas da forme…De pé, famélicos da terra…

-Ontwaakt verworpenen der Aarde Ontwaakt verdoemd in hong’ren sfeer

Tomado del libro Boring Home, Premio Franz Kafka, Garamond, Praga, 2009.

Ilust. couleuretarabesque.artblog.fr

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