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17 septembre 2022 6 17 /09 /septembre /2022 13:40
SOBRE "NUBES TALLADAS"

En las páginas finales de este libro, Armando Valdés-Zamora, al referirse a las obras de Leonardo Padura y Pedro Juan Gutiérrez, expresa su convicción de que sus escrituras realistas se apoyan en la paradoja de conllevar implícito el disimulo de su oposición a la realidad presente, actitud que en Cuba se denomina embaraje. Ambos autores, mediante su escritura realista, invalidarían, para el crítico, ese mismo discurso como representativo de los escritores cubanos. Valdés-Zamora, de origen cubano, es profesor titular en la Universidad París-Este Créteil (Upec) y sustenta la tesis de que el valor simbólico en la literatura de su país trasciende cualquier realismo a ultranza. De ahí que su libro se inicie, ocupando casi la mitad de sus páginas, con los veinticuatro ensayos dedicados a José Lezama Lima, figura realmente prominente y de trascendencia continental. A esta primera parte le sigue una segunda dedicada a un escritor actual y que en alguna medida se deriva de esas convicciones de representación, Abilio Estévez, cerrando sus páginas con una tercera parte, El sol de las estatuas. Evasiones, olvidos, simulacros, en las que incluye reflexiones varias sobre Guillermo Cabrera Infante, Carlos Victoria, Reinaldo Arenas y temas como el erotismo, el sexo, la imaginación cubana o la literatura cubana en los Estados Unidos.

Un libro como este, escrito por un cubano fuera de su país, está marcado, sin duda, por unas vivencias que se traslucen en el título, inspirado en una cita de José Martí, « Vivir en el exilio, tallar en nubes », y en la dedicatoria a cubanos como Martha Frayde, médica y defensora de los derechos humanos, Gina Pellón, artista plástica, y el escritor Juan Arcocha, « cubanos que hicieron del exilio un mundo y viceversa ». De ahí que su introducción, « Vivir en el exilio », sea una justificación necesaria para aclarar su trayectoria fuera de su país, una vida que acusa el desplazamiento y el desarraigo que supone el exilio en cuanto a entorno y lenguaje. A ello está ligada la frase que supone una confesión de fondo : « mi yo más natural solo puede revelarse en espaňol » (p.12), pero también valora en mucho cuanto de aprentizaje ha significado su vida en el medio académico francés. De hecho, la teoría que sustenta sus investigaciones es, sobre todo, francesa (críticos como Gilles Deleuze, Georges Poulet, Jacques Rancière, Paul Ricoeur, Clément Rosset y Jean Starobinski, entre otros), muy en especial a partir de su tesis doctoral, L’écriture du corps dans les discours théorique et poétique de José Lezama Lima. En el mismo sentiudo, la idea que sostiene en el libro reside en la búsqueda de una articulación metodológica en torno a textos que constribuyan a forjar la identidad nacional, siguiendo la opinión de Enrique M. Santí respecto a las letras cubanas. Todo ello exige para el autor disponer de títulos que se alejen de « una transcripción realista » pues « El pensamiento no trabaja únicamente con el material de las impresiones mentales ideadas por una facultad imaginativa » (p.18-19), palabras que nos aclaran su juicio sobre las obras de Padura y Gutiérrez, y opinión que no se corresponde con la admitida en general por la crítica.

En esta línea de perseguir la imaginación cubana, nadie más representativo que José Lezama Lima, pues como le confesó a Tomás Eloy Martínez, “Mi único carruaje es la imaginación, pero no a secas: la mía tiene ojos de lince”. A Lezama le dedica una extensa primera parte en la que varios ensayos van asediando su figura, desde los más generales, “El cuerpo escrito de José Lezama Lima” y “El modelo insular en la escritura de José Lezama Lima”, hasta los dedicados a algunas de sus obras significativas, “Fragmentos a su imán: un modelo de espacio interior en la imaginación literaria cubana”, “Confluencias o la experiencia de escribirse a sí mismo”; o los que lo ponen en relación con otros autores coetáneos “El cuerpo como memoria literaria cubana, Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Virgilio Piňera”, “Carpentier habla (en francés) de José Lezama Lima”. O también sobre la proyección del escritor en Francia, “El deseo del viaje. La traducción de la literatura francesa en Orígenes y Sur (1944-1956)” y “El enigma Lezama: la crítica francesa y el autor de Paradiso”, para cerrar con “La biografía posible de José Lezama Lima”. En el primer título afirma con convicción que “es el cuerpo humano quien constituye el modelo morfológico subyacente en esta escritura. Es el cuerpo y no la Idea, ni el Alma, ni es Espíritu” (p. 25). Esta afirmación resulta una valoración fundamental emanada de sus estudios anteriores, lo que lo lleva ajustificar que Lezama escribe con el objetivo de modelar, mediante las palabras, una sustancia que llegue a adquirir la forma de un cuerpo y ello constituye “un acto espiritual, físico, material y temporal que abarca tres etapas simultáneas: la reflexión, la acción misma de escribir y la concepción de la imagen poética” (p. 26). Este exceso de imágenes conforma lo que Lezama denominaba “la sobrenaturaleza”, una segunda naturaleza, algo que juzga implícito en el poema ¿“Y mi cuerpo? “de Fragmentos a su imán guiado por un deseo de escribir un texto-cuerpo perdurable, un ente eterno. En cuanto a su concepción de lo insular que se esboza en el Coloquio con Juan Ramón Jiménez, es, por parte de Lezama, el primer intento de estructurar mediante imágenes un corpus ontológico de Cuba, la denominada teleología insular. El crítico asienta estas ideas fundamentales para añadir otras como el concepto de “resaca” que admite la “secundaridad” temporal de la cultura cubana, y la obligación de dialogar con el otro. En Muerte de Narciso, en un afán de universalización, Narciso no muere, sino que fuga, gestando el aporte de la resaca insular. También el símbolo espacial de la casa-isla-cuerpo es lo que mejor describe la fijeza del sujeto poético de su obra. Otros ensayos a él dedicados se centran en títulos como Fragmentos a su imán, donde se analiza que hace Lezama de su propio cuerpo. Aquí la imaginación como espacio de  la catarsis se configura en un espacio exterior, casa, isla, a la vez que serán índices de su experiencia corporal la inercia, la resistencia, el aislamiento, la fuga del cuerpo hacia el exterior de la casa dominada por el Poder. Resulta decisivo el análisis de Confluencias, que cierra su proyecto estético, pues considera que es en él donde mejor se puede analizar su escritura del cuerpo, ya que al final de su vida es el propio cuerpo de Lezama el que deviene modelo de su escritura. Para la lectura crítica de este texto se sirve, como anteriormente, de las aportaciones metodológicas de Gilbert Durand que distingue dos ejes de significaciones, las diurnas y las nocturnas. En esta última, en la actividad simbólica de la noche, la mano de Lezama ejerce el órgano de la escritura y principal símbolo en el regreso a la luz. “Es la piel –junto a la mano- la otra parte de los cuerpos de Lezama y de la noche que se intercambian entre sí. Si la mano ejecuta la acción de escribir, es la piel quien por analogía puede asimilarse a la superficie de la hoja escrita” (91).

Extiende estas ideas al análisis del cuerpo como memoria literaria en Carpentier, Lezama y Piñera, porque sustenta la tesis de que la literatura cubana está marcada por una forma que se metaforiza o explicita en el carácter físico. El cuerpo es la figura de esta escritura, pero mientras en Carpentier los cuerpos aparecen subordinados a la estructura binaria del corpus de creación “[e]n Lezama el cuerpo es otra isla dotada de una mitología ecléctica robada por la imaginación a otras culturas”. (p. 103), con lo que concluye que frente a lo real maravilloso de Carpentier y el barroco de Lezama, Virgilio Piñera se refiere a “la nada sol, la nada historia, lo que lleva, según él, a la morfología de la vaca o del lagarto” (p. 104) desembocando en cuerpos mutilados o fragmentados.

Interesantes resultan las especulaciones acerca de la relación entre Carpentier y Lezama a partir de la entrevista que se publica en marzo de 1971 en Le Figaro, aclaraciones que certifican el carácter mitómano del autor de El siglo de las luces. En el mismo sentido interesa ver la relación de Jorge Mañach con Lezama: su desencuentro revelaría la diferencia de ambas concepciones, Mañach es el orden, Lezama lo imaginario. En otro aspecto, la relación con la cultura francesa está analizada mediante el curso que Lezama impartió en Santa Clara en la segunda mitad de los cincuenta. Valdés-Zamora analiza fuentes y lecturas y también la presencia de la literatura francesa en las revistas Orígenes y Sur. Así como la valoración de los críticos franceses respecto a Paradiso.

La segunda parte del libro se titula Los reinos de Abilio Estévez, donde, a través de siete artículos, se analiza la totalidad de la obra del escritor. El lugar mítico que crea en sus textos es un territorio aislado del mundo exterior, “más que una alegoría de Cuba contemporánea, la Isla es una utopía nostálgica, un intento por crear una temporalidad regresiva que evita la referencia al tiempo de la Historia cubana más reciente”.(p. 214). Para Valdés-Zamora constituye una originalidad la constante percepción de peligro en este mundo utópico lo que supone una crítica a la utopía marxista. Esta poética de lo insular, que es diferencia y fragilidad, respecto a la cultura occidental, conecta la escritura de Tuyo es el reino a una corriente del pensamiento cubano que define de forma negativa la identidad nacional, y que procede de Casal, Piñera y Reinaldo Arenas. “Este es el efecto más reiterado de la facultad de imaginar de este escritor: escribir es para él contar la ambivalencia de un sujeto apresado en un espacio hostil del que desea evadirse sin conseguirlo”. (p. 237)

La misma homogeneidad del planteamiento continúa en la tercera parte en la persigue también una literatura de ficción no realista, pues su análisis se apoya en la marginalización de todo lo extraliterario para potenciar la subjetividad del escritor y cómo la imaginación se proyecta sobre lo real. En esta línea estarían Carlos Victoria, Abilio Estévez y José Manuel Prieto. Pero si hay que elegir además algunos trabajos de la tercera parte resultan de especial interés el que trata de “La patria de la noche: PM y Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante” y el dedicado a Reinaldo Arenas. En el primero propone una representación cinematográfica y literaria de la noche en los momentos iniciales de la revolución. Tanto en el documental PM de 1961, como en Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante se representa la imagen de la noche transgresora y popular que en su marginalidad evade  las consignas oficiales del poder. Valdés-Zamora sostiene que PM es la génesis de la escritura de Tres tristes tigres, novela que enfoca la misma imagen nocturna e identifica la noche con la subversión libertaria del lenguaje y de la música. La revolución se había apoderado de la imagen solar, que coincide mejor que con sus objetivos sociales, y no permitiría el libre uso de las imágenes de la noche y de la fiesta. En definitiva, son dos obras transgresoras que presentan la noche y la cultura popular cubanas, a la vez que despiden una época.

Otros interesantes análisis lo llevan a presentar la relación de los escritores cubanos y el poder, para lo que analiza tres títulos de la misma década, Antes que anochezca (1991) de Reinaldo Arenas, La nada cotidiana (1995) de Zoé Valdés y Tuyo es el reino (1997) de Abilio Estévez. Respecto al primero plantea con acierto que el cuerpo de Reinaldo Arenas, ficticio y real al mismo tiempo, se enfrenta con “la codificación colectiva del Poder” mediante la simulación, clandestinidad, fuga, oposición y muerte. (p. 325), al mismo tiempo que Valdés y Estévez expresan la transgresión frente al poder y la representación de la resistencia. En otro momento justificará que tanto la obscenidad como la pornografía transgreden los códigos políticos homofóbicos impuestos por el poder, lo que explica el sentido de la obra de Reinaldo Arenas que llega a eternizar un presente mediante los cuerpos plenos de erotismo. Esta sería una forma de expresión contra la represión política, y en cuya obra la sexualidad se impone como materia principal de una doble representación: la vital y la escritural.

Finaliza el libro, como se indicó al comienzo, con “Políticas literarias cubanas: Memoria, Olvido y Embaraje” donde analiza relatos de los años noventa, el período especial en Cuba. Aquí se refiere al realismo de Padura y su intencionalidad de indagar en el sentido oculto del fracaso del modelo socialista con sus consecuencias individuales en El hombre que amaba los perros. Lo característico de Padura sería aludir al contexto cubano, pero sin desmontar las causas ideológicas de la historia abordando la frustración de la revolución. Para Valdés-Zamora no es un olvido del escritor, sino lo que los cubanos llaman un embaraje, es decir, un disimulo. Lo mismo habría que decir de Pedro Juan Gutiérrez: “Padura y Gutiérrez, al aludir el primero a la memoria más reciente y oponerla al olvido, y el segundo, al validar una evolución positiva de la política del gobierno cubano, y al mismo tiempo, lamentar la censura, revelan una paradoja. Una paradoja que no lleva implícita el olvido, sino la disimulación de una oposición: un embaraje. (p. 386). En contraste, en obras como las de Abilio Estévez existe una inserción voluntaria de la cotidianidad de los años noventa, ello invalidaría, para el crítico, buena parte del discurso realista de los escritores cubanos.

Nos encontramos ante trabajos de interés, con perspectivas propias muy meditadas, con una unidad de planteamiento, fruto de la larga reflexión, de la investigación y de la lectura detenida de la literatura cubana de los últimos sesenta años.

Carmen Ruíz Barrionuevo

(Universidad de Salamanca)

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24 juillet 2022 7 24 /07 /juillet /2022 07:27

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5 juin 2022 7 05 /06 /juin /2022 22:58
TINTAS DE FAYAD JAMIS EN UN BAZAR DE PARIS

(…) sus amarillos que interrogan o enfurecen en la luz.

José Lezama Lima

                                                                                     (« Ver a Fayad Jamis », 1967

Los labios de la muerte en la cercanía

El día que murió Fayad Jamís un grupo de jóvenes escritores estábamos reunidos con Rafael Alcides y César López en la playa de Rancho Luna. Nos despertamos aquella mañana de noviembre con esa sorpresa amarga que cubrió todos nuestros paseos por la arena, y nos nublaba la vista al horizonte abierto como una verja de hierro a nuestro modesto otoño caribeño.

Cada uno de nosotros evocó a su manera lo que sabía del poeta y del pintor. Hijo de libanés y de mexicana, nacido en Ojocaliente, Zacatecas, con infancia en el Guayos de mis padres, Fayad llevaba a cuestas todos los atributos del vagabundo exótico ante quienes cruzaban su camino. Esa errancia inicial de la mano de sus padres, las vivencias infantiles del campo –y de los pueblos de campo- junto al contacto con la naturaleza, las palabras y la sonoridad de anécdotas rurales fueron dando forma a la visión del mundo del joven Jamís.

En 1949 y después de haber publicado su primer poemario Brújulas, Fayad se fue de Guayos a La Habana para hacer su aparición en la cultura cubana en los años 50, bajo la protección de José Lezama Lima. Fayad contaría toda su vida con el aura maldita y atractiva de haber errado junto a Nivaria Tejera y Agustín Cardénas, entre otros cubanos, por el mítico París de la post guerra antes de volver a Cuba en 1959, el haber integrado el « Grupo de los Once » de pintores abstractos,[1] y haber publicado en las célebres revistas Orígenes y Ciclón. Sobre todo los puentes del Sena y París, las imágenes de un bohemio hambriento, desesperado y feliz, radiante y exhausto, bajo el ruido de la pobre llovizna y entre las hojas color miel del otoño, formaban parte entonces de mi modesta memoria libresca de filólogo de provincia recién graduado.

               (En un capítulo de mi estancia cienfueguera y durante mi época de bibliotecario, me veo ofrecer un ejemplar de Los puentes a una novia con la convencida melancolía entonces de no que podría jamás caminar por las calles de Francia ni despertar con sus albas).

En alguna pausa de los debates en aquella playa de Cienfuegos, me encerré en mi habitación del hotel y escribí un obituario que sería publicado en el suplemento cultural del periódico 5 de septiembre pocas semanas después. Un año antes yo había terminado mis cinco años de estudios en la facultad de Letras de la Universidad Central de Las Villas con una tesina sobre la poesía de Luis Rogelio Nogueras. Estaban frescos en mi memoria los poemas de varias generaciones de escritores cubanos y, sobre todo, los publicados al principio de los años 60. En las búsquedas previas en las bibliotecas de Santa Clara y de La Habana había descubierto al Fayad deslubrante de Los párpados y el polvo, de Los puentes y de Vagabundo del alba sin sospechar ni en lo más remoto que un día en París yo admiraría en casa las tintas del poeta a las que Lezama le dedicara unas conocidas palabras y de quien diseñara la portada de su Paradiso.

Fue poco tiempo después y en otra playa, en 1988 y en Isla de Pinos, donde leí el poema « Como un regreso de tu ausencia » publicado en el número 11 de 1989 de la revista Letras Cubanas. En ese encuentro de escritores los invitados –entre los que estaban Cintio Vitier y Fina García Marruz- peregrinábamos como espectadores de remotos calvarios entre visitas al calabozo del joven José Martí y las celdas abandonadas a la hojarasca del mítico Presidio Modelo. La generosidad de Emilio de Armas a quien ni siquiera yo conocía hizo posible la difusion de ese poema en el que se escuchan los ecos de mi ingenua apropiación de la voz de Fayad Jamis

En un rincón lejos de los relámpagos

En un pasage titulado « Mi vida solitaria en París » de sus Memorias de ultratumba Chateaubriand cuenta como después de leer las evocaciones de juventud del marqués y arquitecto François de Bassompierre escritas en París en 1665, trata de seguir sus pasos en la misma ciudad, pero dos siglos y medio más tarde.

En la parte que llama la atención de Chateaubriand, Bassompierre detalla su encuentro con una hermosa muchacha de 22 años en plena calle al volver de Fontainebleu a la capital, y enumera las indicaciones –arquitecto al fin y al cabo Bassompierre- para poder dar con la puerta de la casa de la chica en plena madrugada.

Chateaubriand repite estos pasos, atraviesa el Petit Pont, pasa los Halles, sigue la calle Saint Denis hasta la calle Ours. A pesar de seguir las instrucciones de Bassompierre, y en medio del entusiasmo por ir avanzando en su laberinto, tiene que rendirse a la evidencia ; los dos siglos han hecho desaparecer la casa y otra moderna –escribe moderne- la reemplaza.

No estamos aquí en presencia de una memoria personal recobrada ni en ese paraíso perdido al que se refiere Proust, sino a la memoria ajena imposible, en otro tiempo y en el mismo espacio ; de ser apropiada. Cuando viajamos a través de lecturas construimos ese Palacio  de la Memoria del que habla San Agustín en el capítulo VIII de sus Confesiones. Una memoria artificial ocupa el espacio de las habitaciones de ese palacio imaginario que abrirá sus puertas cada vez que uno se detenga a buscar en sus recuerdos. La imaginación de los lugares que no se han conocido aparece acompañada por el dibujo de descripciones ajenas que de manera inconsciente ha ido edificando ese palacio que solo nos pertenece a medias, como todo lo imaginado.

Los retazos de mis lecturas desordenadas fueron construyendo en Cuba un mapa parisino que salió dibujado a la luz el día en que supe que viajaría a Francia. Recuerdo que la tumba de Nerval en el Cementerio Père Lachaise y la calle de la Vieille Linterne donde él se suicidara ocupaban un lugar privilegiado en mis preferencias. Al llegar a París viviría cinco años frente a ese cementerio en cuyos bancos pasé las tardes de meses alternando la lectura con la búsqueda de tumbas célebres, pero la calle donde encontraron colgado a Nerval ya no existe, en su lugar se levanta, al centro del viejo París, el Théâtre de la ville. El lugar donde pendía la cuerda de la cual se estrangulara el poeta que paseaba un cangrejo como mascota por el jardin del Palais Royal en la primavera de 1841, se convertiría en escena de comedias y de decoraciones ficticias.

Mi lista de espacios, de nombres, de adoraciones parisinas, tal vez se había sublimado con el tiempo de registro en mi memoria durante los años en que, las costas de Francia, se distanciaban como en un conocido poema de esa época del cubano Emilio García Montiel.

Lo imposible, como la impotencia, perdura y se agiganta por su falta de salidas, en la resignación. Sentado en los arrecifes de Miramar al atardecer de 1993, aquel bañista enclenque que miraba pasar barcos inalcanzables no poseía ningún poder atribuído -a parte de la imaginación- para ordenar como Calígula que le trajeran a sus pies la luna.

La habitación donde Proust trazaba sobre tiras de papel el acordeón de palabras en su búsqueda del tiempo perdido, la celda de Sade en el Castillo de Vincennes, el apartamento en el cual Mallarmé celebraba sus tertulias de martes en la rue de Rome, el Trianon de María Antonieta en Versalles, el lugar exacto del 61 rue Richelieu donde Sthendhal escribe Le Rouge et le noir, la casa de Honoré de Balzac con una salida clandestina para huir de los acreedores ; mi lista extendía sus referencias a la manera de una enciclopedia cuyas páginas de aire nunca se comprobarían.

Al caminar al fin por París los lugares de la ciudad imaginaria eran tan numerosos y dispersos en medio del viaje real, que lo que parecía borrado por el olvido regresaba de manos del azar a hacer acto de presencia ante mí. Si mi pensamiento habia ordenado en la isla a su manera la futura realidad, era ésta ahora quien al recibirme abría las puertas de imágenes antiguas. Con la distancia de los años he llegado a creer que fueron las angustias de la adptación a mi nueva vida quienes pospusieron la celebración de andar por el espacio ideado.

Me veo sentarme en la acera del Café Bonaparte a finales del siglo XX, beber una copa de vino blanco con la traductora Liliane Hasson y evocar en la lejanía de Charlotte a mi amigo el poeta Pedro Alberto Assef que solía recitar de memoria el poema « El ahorcado del Café Bonaparte » de Fayad Jamís, sin sospechar que sus errancias de exilio terminarían con su vida en un refugio de indigentes en la ciudad de El Paso, y que al igual que Casal no podría pasear nunca por su ansiado París.

Tuve que esperar a una noche de julio de 2010 para darme cuenta que el restaurante de pescados y mariscos Le Bistrot du Dôme donde cenaba con G. por sus 30 años se encuentra en la rue Delambre, la misma en que la vivieron Fayad Jamís y Agustín Cárdenas en los últimos años de la década del 50.[1]

En esa calle que Fayad renombrara « Delhambre » -por la miseria cotidiana que viviera en ella- encontró el cubano donde dormir mientras trabajaba en el taller del escultor húngaro Laszlo Szabo. Personaje pintoresco del paisaje cultural de artistas emigrantes de la época, Szabo pedía a Jamís que forjara sus esculturas y a cambio le daba un sitio en su atelier para que durmiera.

Valdría la pena preguntarse ¿qué incidencia tuvo ese contacto con Szabo en la obra pictórica de Jamís ? Al mismo tiempo, y sin disimular cierta insidia, cabe sospecharse que tras la obra de ese período de este escultor húngaro se pueda detectar la presencia de la visión estética de Fayad. ¿Cuáles de las esculturas de Szabo excibidas en la exposición de 1956 junto a Moore, Laurens y Brancusi, en la galería de Claude Bernard, llevan grabadas en sus líneas las manos de Jamís?

Es de suponer que es en este espacio y en medio de los agobios de la sobrevida que Jamís pinta muchas de sus tintas para la exposición que el miércoles 16 de mayo de 1956 André Breton le organiza en su galería A l'Etoile scellée situada en el 11 rue du Pré-aux-Clercs en Saint Germain de Près, junto a su amigo Cárdenas y con palabras introductorias en el catálogo de los críticos José Pierre y Jacques Senelier.

Al salir del cine Montparnasse o del Sept Parnassiens me gusta caminar por los 200 metros estrechos de esa callejuela nombrada Delambre en memoria del geógrafo Jean-Baptiste Delambre, antes de sentarme a cenar en un restaurante japonés, a unos pasos, por cierto, de donde viviera el memorable pintor Foujite.

La calle extiende una línea recta que une en el extremo de sus esquinas las estaciones de los metros Vavin y Edgar Quinet. Una hilera angosta por la cual se miran frente a frente edificos y bares. Un lugar de errancia de inombrales artistas y escritores que prolonga en el tiempo artístico de la ciudad dos estaciones de la bohemia parisina, la de la Belle époque y la que siguió a la Segunda Guerra mundial.

Alejo Carpentier en una crónica titulada « Montparnasse, república internacional de artistas » publicada en la revista Carteles el 16 de diciembre de 1928 escribe : « Pero lo más interesante en Montparnasse, no son los cafés ni los dancings. Lo interesante son los estudios, los ateliers, donde se trabaja con una fe y una tenacidad admirables. Los artistas más conocidos del barrio suelen desaparecer durante meses enteros ». El París de la posguerra por donde camina Fayad Jamís trata de recuperar este furor, ese « soleil de l’art » del que hablaba Chagall. Pero Montparnasse ya no es el centro de la vida artística en los años 50, ahora todos los artistas van a Saint Germain des Près.[2]

El destino o las casualidades han hecho que a cada metro de las aceras de la rue Delambre uno encuentre de forma discreta, como la escasa luz que cae de sus cornisas al anochecer, breves marcas del paso de Breton por un hotel, las habitaciones donde pernoctaron Tristan Tzar o Henry Miller, el atelier de Man Ray, el bar Rosebud donde tomaba su aperitivo Sartre. O esa puerta de hierro negro del número 41 que atravesara el serial killer Guy Georges una noche de enero de 1991 para ir a asesinar en su buhardilla a la joven estudiante Pascale Escarfail.

Trato de imaginar escenas que no he ni siquiera leído, de inventar el eco de conversaciones distantes que relatan la convivencia de dos artistas del Caribe en esa callejuela. Olvido que mis propios pasos siguen a otros que buscaron repetir un mito. El joven Alejo Carpentier que se gana la vida transcribiendo su deslumbramiento de la Ciudad Luz, registra como un voyeur cada rincón íntimo del artista sobre el cual escribe. Chismoso y goloso, Alejo se acerca, toca a la puerta y entra. Sus crónicas son también de interiores. De interiores caóticos con cuyas descripciones Carpentier pretende completar sus semblanzas de emblemas de la bohemia parisina de la época.

Alejo Carpentier conoció la rue Delambre mucho antes que Cárdenas y Jamís, incluso antes de que naciera Fayad. Así lo cuenta en Social el 7 de julio de 1928 al visitar el estudio de Man Ray. Más aun, una coincidencia hizo que cuadros de otro cubano, el pintor Francis Picabia, fueran también testigos mudos de una escena de la cual me apropio cuando me invento escuchar los martillazos de Fayad en el atelier de Szabo tratando de cinselar sus bronces y piedras.

El laboratorio del alquimista está enclavado en el corazón de Montparnasse. Es una alta estancia de piedras blancas. Está llena de cámaras, lentes, chassis, de artefactos de luz parecidos a instrumentos de cirugía, de trípodes complicados que remedan insectos…En las paredes hay dibujos de Man Ray y cuadros de Picabia…Y en libreros, armarios y mesas, los objetos singulares que el artista utiliza en sus obras…[3]

Entre los números 13 y 15 de la rue Delambre vivía Man Ray. Ese americiano tan fascinado por la ciudad que la eligió para morir, tenía ahí también su estudio en un sótano del actual hotel Villa Modigliani.[4]

A la orilla de esos oros

El marchand dice llamarse Antoine y me espera en una de las casetas del mercado de las pulgas de la Porte de Clignancourt a las 10 de la mañana de un helado domingo gris. He visto en detalles las fotos de los floreros de la misma serie que he venido a buscar. Flores y jarrón de óleo dorado y tinta, de fondos negros. La firma es visible y explícita con nombre, apellido, fecha (1966) abajo, en el ángulo derecho de las cartulinas, mientras que en el lado opuesto se puede leer : La Habana.

Me ha confirmado por teléfono que tiene las tintas de ese pintor cubano de nombre árabe amigo de Breton, argumenta como si –a pesar de mi acento y de mi físico- yo fuera un típico cliente francés a quien para convencerle de adquirir algo exótico, se le ofrece una prueba de valor y de reconocimiento local.

Hace unos años corrí a la casa de ventas Drouot al ver que salía a subasta una tinta y acuarela de Fayad. El cuadro está firmado en París en 1956 y pertenecía a la colección de Robert Altmann, un alemán pintor y mecenas que vivió en Cuba en los 40 y se casó con una cienfueguera antes de hacer un largo periplo que lo trajo de nuevo a Europa.[1] Curiosamente fue Altamann el editor de un libro para coleccionistas, Poemas de Lezama con grabados de madera de Guido Llinás otro pintor del « Grupo de los Once » y publicado en 1972.[2]

No queda nada del Jamís esa época, afirman quienes conocen su obra. Regresó a Cuba en 1959 sin un solo cuadro, dicen otros, al citar al propio Fayad en una entrevista que concediera a su regreso de Francia a un curioso joven llamado Severo Sarduy.[3] Una prueba contradice las especulaciones ; uno de los dos lienzos de Fayad que se conservan en el Museo de Bellas Artes de La Habana aparece fechado en 1957[4] año en el cual él vivía en París.

La sala de ventas está repleta esa tarde de febrero del 2018, pero he llegado adelantado. Algo excepcional ocurre poco antes del comienzo de la venta. En este lugar en el que todos se miran con recelo, se esconden unos a otros, o se sospecha de cada una de las personas del público, el señor de mi lado me da conversación. Me cuenta que es un galerista de Poitiers, que viene con frecuencia a la capital porque es aquí donde se puede comprar a precios accesibles. Le hablo de Poitiers. Para su asombro le describo el centro de la ciudad, la catedral, le hablo de Sainte Radégonde y del poeta Venance Fortunat a quien, por cierto, Lezama Lima citara en sus ensayos. Ambos son iconos de la historia cultural y religiosa de la región de Poitou. Al llegar de Cuba visitaba esa región todos los meses con Véronique, la madre de mi hija Ariane y a quien le debo haber podido salir de la isla.

La conversación transcurre al mismo tiempo de la subasta, con la diferencia que el galerista de Poitiers, mientras me habla, levanta la mano sin pausas, como un remolino, y adquiere lienzos, grabados, dibujos, que desfilan uno tras otro tanto en las páginas en colores del catálogo que hojeo, como en las manos de los garzones que llevan y traen cada pieza vendida y rapidamente remplazada. Y en esos estamos cuando llega la acuarela espigada de Fayad. Una columna de volutas de tinta sobre un fondo acuarelado de naranja caqui se levanta y forma una humarada por momentos transparente y atravesada por caóticas figuras protozoarias.[5]

Mi amigo improvisado de la subasta y yo levantamos la mano al unísono y sin dejar de hablar : el asombro de ambos es compartido por el subastador que detiene en el aire su martillo de madera y nos increpa meneando su instrumento de sentencias: « No es válido…ustedes dos se han puesto de acuerdo ». Se detiene la venta y, claro, todo el mundo, no solo el comisario con su martillo ahora de golpe trasparente en su inmovilidad, nos mira. « Acabamos de conocernos », explicamos. « Es puro azar », coreamos. « ¿A usted le interesa esa tinta ? Yo la quiero solo porque parece bonita y la podría vender sin problemas… » ahora me habla a mí el galerista, en un susurro pegado a mi oreja izquierda, tratando de desbloquear de una vez la situación. Miento, pero me salgo con la mía, es decir, con la tinta : « Estoy aquí solo por esa tinta…es una historia de familia ». El gesto de bondad de ese hombre hubiera podido ser el comienzo de una amistad de la cual solo queda como prueba la tinta firmada por Fayad resplandeciente en un pasillo de la casa de mi exilio.

Estuve convencido todo ese día de invierno que la tinta con fondo azafranado que se fue conmigo de vuelta a casa, fue una de las tantas que colgara Breton en las paredes de la galería A l'Etoile scellée en mayo de 1956.[6]

Deambulo por el mercadillo que más bien parece un bazar. Sé que tardaré en llegar a la caseta donde me espera este señor desconocido porque llaman mi atención cuadros, grabados, litografías, libros, y una multiplicación desorganizada de bibelots que a esa hora ya se extienden sobre mesas, cajas, cofres y alfombras, o simplemente sábanas desplegadas con prisa por el suelo glacial. Las voces de los tenderos se sube de tono cuando uno se acerca. La conversación matinal entre ellos deja de ser un diálogo para llamar la atención del curioso que no quieren que pase de largo.

-¿Por qué se interesa tanto por un pintor que no tiene côte ?

Al marchand debe llamarle la atención mi visible diligencia al verme escrutar durante un buen rato el relieve de las tintas con una lupa, o rumea (como será el caso) proponerme otros de sus cuadros a la venta : « Soy especialista de los años 50 y 60. Mire alrededor suyo » « ¿Las tintas del cubano ? Compré los fondos de una galería quebrada…y allí estaban… » No vale la pena que le dé detalles sobre el pintor y sus tintas. Para él es eso, lo que estaba tirado en el sótano de una galería cerrada. Regateo. Resiste. Entonces gasto mi última estrategia : decirle que voy a pagar casch mostrándole un manojo de billetes.

Las espirales doradas de óleo serpetean en lugar de flores y ramajes, fijan el negro de la tinta sus líneas curvas por contraste y el crujir de la materia que resalta a la vista como un relieve a la vez irregular y sin orden. El jarrón como un imán transparente se yergue al centro y obliga al ojo a ascender hacia el ramaje áurico. El amarillo ámbar del follaje es el mismo que define el jarrón que lo recoge en su meollo. Simulando tal vez la entrada de una luz ; si uno fija la vista o se ayuda de una lupa, salpican pinceladas de un azul aguamarina las flores y la curbatura derecha del jarrón.

¿Qué relación las ramas y flores de esos oros enmarañados [7]-a veces color miel, a veces trigo- que iluminan con sus volutas el fondo negro y el negro de la tinta que les abre cicatrices, con el abstraccionismo que Jamís asumiera en los años 50, como esa espiga geométrica y descarnada sobre la cubierta de su poemario Los párpados y el polvo editado por Orígenes en 1954 ? Una de las reproduciones, la número 12, del libro Tintas que incluye un ensayo introductorio de Lezama Lima forma parte, sin dudas, de la serie de floreros que descansan sobre la mesa improvisada de la caseta de este marchand a quien acabo de entregar los euros.[8]

Caminando por París con las tintas a cuestas, volví a sentir esa cándida creencia de poder resguardar un amuleto al que me creo destinado, una prueba de ese diente del fantasma que, al decir de Lezama, también hemos perdido y olvidado.

Yo, una sombra alegre que antes de desaparecer extenderá su mano –después de escrutar y palpar durante horas infinitas- hacia otros que admiren o conserven una parte del aire retenido de esta ciudad, vagabundeo ahora ingenuo y satisfecho bajo estos cielos, la lluvia y los puentes. Como si no le importaran a nadie o a otros estos puentes. Muchos puentes. Puentes nosotros, con aguas turbias que corren bajo nuestros pies de regreso al mar de donde desembarcamos despavoridos y felices huyendo de la Historia, de la isla, naciendo otra vez, repitiendo el camino de otros que nos antecedieron. O volviendo a la isla casi todos los días con maldiciones o júbilos callados que no tendrán el tiempo de esperar ni comprender quienes nunca se fueron de casa sin mirar atrás, y se quedaron, estatuas de sal ellos, sobre las cenizas de la infancia por elección o destino, a decir adiós y a ver pasar cada día la muerte.

El corazón de lo indecible

 

En un documentado estudio sobre el arte abstracto en Cuba Ernesto Menéndez-Conde considera en Trazos en los márgenes que « los discursos sobre la abstracción en Cuba se apoyaron sobre todo en las primeras vanguardias europeas. Mondrian y el Neo Plasticismo, Malévich, Klee y Kandisky son los pilares teóricos a los que acuden los cubanos. » Según este crítico, si bien los expresionistas abstractos cubanos decían seguir las tendencias estadounidenses –pensemos en la llamada Escuela de Nueva York- no asumen los discursos de las poéticas de Pollock, Kline, Motherxell y Rothko. Los abstractos cubanos de los 50 estaban más bien atraídos por « cualidades formales, visuales y técnicas » de este abstraccionismo norteamericano, no por sus fundamentos.[1] A primera vista esta aparente contradicción parece difícil de argumentar porque en sus formas las obras de los jóvenes abstractos cubanos se ven muy cercas del abstraccionismo americano y son bastante rudimentarios en la época los argumentos teóricos que los aproximen de una estética europea.[2] Quizás haya que remitirse al pintor Mario Carreño y a sus artículos de la época para situarse en una hipotética historia de ideas sobre el arte abstracto en Cuba en la época de formación y creación de Jamís, sobre todo en el puente de unión con escuelas europeas.[3]

En otra parte de este libro se alude directamente a Fayad y a su dualidad de poeta y pintor. Refiriéndose a pintores abstractos poetas, el autor cita a Fayad Jamís, Hugo Consuegra y Pedro de Oráa y los diferencia a los dos principales poetas surrealistas cubanos de la época José Baragaño y Rolando Escardó a quienes, dice, por temas como la angustia existencial podrían asociarse al expresionismo abstracto.[4]

De esta última observación de Menéndez-Conde se deducen dos ideas que nos interesan como pistas al tratar de precisar las expresiones plásticas y poéticas de Jamís. Abstraccionismo en su relación con el expresionismo y un tardío surrealismo permiten aproximar al Jamís pintor y poeta tanto a escueles norteamericanas como europeas en su período parisino.

Sin embargo, si en su poesía parecen coincidir las opiniones sobre las fuentes, la ambiguedad prevalece a la hora de precisar de donde podrían venir las fuentes de su obra pictórica. La poesía de Apollinaire, de George Track, de César Vallejo e incluso de Paul Éluard, se suelen citar como referencias eclécticas del Jamís parisino. Mención aparte –y esto es necesario precisarlo- para las imágenes de la naturaleza y las visiones de un niño campesino deslumbrado por un mundo rural en el que subyace una de las voces literarias más originales de la literatura cubana y que tendrán su continuación en el Reinaldo Arenas de Celestino antes del alba. El mejor ejemplo de esta voz es sin dudas en poemario de viñetas como La pedrada que se escribe en La Habana en 1954, es retocado en París en 1956, publicado parcialmente en Ciclón, y editado como poemario completo en Cuba en 1962.[5]

Hay por otra parte en su obra parisina una dolorosa disociación del sujeto con una realidad a la que no se adapta, así como ciertos vestigios del neoromanticismo en la poesía. Su lenguaje y la composición en general de sus textos por momentos se pueden catalogar de surrealista, o de un expresionismo lleno de contrastes por su lirismo y su forma rígida o centralizada. Estas son algunas de las categorizaciones que predominan a la hora de leer esta escritura que, debido a las circunstancias en las que va alcanzando su madurez, parece cercana a ciertas zonas de Orígenes como es el caso de Los párpados y el polvo de 1954.

Asociar la pintura de Jamís al expresionismo abstracto parece más bien la confirmación de una evidencia, y responde de manera fácil a la etiqueta estética de una época, pero las cosas se complican a la hora de preguntarse qué pintores ejercieron más influencia en él a la hora de componer sus cuadros.

Hugo Consuegra a quien durante mucho tiempo se ha consiedrado el teórico del « Grupo de los Once » y su mejor representante, narra en su autobiografía Elapso Tempore una visita que hiciera a Mario Carreño en 1952 al regreso de éste a La Habana tras una estancia de 8 años en Nueva York. En ese pasaje, al referirse al cambio estilístico de Carreño en ese momento, Consuegra escribe : « estaba experimentando con formas simplificadas, romboides y planos de textura, yendo hacia una semi-abstracción romantizada que influenciaría a otros pintores como René Ávila, Viredo y Fayad Jamís ».[6] En cierto sentido esta sugerencia fundamenta mi apreciación que las tintas de Fayad Jamís anteriores a 1959, evolucionan hacia un abstraccionismo que le debe mucho al tachisme francés en detrimento del expresionismo abstracto americano.

La publicación en París en 1952 del libro Un art autre de Michel Tapié lanza la noción de tachisme (de « tache », mancha en francés) para designar una corriente artistica de la época. Como es sabido el tachisme es la versión francesa y europea de la action painting del expresionismos abstracto americano que aparece en 1946 y cuyo representante más conocido fue Jackson Pollock. En el caso europeo se trata también de una expresión gestual menos agresiva que la americana al predominar el uso de la tinta y sobre todo de la caligrafía. Al hablar de tachisme se citan nombres como Hans Hartum, Jean-Paul Riopelle y Pierre Soulages aunque es Georges Mathieu - a quien Malraux considera « el de primer calígrafo occidental »- quien se atribuye la creación de este estilo sobre el cual llega a teorizar en el libro Au-delà du tachisme de 1963.

Hay que pensar entonces en un Jamís acabado de llegar a París e inmerso en el ambiente que describe Charles Estienne en su libro L’Art à Paris 1945-1966 [7]para tratar de comprender la progresiva cercanía de sus tintas al tachisme y a las nuevas formas que esta asimilación genera en el que fue, sin dudas, su mejor momento como pintor. En medio de una confluencias de escuelas y corrientes que sobreviven a sus años de esplendor como el surrealismo, el cubismo e incluso el arte geométrico, es lógico que el Fayad de 25 años al mismo tiempo que acepta la invitación de Breton sucumba a la novedad liberadora del tachisme tan próximo a su gusto por la espontaneidad creativa, la reminiscencia de cierto primitivismo en su gesto, y el uso de la tinta y la caligrafía. Fayad lo contaría de esta manera :

 

Yo hacía por ese entonces una pintura de manchas que le gustó a Breton, encontraba un lirismo en mis trabajos y cierto reflejo de la realidad; le llamaron incluso la atención algunos títulos como “Escucho la canción de los ahorcados” o “Islas de sangre”. El texto del catálogo lo escribió José Pierre, quien con el tiempo se convertiría en el crítico de la pintura surrealista. Era el auge del tachismo; la pintura gestual, matérica.[1]

Pero ¿de qué tintas hablamos? Repito que son escasas las tintas que se conservan de ese período. En la exposición que se organiza el 16 de marzo en la Biblioteca Nacional José Martí de La Habana : Fayad Jamís. Exposición 1951-1967 con el ya mencionado ensayo de Lezma (« Ver a Fayad Jamís ») como introducción, se precisa la lista de lo salvado y se inventaria lo producido después de su regreso a Cuba : 89 tintas, 12 tintas (monotipia), 7 tintas y temperas, 1 tinta y acuarela, 1 tinta y collage, 1 acuarela”. Solo 5 tintas son anteriores al regreso en 1959 de Jamís a La Habana.[1]

De esta manera las tintas expuestas en la galería A l'Etoile scellée bajo el patrocinio de Breton y las introducidas por Lezama Lima en la Biblioteca Nacional de Cuba, constituyen el fundamento de lo más relevante de los dibujos de Fayad. El azar ha hecho que yo esté en el medio de esos dos caminos que se cruzan entre obras que se han dispersado en París y en La Habana, entre coleccionistas y el olvido.

Para tratar de leer esa invisibilidad secreta a la que se refiriera Merleau-Ponty[2] en las tintas de Fayad y así comprender y establecer la evolución de sus tintas del tachisme parisino a los floreros de los 60, basta con mirar con atención de manera retrospectiva lo que se conserva de estas obras. En la tinta que ilustra el número 35 de la revista Orígenes de 1954 aparece fechado en 1952 en su parte superior izquierda. La composición convencional en su formato representa a trazos de tinta negra a una pareja en un interior en el que sobresalen las líneas de un ventanal con arcos de medio punto que nos hacen pensar en la arquitectura colonial cubana y a los motivos de los interiores de la pintura modernista cubana de Amelia Peláez y René Portocarrero. Es la época en que Jamís llega a la gran ciudad y vive con la poetisa Nivaria Tejera con quien se casaría en 1953 como le cuenta a Lezama en una carta del 26 de agosto de 1953.[3]Ya desde el número 31 de Orígenes aparecen los poemas de Fayad fechados en este caso en 1951 y el 15 de mayo de 1952 por lo que el contacto con Lezama ya esta establecido desde hace más de un año. Ese interior y esa pareja de la tinta puede suponerse que es la pareja unos pocos años antes de reunirse en París.

Poco que ver esta remota tinta con la que aparece en la portada del últmo Orígenes dirigido por Rodríguez Feo que  lleva a su vez el número 35 y que aparece también en 1954. Fechada en 1953 ya esta tinta deja de lado en su representación toda alusión a lo inmediato. En el centro dos figuras protozoarias grises, sombreados de objetos, atraen la mirada que recorre especies de costuras, parches o cicatrices que como alambres de púas zurcen o tatúan sus superficies. Formas irregulares – entre ellas una puntiaguda que clava su punta en un círculo sombrío- resaltan en un fondo caótico que parece fracasar en sostenerlas hasta contemplar sus caídas, y dan un relieve a la tinta que parece detenida en un agónico momento. La diversidad de matices ofrece la sensación de texturas diversas y vivas a quien mira con detenimiento la tinta y se atreve a tocarla. El contraste de la coloracion que permite ahora la aguada asegura la independencia en el espacio de las figuras centrales. De la tinta china sobre el papel Jamís explota ahora las ventajas que permite la técnica de la aguada y sus degradaciones de tonos.

No se debe olvidar que es en 1953 que el « Grupo de los Once » al que se integra Fayad hace su aparicion en el panorama cultural cubano y organiza su primera exposición en la « Sociedad Nuestro Tiempo » entre el 16 y el 26 de febrero. No es de dudar que el paso progresivo a la abstracción en Fayad se ve influenciado por el comienzo de este contacto con el grupo.

La influencia del tachisme ya en París cambiará progresivamente la composición y hará desaparecer toda aproximación a un objeto real fijado por la percepcion o una reminiscencia. En una de las pocas tintas que se conservan de la época parisina, de 1955, Fayad parece seguir la insistencia de contrastes entre las zonas negras, grises y ocres aun cuando en este caso la figura central es un cículo que a manera de ojo o sol irradia líneas sobre la superficie color nuez de una figura que atraviesa la cartulina manchada de matices del ocre. Bajo una apertura del extremo izquierdo, en lo alto, a manera de saetera rectangular se puede leer el título que hasta ahora nadie había detectado: « Zona de meditación ».[4]

Acabado de llegar de La Habana Fayad repite sus aguadas como en la portada del último número del Orígenes de Rodríguez Feo. La adopción del tachisme en París lo va a llevar a pasar a una abstracción que no permite identificar una referencia exterior al pintor y a la tinta. La visión de Jamís en la tinta y acuarela de 1956 que pude llevar a casa después de la subasta en Drouot [5]no parte de una percepción del exterior ni de la ejecución de una morfología gracias a las posibilidades técnicas de la aguada. El mundo no aparece ante Jamís aquí como una representación sino que la tinta puede más bien considerarse (con su columna ahumada sobre fondo de acuarela naranja) como autofigurativa de la conciencia del pintor. Jamís parece haber pasado de incrustar una « Zona de meditación » en su aguada a la exaltación ascendente y enigmática de su espíritu.

Soprende que nunca se haya aventurado la crítica a mencionar el probable antecedente de Wols en los dibujos parisinos de Fayad Jamís y sobre todo en sus tintas. ¿Conoció el cubano la obra de Otto Wols (1913-1951) quien inaugura con Georges Mathieu el tachisme en 1947 y alcanza su apogeo después de su muerte, precisamente al llegar Jamís a París? Más cercano Jamís al abstraccionismo lírico de la llamada Nouvelle école de Paris de la post guerra que al expresionismo abstracto que se le ha etiqueteado, sus tintas logran en un breve tiempo borrar toda alusión a lo inmediato y lograr esa atmófera de « sismografía psiquíca » que se le atribuye a Hartung, sin perder un cierto lirismo en sus constrastes con la acuarela. Para Wols la imagen no era una imitación de la naturaleza sino una creación análoga a ésta lo que lo lleva según Georges Mathieu « a concluir la última fase de la evolución formal de la pintura occidental tal y como se anunció hace setenta años, desde el Renacimiento, desde hace siglos ».[6]

Me resigno a pensar que dos imposibles nos ponen ante un límite dfícilmente superable al intentar saber la relación de las tintas del cubano con el universo creativo de Wols. El primero el no poder responder a esta pregunta con las certezas de testimonios ni de archivos ; las memorias de París que Jamís prometía a sus amigos (« París no era una fiesta ») no se sabe ni fueron escritas. Queda buscar en las publicaciones y catálogos de la época para ver posibles coincidencias, o especular. Citemos un caso. El número 1 de la revista belga francófana de vanguardia EDDA del verano de 1958,[7] cuando Jamís vive aún en Paris, publica tintas y dibujos tanto de Wols como de Wifredo Lam. En una comunidad artística  tan pequeña y en la cual todos se conocen, como ha sido siempre la cubana en París, es muy probable que este tipo de colaboración entre el más importante de los pintores cubanos del siglo XX y el alemán abstracto, no haya pasado inadvertida. El otro, evidente, es que la mayor parte de la obra pictórica parisina de Fayad Jamís desapareció, o se ha disgregado en subastas o colecciones.

 

Fragmento de un ensayo publicado en: 

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15 mai 2022 7 15 /05 /mai /2022 22:47

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20 mars 2022 7 20 /03 /mars /2022 08:03
HOY HA NEVADO EN LA HABANA

Fue de noche cuando llegué a La Habana. Pero esa noche era ciega y confusa como supongo son las noches que no escogemos, ¿no? Me explico: noche afuera en los pueblos y los paisajes vistos desde la ventanilla. Noche en los sudados vagones sin luz que como serpientes resbalosas y oscilantes me llevaban en su vientre de regreso a la ciudad de mis orígenes. Noche en la inicial ausencia de aire a través de las ventanillas de cristales rotos a golpe de piedras o de olvido. Noche en las ranuras que la lluvia o el sereno habían abierto en el oxidado techo del vagón por donde entraba algún que otro rayo de luna. Noche oscura en mí que por momentos perdía con la desaparición de la luz el entusiasmo acumulado durante cinco años de espera. Y como verás, digo, como escucharás, noche hasta en las visiones de mi compañero de viaje.

Y si debo reconocer que tales tinieblas convenían al enmascaramiento de mi cara verde, hacían caravaggesco el desfile de pasajeros-zombis que arrastraban en un ininterrumpido ir y venir; cajas de cartones amarradas con soga, valijas sin asas, desbordadas arcas con bisagras oxidadas, jaulas de güines llenas de gallinas o pollos semidormidos con pastillas o pócimas, mochilas o fundas amarillentas de almohadas de las que se escapaban granos de arroz o de frijoles o harina, y algún que otro puerco con las patas amarradas por sogas o cordeles lanzando vagidos cuando su dueño a patadas o a empujones lo escondía de la policía debajo de los asientos. Uno de esos puercos, por cierto, me pareció, aún en medio de las penumbras, que tenía alas, lo cual, ahora que te estoy contando el viaje, explica una de las visiones de la llegada a la Estación de Ferrocarriles de la capital.

Tinieblas estas interrumpidas con disciplinados bullicios, cuando el grito puntual de una ferromoza somnolienta anunciaba el nombre del próximo pueblo, o cuando los olores y el calor que explicaban la angustia de haber roto las ventanillas para sacar las cabezas y respirar un poco del frescor campestre, provocaban enfurecidos comentarios de viajeros casi invisibles.

Para colmo de tanta sorpresiva nocturnidad, era de noche también, te aclaro, en los ojos y en la calmada conversación del viejo que me acompañaría durante las 24 horas que duró ese viaje.

PANDAFILANDO G:- Se ve que hace tiempo que no regresas, me dijo con húmedo aliento a tabaco masticado cuando le comenté la oscuridad que nos rodeaba y mi esperanza de que todo fuera distinto en La Habana.  Mira muchacho, parece ser que hace meses no hay otras luces en las noches habaneras que la luna, los hoteles para los turistas y los carros de la policía.

Me dice que se llama Pandafilando G, repite dos veces, porque no oigo bien con el chirrido del tren, ¿cómo?, le insisto, y supongo que imagina mi risa reprimida. Porque no reprime la suya y añade, cosas de mi padre el nombre y de mi madre eso de la G de gato.

Toma otro buche de una botella y al ruido del bamboleo de las ruedas metálicas sobre los raíles, se une, en la penumbra, el del sorbo del ron cayendo desde lo alto de su garganta empinada. Mete la botella dentro de una jaba de lienzo donde, después sabré, esconde una tortuga, y acto seguido se lleva los dos dedos huesudos en forma de horqueta cerca de los ojos al tiempo que me suelta, en un momento en que al frenar el tren se impone un silencio momentáneo:

PANDAFILANDO G:- Soy ciego, o casi...No veo nada del ojo izquierdo y sólo un poco del derecho, ¿quieres un buche de ron?

Siguiendo la costumbre y para darle razón al apodo con el que me identifican los amigos y la Policía Interna Secreta (PIS), paso a contemplar su perfil de barba breve dibujado en el recuadro donde debió estar la ventanilla que le he cedido. Creo ver la línea de algo que pudiera ser una cicatriz surcando la mejilla  más próxima a mí, hasta detenerse un momento en la comisura del labio y dejar ver la silueta de un mentón encanecido.

Recuerdo mi delirio de persecución y soy egoísta y casi me alegro de la coincidencia; de noche y con un ciego de copiloto tengo muchas posibilidades de que mi cara verde pase inadvertida. Es entonces que me doy cuenta. En la posición que ocupamos mi gesto de cortesía al comenzar el viaje había sido inútil; su ojo izquierdo está del lado de la ventanilla. No puede mirar hacia afuera. Supongo, eso sí, que puede ver mi sombra y a algún que otro viajero en el pasillo, pero nada del paisaje insinuado por el hueco sin cristal.

Aunque estoy en short, sudo como supongo sudan los demás y Pandafilando. Porque junto al calor, una capa de polvo invisible con olor a hierro oxidado se pega a los cuerpos, a los objetos que uno toca, al piso agujereado del tren, y a las gargantas. Un polvo que entra por las ventanillas sin cristales y por cuanta grieta encuentre el aire sobre la carcasa del vagón, y permanece inmóvil aunque uno beba o se lave, o sacuda con repetitivos y discretos gestos la ropa y hasta los zapatos. Hago del calor y de su aliado el polvo un pretexto para desviar la conversación. 

-Hace calor, verdad Panda…filando, se me ocurre decir interrumpiendo mi desigual contemplación de su figura y robando un segundo buche a la botella.

Aunque es cierto que sudo, que me siento pegajosamente sucio cuando tiro de mi inmenso bolso de libros, o cuando me pongo a la espalda la mochila empolvada donde llevo las cosas que no puedo perder si me atracan en el camino hacia casa de Honorato del Fango. Digo querer ir al baño cada cinco minutos. El viejo vuelve a reír y habla para impedirme ese ir y venir por el vagón con el que trato de atenuar la desventajosa posición de interlocutor de un ciego en medio de la oscuridad.

PANDAFILANDO G:- Fui tipógrafo en la imprenta de un periódico, tipógrafo y corrector de pruebas. De manera inexplicable fui perdiendo la vista, al principio era sólo una bizquera, ríe, los dos ojos no se ponían de acuerdo y parece que cada uno miraba para el otro lado. Los médicos no daban con lo que era...

Nada más normal para un ciego que hablar de sí mismo, se me ocurre pensar, para entender que Panda se ponga de un golpe a contarme su vida. Me mira, es decir, se vira hacia mí e imagino que la mitad de uno de sus ojos debe acercarse al lugar donde están los míos más lineales y disciplinados, porque soy yo quien termina mirándolo.

PANDAFILANDO G:- Confundía las letras muchacho, era insoportable, y al octavo día de enero del año 59, me metí a carnicero. Como lo oyes, fui carnicero en época de vacas flacas, en los años sesenta. Ahora no, hace un paréntesis, ahora es época de vacas invisibles. (Su reír, contenido sin llegar a ser disimulado, interrumpe un momento la narración). Vivía bien, sabes, tenía amigos, mujeres y dinero...ah, y carne, creo hasta la vista amenazaba con mejorar. Fui carnicero - y ríe al repetirlo mostrando que le gusta la frase - en época de vacas flacas.

Sus manos dejan de reposar sobre los muslos y buscan un radio portátil ruso Selga al que, a falta de otras pilas, le ha atado con ligas dos gruesas pilas de linterna. Lo enciende y al ver que funciona vuelve a apagarlo.

Zas y Zas, gesticula con un gesto inesperado Pandafilando: “Me encantaba cortar filetes, muchacho, cortar con un hacha los huesos para las ternillas de la cuota de los diabéticos. Ya no organizaba letras ni palabras para imprimirlas en un papel, sino carne y huesos que envolvía con destreza en papel cartucho. Zas y Zas, me volví casi orgulloso de tan popular en toda la barriada. No podía imaginar entonces que era una efímera época de esplendor. Insidiosos enemigos –algún marido celoso me dirían después, o la brujería de una querida despechada, según otros- lograron que me mandaran en el 70 a cortar caña tres meses a un campamento. Cuando regresé había perdido mi honorable puesto de carnicero. Sin hablar de mis manos que estaban destrozadas de tanto machete, ni de la vista, la bizquera se fue convirtiendo en ceguera total del ojo izquierdo y nubes en el derecho. El hollín –Pandafilando cogió otro buche- el hollín de las hojas de caña quemada, me empeoró la vista. Me fui a vivir con una hija –¿te había dicho que tenía una hija?- que vive en un pueblo de pescadores. Durante años tejí y tejí redes. Cambié el ruido de la imprenta el zas y zas de la carnicería y las jodidas picadas de las hojas de la caña por las redes y el vaivén de las olas. Pero vivía agregado y regresé a la ciudad. Trabajé hasta el retiro en una tabaquería. Pasé años liando puros para los españoles, cigares para los franceses, cigars para los ingleses. Volví a vivir bien, casi como en la época de la carne, un sobrino que trabaja en turismo, en un hotel –¿te había dicho que tenía sobrinos?- Pandafilando bajó lo más que pudo la voz, un sobrino me vendía en dólares los tabacos, los Cohibas, los Montecrito, los Romeo y Julieta que me cogía en la tabaquería a sus amigos extranjeros...Hasta que reapareció mi hermano mayor, Ginés, a quien –de tanto bajar la voz casi tengo que repetirle que me diga lo que me dice- a quien ayudé a irse en un barco a Miami en la época en que yo tejía redes, dio noticias después de muchos años y agradecido, me invita ahora a Miami. Voy a La Habana a pasar la entrevista para mi visa. Otro hermano mío, que vive en La Habana hace tiempo, me espera en el ferrocarril, por suerte que si no...

Me suelta su historia de un tirón, como si hiciera mucho tiempo que no tuviera a nadie a quien contársela, quizás a fuerza de repetírsela, supongo, a los mismos de siempre. El viejo ya se ve en los Estados Unidos, me digo, por eso se confía de esa manera conmigo, debe creer que esta es su última vuelta por la isla.

FERROMOZA e INSPECTOR:- ¡Santiago de Cuba próxima estación Santiago de Cuba!

(Gritan a dúo la misma ferromoza de siempre aprovechando y un hombre que parece ser un inspector).

- Todo siempre ha comenzado por aquí, por Oriente, por Santiago de Cuba, por aquí..., interrumpe su disertación Pandafilando con supersónico realismo espacial... ¡Que calor!, ¿no? Bueno siempre hizo calor aquí...¿tú conoces Santiago?

Le digo que sí y añado que de Santiago solo conservo en mi memoria –me paso inútilmente la lengua por los labios- el gusto del Pru, esa bebida de plantas...esa bebida...verde...-me callo de repente tocándome la cara, olvidando que Pandafilando no puede verme.

-Todo siempre ha comenzado por aquí, repite él, por aquí cerca Colón y las carabelas, Hatuey y el fuego, las ciudades, las guerras y las invasiones, y después todo termina pasándose para allá, del otro lado, para Occidente...el Pru, dices el Pru, sí, recuerdo haberlo tomado alguna vez, y ese es tu recuerdo de Santiago, por casualidad ¿te llamaras Marcelo?

Me las arreglé para suplir con unas frases el olvido de mi presentación. De tanto querer esconder mi aceitunado estado facial ni siquiera le había dicho al semiciego mi nombre ni las causas de mi regreso. Y por primera vez él gira, cambia de posición haciendo un semicírculo, buscándome, supongo, con todas sus menguadas capacidades oculares, cuando le digo que mi nombre es Apolonio, que me dicen el contemplativo, que huyo de una mujer llamada Medusa (no menciono a la PIS porque no confío tampoco en un semiciego que acabo de conocer ni aunque diga que se va a Miami) y que he estudiado letras, que trabajaba en una biblioteca, y que escribo.

De un buche termina la botella y enciende por enésima vez el mismo cabo de tabaco. La punta encendida de la ceniza le ilumina los labios y la menguada barba, sus dedos extensos se deslizan por lo que queda del tabaco. Por un momento la brasa de su tabaco es la única luz de nuestro compartimiento. Me pasa la botella con su mano derecha, mientras con la izquierda saca un momento la jicotea y le da un beso sobre el carapacho antes de volverla a meter en la jaba.

PANDAFILANDO G:- Escribes, repite, me mira o intenta hacerlo, y pasa extrañamente la lengua sobre sus labios con el mismo gesto que yo había hecho al mencionar el Pru. Escribes, repite, se seca los labios con el dedo índice, y deja en el aire, entre las espirales y el humo que sigue camino de los orificios del techo y de los rayos de la luna, algo que imagino son unos puntos suspensivos...Y ¿qué escribes?

            Nos quedamos dormidos. El con la cabeza recostada al asiento. Yo apoyado en mis rodillas, tomando la mochila de almohada. Debieron pasar algunas horas pero al despertarnos estábamos aun en la misma estación de Santiago de Cuba. Por suerte yo no había vuelto a soñar con el cangrejo. Ese sueño con un cangrejo que me persigue hasta atraparme y morderme con sus tenazas por todo el cuerpo, desde que por tener la cara verde la PIS consideró que era un intelectual con problemas ideológicos. Mi fuga a la capital se debía a esa persecución –no a la del cangrejo sino a la de la PIS- que después de convocarme varias veces me dio plazo definitivo (que ya expiraba) para que mi cara retomara mi color normal, o me encarcelaba por evidente (y coloreada) peligrosidad publica.

En medio de un acuoso sudor que nos pegaba a la ropa y los objetos que tocábamos; sentimos el bullicio de una música por los altoparlantes del andén y a nuestro lado una breve alocución de la ferromoza acompañada de un inspector.

FERROMOZA.-Estimados pasajeros; eso que se oye son los aplausos del discurso de un acto. Como ustedes saben es el acto que todos los años anuncia el comienzo de los Carnavales. Pero estamos parados aquí no por el acto, sino porque el tren no quiere arrancar, está pega'o a los raíles por culpa del calor, parece que se derritió como una melcocha. No se desesperen, se está buscando una solución a este problema...

El aire caliente desprendido por la penca de cartón de la ferromoza acabó de despertarnos, aunque todo parecía permanecer fijado a una inmovilidad calurosa que transformaba en museo de cera momentáneo a las personas, los animales de cría amordazados, y a los objetos que habían dado signo de vida durante el viaje.

INSPECTOR.-Tenemos que tomar una medida urgente…compañeros…

En un intento de explicación descongeladora, pensé yo. Las sombras gelatinosas de los pasajeros comenzaron a arrastrarse hacia donde estábamos. Entre los sonidos grabados de aplausos soplados por los altoparlantes, sentíamos las quejas y los paquetes empujados sobre el piso empolvado del vagón. Todos sospechaban que alguna instrucción importante iba a darse y se apuraban a abrirse paso con lentos empujones. La explicación tuvo lugar a nuestro lado:

INSPECTOR.-Compañeros, atiendan para acá, silencio por favor... Antes de pasar a distribuir una merienda de bocaditos de jamón (Se oyeron suspiros prolongados...) debemos informarle que: El tren no puede continuar debido al calor...las ruedas se derritieron y se pegaron a los raíles calientes. (Se oyeron quejidos apagados) Entonces, teniendo en cuenta que en Santiago de Cuba no hay agua para despegar el tren, el Sindicato Ferroviario y la dirección del Partido han tenido la iniciativa de encontrar una solución a la altura de las circunstancias...

FERROMOZA.(Eufórica y Gritona): -¡¡¡Que cada cual orine sobre los railes!!!,ese es el acuerdo...bajando de uno en fondo ¡ ¡ ¡a orinar!!!, el que no mee no come pa'que lo sepan. Abran las portañuelas y bájense los blumers que todo el mundo meeeeeeeeee...el que no pueda bajar, que mee en una lata y se la dé a otro, a ver si nos vamos al fin de este pueblo y de la calor, y repartimos los bocaditos de la merienda...

(Se oyeron pasos apresurados en busca de las puertas de salida del vagón y los primeros chorros comenzaron a salpicar las gravillas de la vía).

Tomé el último residuo de buche que quedaba en la botella y exageré la pronunciada bizquera de mi camarada: - Es ciego, les dije. Para que tenga derecho al bocadito de la merienda él va a echar su ración de orine en esta botella...

Los pasajeros ya estaban alineados a lo largo del andén cuando bajé a aportar mi liquida contribución. Cada doce personas se designaba un jefe de escuadra, como si fuéramos pelotones de un regimiento listo para atacar o defender un territorio ocupado por el enemigo. Pedí permiso al jefe de la escuadra que me pertenecía para que Pandafilando, a través de la ventanilla, me diera la botella.

-Es la del ciego, le dije al inspector, que no sin un gesto de contrariedad -no sé si por la sonoridad del nombre o si por el imprevisto, anotó en su libreta de papel cuadriculado-: Pandafilando, y entre paréntesis (Ciego).

INSPECTOR: -Si no queda constancia, añadió, ni aunque sea ciego coge merienda, el que no mee es un egoísta, y no come vaya...

En medio de la noche estrellada algunas luces suplementarias fueron encendidas en la estación para ayudar a precisar la puntería de los participantes.

INSPECTOR:-¡Que solidaridad!

Esto repetía constantemente el inspector al tiempo que inspeccionaba a otros empleados y a los jefes de escuadras. Se había suspendido el tráfico de las otras vías para que un grupo de viajeros diera la vuelta y se encargara de regar los raíles del otro lado.

Tratando de evitar desigualdades machistas -de más está decir que un hombre orina en público con mucha más facilidad que una mujer- las ferromozas calcularon donde comenzaba la mitad exacta del tren, e interrumpieron las filas de hombres para incorporar a  mujeres agachadas con recipientes en las manos y asegurar el alcance del objetivo; no olvidemos que los zigzags del chorro de orine de una mujer son también mucho menos controlable que la caída parabólica del chorro masculino.

Después de alguna discrepancia se tomó la decisión de que el acto no dejara de transmitirse por las numerosas bocinas colgadas a los postes del andén. El inspector respondió así a quienes alegando problemas de concentración, proponían bajar o apagar el discurso y la algarabía de los aplausos:

INSPECTOR:-No compañeros, un discurso como ése debe estimularnos a seguir adelante, pero quién ha visto que para orinar haya que concentrarse tanto, eh…

Fue otra la explicación que escuché mientras trataba de ocupar una posición que no me alejara de la ventanilla de Pandafilando. El inspector susurraba al oído de la ferromoza de mi vagón:

INSPECTOR-Tú eres boba chica, tenemos que apurarnos, si el discurso se acaba empiezan los carnavales y todo el mundo se va a tomar cerveza y nos quedamos solos...hay que dejar las bocinas para saber cuánto dura el discurso, tenemos que acabar de derretir el acero con el meao antes que se acabe el acto ese...

En lo que esperaba mi turno pude ver como los hombres alineados incorporaban a la iluminación de la noche disparejos arcos de chispas azafranadas. De esta manera, impedidos de verse, se intercambiaban frente a frente saludos de chorros elípticos sobre las dos líneas de acero candentes. Breves burbujas de humo acompañaban la caída del orine, componiendo una visual neblina acuosa que, al borrar la parte inferior de los vagones, daban la impresión de sostener en el aire al tren. A las hileras que terminaban de expulsar las reservas líquidas le sucedían otros tiradores que esperaban detrás, impacientes, como en una legión de soldados con fusil de una única bala, en filas que se multiplicaban desde que las mujeres exigieron la mitad exacta de la acera del andén.

Los arcos, atravesando a veces la luz o la claridad de algún que otro rayo de luna, adquirían tonalidades luminosas de variada intensidad según la potencia y la durabilidad  de los emisores. Emisores estos que a veces demoraban intencionalmente el acto de abrocharse –o desabrocharse- las portañuelas para mirar de refilón a las mujeres agachadas a su derecha, seguros que éstas, una vez terminada la misión urinaria, estaban obligadas a secarse y a subirse los blúmeres, momento éste de excesiva vulnerabilidad ocular que intentaba ser rascabuchado por los participantes. Y muchos de estos participantes eran transeúntes de paso, incorporados con entusiasmo debido a falsos rumores de posibles meriendas de recompensa a todos los colaboradores voluntarios que ayudaran a derretir el acero, o por el simple hecho de poder ver –corría la voz entre los que acababan de orinar- los pubis, los muslos y las entrepiernas oblicuas de las participantes.

Hubo que regular la entrada a la estación de decenas y decenas de hombres impacientes que esperaban que terminara el discurso de los altavoces y comenzaran oficialmente la venta de cervezas y los carnavales anuales de la ciudad; jugando domino, tomando ron, apostando a cartas descoloridas, o hablando de béisbol en un parque aledaño.

INSPECTOR:- ¡Que solidaridad!, no cesaba de repetir en alta voz el inspector, contemplando como yo las hileras de voluntarios imprevistos. El enemigo nos ha impedido renovar nuestros viejos trenes, pero la combatividad del pueblo ha permanecido intacta, ¿no es verdad compañeros?

Fue sumido en estas contemplaciones que me volví reflexivo y seguí con escalofríos que, -cubriéndome la cara-  supuse clorofílicos, las constantes alusiones al enemigo que hacia la voz del discurso transmitido por las bocinas.

Toda la movilización del acto, los chorros de aplausos que seguían a la arenga y se confundían con los intencionales chorros de orine, parecían -para mi estupor retrospectivo-, dirigidos contra las adversidades provocadas por el enemigo. Continuando a la velocidad de la noche -más que de la luz- mis reflejos protectores; volví a acordarme del enemigo, de mi cara verde, del sueño del cangrejo, de mi viaje y de mi necesidad de camuflaje, y me pregunté con exagerada mitomanía: -¿Y si toda esta representación es ficticia? ¿Y si la demora del tren, los raíles derretidos por el calor, la organizada llovizna de orine, el discurso y los aplausos, y si hasta el amable y sutil mediociego formaban parte de la estrategia de una terapia prevista por la PIS para impedir mi huida a La Habana, o al menos para verificar mi evolución cutánea en medio de la fuga?

Me dieron deseos de cometer el absurdo acto de pedir permiso para ir a orinar al baño de la estación y así poder mirarme en un espejo. Temí que se diera cuenta que yo había descubierto todo, y  tomé la precaución de echar mano a la lógica:

A: La realidad que estaba viviendo era irracional,

B: Yo, simple mortal, formaba parte de esa realidad quisiera o no,

C: La realidad y yo en ella éramos irracionales.

CONCLUSIONES: no podía hacer algo tan real –e ilegal- como tratar de huir o protestar. Estaba obligado a seguir simulando la misma normalidad colectiva para no levantar sospechas. Y eso fue lo que hice: me desabroché la portañuela y oriné sobre los raíles del tren como un Gargantúa caribeño, y además aporté a mi chorro el orine de la botella de Pandafilando.

Mientras yo orinaba, el inspector  me daba palmaditas en el hombro que provocaban salpicadas del chorro sobre mis tenis, al tiempo que repetía:

INSPECTOR–Así se hace compañero, así se hace...

Yo quise ver sus palabras –en otras dimensiones de mi duda pacifica- como una aceptación mutua de lo irreal. Regresé satisfecho y vacío de líquidos al tren, que anunciaba al fin su partida con un ruido de fondo de tambores y de trompetas, y un olor a cerveza a granel que supuse anunciaban el final del discurso y el comienzo del carnaval anual de la ciudad.

De regreso a su lado Pandafilando me confesó con risas encabalgadas, que las cosquillas del orine de un negro que le había tocado refrescar con el chorro proveniente de su verga la parte inferior de su ventanilla, hizo que se apagara de un golpe el vapor de los raíles debajo de sus nalgas. Sin detenerme a preguntarle cómo se las había arreglado para ver a un negro orinando en la noche sobre la vía férrea, estuvimos ambos de acuerdo en que al final lo del orine-versus-vapor, se podía considerar una buena estratagema.

Publicado completo en: https://www.insularismagazine.com/esp/armandovaldeszamora-hoy-ha-nevado-en-la-habana

 

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20 février 2022 7 20 /02 /février /2022 10:42
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6 février 2022 7 06 /02 /février /2022 18:09
EL CERNEDOR DE ARENA

Au bout du bras du fleuve il y a la main de sable

qui écrit tout ce qui passe par le fleuve.

                                                                                                                  René Char

 

Una mujer se pasea por el muelle con un pescado bajo el brazo. A través de un agujero del telón movido por el aire parpadea la luna. Se mueven las escamas agujereando con sus centelleos los ojos del pez que respira el agua del vestido de flores salpicado. Bordea la orilla, se descalza sin verme, escondido detrás del ciprés de la acera de enfrente. Se escuchan sirenas, a veces se encienden o se apagan luces como desorientadas voces de mando.

Ella hizo recomendaciones al sacerdote, al hombre de la casa, a mí y a la gente.

Anoto esta frase sobre la línea de agua sucia que duerme debajo de los puentes junto al cuerpo de un hombre que simula pescar con la paciencia de una estatua olvidada.

Y esta otra ocurrencia mayor: “Fra Mauro (1385-1460) desde Venecia, el cartógrafo monje que nunca viajó, necesitó la ayuda del navegante Andrea Bianco para completar post-mortem la circunferencia invertida de su mapamundi”. El ermita Fra Mauro inscribiendo en el monasterio de San Michele in Sola sobre un pergamino, las imágenes de los relatos de navegantes de vuelta que completarían su planisferio para Alfonso V de Portugal.

Algo nos completa lo ignorado, lo compartido por otros también nos pertenece. Marejadas que impiden tocar la arena entre el salitre de los arrecifes. ¿Cuál trascendencia para quien lanza una piedra si no encuentra un blanco entre las nubes su punta mojada? Bajo el agua los cadáveres perduran muy poco tiempo antes de salir a flotar atados al ancla de dos pescadores que conversan sobre una barca con cigarros encendidos.

Testigos fugitivos del toque de queda, esquivando los círculos de silbatos y linternas que buscan desertores que asocian al mal: “El conocimiento del mal es un conocimiento inadecuado”, escribe Spinoza, antes de añadir lo que sabemos desde Plotino, la mujer mojada, el pez y los centinelas con pistolas de agua y los dos pescadores que contemplan el cadáver enverdecido: si el alma humana solo poseyera ideas adecuadas, no formaría ninguna noción del mal.

El maratonista extraviado en el bosque se orienta al perseguir el vagabundeo de las hormigas al salir de sus cuevas. Hay una línea tan transparente como las escamas del pez al borde de la asfixia. Ah, claro, esa línea que regresa con la espiral inmóvil de un caracol que retengo en el puño cerrado. Deambular con la misión de escapar como el caracol asfixiado, o escondernos a tocarnos los rostros estirando los brazos en pleno día.

Del otro lado respira alguien, bajo la máscara, entre las rendijas del cielo que posee con su mirada de nuevo la luna. Con las luces apagadas los bordes del espejo roen las puntas de los dedos: uno no sabe lo que tiene hasta que no lo pierde.

(El más mínimo ruido interrumpirá la ciega contemplación para salir corriendo).

Los zigzags de tizas que trazan en la noche nuestros pasos son perseguidos por ladridos que deshacen los serpenteos de cal que cubren el jadeo de sus salivas. Dibujar la diana para quien la descubra le lance pedradas. Las parábolas de piedras saltarinas sobre el agua del río alternan con su centelleo humedeciendo el deslumbre blanquecino sobre el asfalto que se apaga a cada zarpazo en el aire de los perros.

¿Quién sospecha lo que tú mismo ocultas de ti? La apariencia de la silueta recortada con sonrisa. ¿Fra Mauro ignora en su planisferio la caída de Constantinopla o le escondieron otros monjes esa cicatriz ocupada por los otomanos? Lo que desconoces se incrusta en el humo blanco de la niebla del cristal de aguas donde te miras al amanecer para no ver bajo el puente los pies de aire del ahorcado. Extender los brazos también hasta los campanarios y al cerrar los ojos confiar en el eco de la grandeza inventada de ti mismo, no salva tu miedo de los ojos de quien avanza por el corredor y toca ante tu puerta con tu foto en los bolsillos: vengo de aquella hambre con cirios y silencios sepulcrales que pretendes olvidar sin volver la vista para no ser reconocido entre los que sobrevivieron.

Puede que se vuelvan a ver tú y la paseante que luce el pescado moribundo con gotas de agua sucia borrando las flores de su vestido. Creerte invisible a sus ojos que te completan es un fallido simulacro, las líneas en tu espalda del silbido de los policías y los ladridos.

Estoy sobre los mapas elegidos con rabia

Y tengo miedo que no me duela más el hambre

II

La luz de una vela mojada arrastra los pies del buscador de oro y el jadeo de la silueta del cuerpo sudado del maratonista. El éxtasis de buscar va dejando atrás cada segundo ahogado sin otras hendiduras de la arena, resistir al sol o a los relojes nada cambia al balanceo del sillón con volutas de café al atardecer: lo que sucede conviene, las malas noticias llegan rápido.

 (Sabes que existes sin mirar atrás las pisadas de tu sombra. Esas muescas de algodón humedecido por los labios antes de dormir hacen que tus pies recuerden el origen del duelo: la bendición del olvido desgarra las velas del barco que sabe que no vuelves).

La aureola de un buscador de oro en las mañanas del mar y las de un hombre que corre hacia la línea movediza de la meta se ignoran aunque pisen ambos galerías de cangrejos soñolientos. Uno viaja al revés del vuelo de los peces, el otro repite sus pasos aéreos hacia un horizonte que cambia de piel y de sílabas hasta dejarlo abandonado sobre los adoquines de una ciudad nevada donde no lo espera nadie.

El buscador de oro lanza al cielo las redes de aire de la arena confundida por la dorada luz del sol. Todo lo que brilla no es oro. Ese vuelo matinal de la silueta ahumada por el humo de un tabaco escribirá sus letras en las edades del niño que entra al mar sin saber aun nadar.

La repetición de las manos que criban, los ojos que filtran la luz atravesada, simulan el rastro del pie que se ahogará por la marea o las borrascas. No hay remembranza sino búsqueda: la resistencia que se reitera, la templanza que equilibra y tacha. El conatus de Spinoza como el deseo de durar o morir. Volver y volver, la persistencia que define, el oleaje o el puñetazo en los cristales cubiertos de nieve que abrigan la piscina donde bracea un forastero con la perseverancia feliz de haber escapado del infierno.

(Al dorso de las puertas cerradas antes de tirarse al agua estaba escrito que no volverías al murmullo moribundo del estadio y esos aplausos desganados tras el humo de los fumadores del domingo).

Aquí no ha pasado nada, se dice el día después de la muerte. Respira y vete. Nos vemos en el cielo.

Son efímeros los pasos del cernidor y el maratonista sobre la arena. La mirada a través de la cortina transparente que los separa del ventanal del restaurante por donde los observa el niño sentado en sus gradas sobre nubes que simulan el hielo. Las mujeres saliendo con sus máscaras mojadas de las duchas, abrirán sin las toallas que arropan sus cinturas, infinitas confesiones que el niño ignora mientras apedrea a las almendras o captura las pelotas de tenis de los bañistas matinales que le enseñan puntualmente a nadar.

Pero algo irreconciliable los distancia a los tres. El primero comienza por el final el alba de sus días, el segundo, a la caída del sol acelera hacia la meta, esa línea de oro que ambos ambicionan abrazar. El tercero tratará de cubrir con su cuerpo extendido sobre la hierba de los mapas el arco de fuego o de agua que lo acerque a la misma orilla del cernedor de arena y del atleta.

Vincennes, otoño de 2021

Ilust. “Le cribleur de sable” (1880) de Armand Guillaumin

Publicado en: https://diariodecuba.com/de-leer/1643826933_37236.html

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24 décembre 2021 5 24 /12 /décembre /2021 11:35
NUBES TALLADAS. FORMAS DE LA IMAGINACION EN LA LITERATURA CUBANA CONTEMPORANEA (1959-2019)

Tomando como base la subjetividad de los autores y sus intenciones a la hora de concebir sus imágenes y argumentos, Armando Valdés Zamora propone en este innovador libro segmentos de lo que, según él, podría concebirse como formas de una historia de la imaginación literaria cubana, segmentos conformados a partir de estimables trabajos sobre autores canónicos del siglo XX como José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Virgilio Piñera y Guillermo Cabrera Infante, Reinaldo Arenas, así como de escritores de actividad más reciente, entre los que se pueden citar a Abilio Estévez, Leonardo Padura, y Carlos Victoria.

El trabajo paciente y abarcador de Valdés Zamora llama la atención por el punto de vista elegido. Con la doble intención de interpretar la narrativa de la isla a partir de bases teóricas poco explotadas por la crítica y de transmitir la experiencia intelectual de su exilio, el autor privilegia la llamada Escuela de la conciencia o Escuela de Ginebra.

La tentativa evidente de eludir los modos de valorar una literatura nacional según las referencias contextuales y las finalidades ideológicas, se enfrenta aquí al desafío –que se supera plenamente– de manejar con certeza y destreza fundamentos teóricos foráneos y aplicarlos a la literatura cubana, tan distante, en muchos aspectos de la francesa, principal objeto de estudio de críticos como Georges Poulet, Jean Rousset y Jean Starobinski.

Pero tal y como lo indica el verso de José Martí que da título al libro, Nubes talladas debe leerse sobre todo como el resultado de un desplazamiento existencial y cultural, con las ganancias y pérdidas que impone, para bien y para mal, una vida en el exilio.

Gustavo Pérez Firmat

Columbia University

Portada : Parfois l’horizont de Joaquín Ferrer

https://editorialverbum.es/producto/nubes-talladas

 

Vivir en el exilio, tallar en nubes.

                      José Martí

Vivir en el exilio

I Historia de la Imaginación de José Lezama Lima

            El cuerpo escrito de José Lezama Lima

            El modelo insular en la poesía de José Lezama Lima

            Fragmentos a su imán: un modelo de espacio interior en el imaginario literario cubano

            Confluencias o la experiencia de escribirse a sí mismo

            El cuerpo como memoria literaria cubana: Carpentier, Lezama y Piñera

            Carpentier habla (en francés) de José Lezama Lima

            La Habana en las crónicas de Jorge Mañach y José Lezama Lima

            El curso de literatura francesa de José Lezama Lima

            El deseo del viaje: la traducción de la literatura francesa en Orígenes y Sur

            El enigma Lezama: la crítica francesa y el autor de Paradiso.

            La biografía posible de José Lezama Lima

II Los reinos de Abilio Estévez

            De vuelta de la utopía: la obra narrativa de Abilio Estévez

            La escritura imaginaria de Abilio Estévez

            De una isla al mundo: Figuras de la imaginación de Abilio Estévez

El navegante dormido: la historia de una vieja casa de madera frente al mar.

            El jardinero y yo: funciones y representación de la imaginación en El año del Calipso

            Los Archipiélagos de Abilio Estévez

III El sol de las estatuas: Evasiones/Olvidos/Simulaciones

            Notas para una historia de la imaginación literaria cubana

¿Quién le tiene miedo al lobo? Los escritores cubanos y el poder

Sexo y exceso en las narraciones de Reinaldo Arenas

La literatura cubana actual en los Estados Unidos

Auge y decadencia del erotismo en la literatura cubana más reciente.

La Patria de la noche: PM y Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante.

Políticas literarias cubanas: Memoria, Olvido y ‘Embaraje’ 

Bibliografía

Índice onomástico y de materias

422 páginas

           

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19 septembre 2021 7 19 /09 /septembre /2021 11:03
LAS SOMBRAS ROMANAS DE CALVERT CASEY

Pasas junto a las murallas resecas sin proyectar sombra

Calvert Casey

(“A un viandante de mil novecientos sesenta y cinco”)

 

Cita de prófugos en Cornavin

Al final de una mañana de 1966 Calvert Casey llegó, probablemente desde Budapest, a la estación de trenes de Ginebra donde lo esperaba su amigo Juan Arcocha. Calvert iniciaba un último exilio que, como es sabido, terminaría con su suicidio en Roma.

Ambos escritores se conocieron en La Habana en 1959 al volver a la isla de lugares disímiles para coincidir en los primeros meses de la insólita revolución: Calvert había llegado de Nueva York en 1957, Arcocha desde París, adonde se había ido en 1955 a estudiar letras en la Sorbona. En el número 51 de Lunes de Revolución del 4 de enero de 1960 dedicado, precisamente al primer año del castrismo, coincidieron los dos.

En su crónica “El centinela en el Cristo” Calvert cuenta una visita nocturna, -acompañado por un turista extranjero-, al Cristo de Casa Blanca en Regla, del otro lado de la bahía de la capital. Las páginas son un elogio al “rostro infinitamente limpio y profundo de un centinela”, encarnación del nuevo hombre revolucionario. Arcocha, más explícito, en su breve comentario “Saludo a los nuevos cubanos”, exaltaba el rescate de valores morales de quienes habían contribuido a la caída de la dictadura de Batista y construían la nueva sociedad. Poco tiempo después y durante la visita a Cuba de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, Arcocha sería el intérprete de ambos, hecho por el cual se le identificaría en lo adelante en los recuentos históricos y culturales de la época.

Lejos, muy lejos estaban ambos amigos de sospechar que poco tiempo después se saludarían, como fugitivos de una élite errante, en una estación de trenes suiza. Los dos, en momentos dispares, y en circunstancias también diferentes, habían dejado tras ellos la isla, el entusiasmo por la revolución, y sus lenguas maternas para vivir en Europa. Si estaban en Ginebra era, precisamente, porque la condición de políglotas, esa capacidad de desdoblamiento de la identidad, esa amalgama de simulación y apropiación, les permitiría sobrevivir en la nueva patria del exilio.

La tregua momentánea que significaba encontrar a un amigo con el que compartía múltiples afinidades, hace pensar en el único poema que Calvert Casey escribiera y que (azares de la fuga) acababa de publicar entonces en La Habana en la revista La Gaceta de Cuba: “A un viandante de mil novecientos sesenta y cinco”. Por unas semanas Juan Arcocha se convirtió en su sostén y Calvert no encontraba palabras ni actos para agradecérselo.

Después de haber sido corresponsal de Revolución en Moscú y agregado de prensa en la embajada cubana en París junto a Alejo Carpentier, Arcocha decide quedarse a vivir definitivamente en Francia. El poder hablar varios idiomas hizo que buscara trabajo como intérprete en varias organizaciones internacionales como la Unesco en París –donde trabajaría con Julio Cortázar-, la FAO en Roma y, las Naciones Unidas en su sede suiza.

Juan acogió a Calvert en su estudio recién alquilado, no lejos de su lugar de trabajo, las oficinas de la ONU. El desconcierto y las aprehensiones propias al carácter de Calvert se acentuaban por la decisión de exilarse y la obligación de asumir la precariedad material e incluso, la legal. Al haber renunciado a la nacionalidad de Estados Unidos, Calvert quedada desamparado y a la merced de las autoridades de la isla para renovar su pasaporte cubano.

Por su parte Juan tardaría 17 años de ruegos a las autoridades de París para poder tener la nacionalidad francesa: “los franceses -me contaba- se preguntaban si yo trabajaba para la CIA o para la seguridad cubana. Lo peor es que, sin trabajar para ninguna de las dos, tanto la CIA como la seguridad sospechaban lo mismo, dejándome en un limbo legal que me obligó, a darme cita con mi madre en la frontera de Canadá por no tener visa para ir a Miami”.

  • ¿Qué te parece si le escribo a Antón una carta a La Habana contándole que Juan recibe tan bien que hasta me prepara el desayuno y me lo lleva a la cama todas las mañanas?

Con estas ocurrencias que dejaban pasmado a su anfitrión y por momentos alternaban con el desasosiego, recordaba Juan la estancia de Calvert en Ginebra.

Al principio de su exilio, sin saber qué hacer para encontrar un trabajo y con unos 300 dólares de ahorros, Juan Arcocha había sentado campamento en un hotel de Ginebra. Su misión consistía en pasar varias veces por semana por la ONU a citas con las que lograría al final tener un contrato de intérprete del francés, del inglés, del ruso y del italiano, lenguas que hablaba. Éste era el argumento con el que había convencido a su amigo a unirse a él en Suiza. Antes de que volviera a La Habana a trabajar en una quincalla y en la Cuban Telephone Company, Calvert había fungido como intérprete en las oficinas de la ONU en Nueva York.

Entre las escalas que hiciera Calvert para despedirse de sus amigos a principios de 1969 estuvo una visita a Juan en su apartamento de París. Después de entrar y sentarse, casi sin haber comenzado a conversar, le lanzó como un alivio la frase que dejaría perplejo a Juan:

-Querido Juan mi madre acaba de morir en La Habana…ya puedo suicidarme sin remordimientos.

                Guillermo Cabrera Infante en su ensayo “¿Quién mató a Calvert Casey”? de su libro Mea Cuba narra el momento en que Juan Arcocha, “amigo que amaba a Calvert –no era una hazaña: todos sus amigos amaban a Calvert”-, le dio por teléfono la noticia del suicidio de Calvert Casey en Roma.

La sombra romana

Tal y como reza en un tachado apunte final del manuscrito, fue en Roma en 1979 cuando Arcocha termina Las sombras romanas, una novela dedicada a Calvert Casey que nunca se publicaría.

La novela cuenta la historia de Jorge, un intérprete de la FAO que es perseguido por un personaje nombrado La Sombra. Tanto Jorge como su sombra están al corriente de los movimientos, por Roma, del otro; ambos narran indistintamente en primeras personas sus peripecias. Una tercera voz, supuestamente del escritor del relato que leemos, interviene periódicamente para tratar de poner orden en la trama, al mismo tiempo que requiere a un interlocutor que deviene su alter ego o, a su vez, en su sombra. La presencia simultánea de estos cuatro personajes configura una tetralogía de voces a través de la cuales se consigue que el acto mismo de escribir coincida con la intriga que se describe: los personajes protagónicos, el narrador y su sombra, ven y son vistos en un tenso espejeo de acciones y reflexiones. El “escritor” y su sombra polemizan sobre los acontecimientos, juzgan las acciones de los dos personajes al mismo tiempo que pronostican los actos a venir y de manera simultánea Jorge y su Sombra actúan de la misma manera.

Sin alejarse del universo profesional de los intérpretes de la sede de la FAO en Roma, una serie de personajes sobre todo femeninos (María Luisa, Sarita, Encarnación Muller) se suceden en la narración, revelan aspectos de la psicología de Jorge, y vienen a completar al personaje, más allá de sus monólogos sobre la persecución de La Sombra. Un lector atento podría preguntarse qué se busca detrás de las simetrías de una consciencia desdoblada, y llegaría a creer que la presencia de otros personajes diversifica el conflicto, pero no es así. Las mujeres, sobre todo colegas de trabajo, es decir también intérpretes de otros idiomas y no amantes, vienen a acentuar la duplicidad de Jorge y de su sombra. Esa alteridad de protagonistas que duplican sus vivencias incluye a su vez a estas mismas mujeres en su relato de persecución: la bipolaridad no se rompe, se acentúa. La Sombra no se conforma con perseguir a Jorge, en su vigilancia exhaustiva, se inmiscuye en la vida de sus amigas y se convierte en íntimo de ellas después de seducirlas.

Llama la atención en esta novela el diálogo permanente no solo con la ciudad de Roma, con su lengua (italianismos) sino también con la cocina, el cine (Vittorio de Sica, Pasolini, Fellini) la arquitectura (Bellini y Borromini) el teatro (Pirandello) y la literatura (Italo Calvino) de Italia. Subyace en este gesto algo que sobrepasa la alusión o la escenografía, el esnobismo o el deslumbramiento. Más allá del recuento anecdótico o autobiográfico de una experiencia vivida en la sede de la FAO, La sombra romana asume un desvío de las zonas privilegiadas por la escritura literaria cubana, y un juego con la asimilación intencional o espontánea de otra cultura. En esta interrogación sobre la propia identidad del narrador, Calvert Casey podría funcionar como el interlocutor del Arcocha narrador, como su sombra, la mejor manera de homenajear su memoria, así como reconocer una reciprocidad estética y una complicidad humana.

En 1967 en la introducción a la edición española de El regreso y otros relatos, Calvert Casey detalla el paralelismo que en su consciencia asociaban indistintamente a Roma y a La Habana:

Aquella ciudad no era Roma, era una ciudad muy remota, era La Habana. Las semejanzas resultaban casi dolorosas (…). A la emoción que me produjo el espejismo siguió un pánico infinito (recordé el pánico que sienten los elefantes cuando próximos a la muerte se sienten muy lejos de donde han nacido). Estaba terriblemente lejos de La Habana. Quizás había perdido para siempre el paraíso (y también el infierno) de la primera visión. Aquella mañana terminó mi exilio voluntario. Debía volver al escenario de los descubrimientos, donde todo viene dado y no es necesario explicar nada.

En La sombra romana se pasa por alto una comparación explicita entre las dos ciudades e identidades: “Roma es un tema imposible para un escritor moderno” escribe Arcocha. No obstante, el mismo título de la novela y la dedicatoria a Calvert Casey alertan sobre posibles e inesperadas significaciones que podría insinuar esta historia en el mismo escenario de la capital italiana.

Me arriesgo a suponer que en esta novela inédita de Arcocha lo cubano trata de insertarse en la cultura romana a través de signos al mismo tiempo sutiles y provocadores. A la vez se trata de eludir la densidad de un discurso sobre la identidad y sus orígenes, mientras se advierte al lector, de una manera lúdica; es decir a través de indicios que muestren la exterioridad del narrador al contexto cultural descrito.

No es cuestión ahora de añorar una ciudad (La Habana) distante porque ya no existe la esperanza de un regreso. Ahora la resignación prevalece sobre la celebración de la huida. Los narradores omniscientes de la novela describen, ridiculizan y critican comportamientos y manías tanto de los italianos como de los franceses, los alemanes, los norteamericanos e incluso de otros latinoamericanos. Y en medio de estas lucubraciones humorísticas, un invitado a una fiesta, y del cual sólo se aclara que es cubano, deslumbra a todos con un picadillo criollo que, advierte, no tiene nada que ver con la carne a la boloñesa.

Por otra parte, en la mención deliberada de dos emblemas del barroco y de la arquitectura romana, se puede interpretar una de las claves sugestivas de La sombra romana, un trompe-l'œil trompe a su manera a la propia estética barroca que deviene objeto del juego de las representaciones y de la actuación de los protagonistas del libro.

 Me refiero a la mención que se hace en la novela de la Plaza Navona de Roma y a la leyenda de la rivalidad entre Bernini y Borromini representada en un supuesto dialogo entre la Fuente de los Cuatro Ríos diseñada por el primero, y la iglesia Santa Inés en Agonía del segundo. En la fuente aparecen representados cuatro ríos de cuatro continentes (El Nilo, el Danubio, el Ganges y el Río de la Plata), en las figuras de cuatro gigantes de mármol blanco. El exotismo provocador de la fuente se completa con animales como el león, el cocodrilo, la serpiente de mar, el caballo, el delfín y el dragón, entre otros. Sin embargo, la leyenda de la enemistad entre los dos grandes maestros del barroco italiano (Borromini suizo y Bernini napolitano) se basa en la mano levantada por el gigante de Francesco Baratta que representa el Río de la Plata. La imaginación popular ha propagado la idea de que la intención de esta mano izquierda levantada hacia el cielo es de ocultar la visión de la iglesia Santa Inés en Agonía cuyo trazado era obra de Borromini.

                               Encarnación se despide y Jorge se queda sentado terminando su cerveza.

La piazza Navona se va vaciando poco a poco. La hora del almuerzo está cercana. Los turistas llaman a los camareros, pagan la cuenta y se aproximan a sus autobuses. Han desaparecido las mammas romanas con sus críos; hace rato ya que cuecen los spaghettis. Los prostitutos también se han marchado. No me fijé en si habían encontrado cliente.

Jorge le hace seña al camarero y lanza una mirada divertida a la estatua de Bernini que durante siglos, a menos que haya una guerra atómica, seguirá tratando de no ver la cúpula de Borromini.

                               Por lo visto, mi Sombra tiene la intención de dejarme almorzar solo.

Sería una lástima que se desinteresara de mí. Creo que se ha convertido, como el infierno en aquel cuento inolvidable de Virgilio Piñera, en una querida costumbre.

 

Algunas líneas más adelante, Arcocha describe la escena final: La Sombra asesina a balazos a Jorge en plena Plaza Navona, ante decenas de testigos despavoridos. De esta manera se violenta el espejeo, se rompe esa coexistencia permanente de espacio, tiempo, materia y espíritu de ambos personajes, tan propia a la morfología que predomina en el barroco.

Una de las bromas recurrentes en mis conversaciones dominicales en su apartamento parisino con Juan Arcocha, giraba precisamente alrededor del barroco y de la figura de Severo Sarduy, sin dudas (junto a Alejo Carpentier) el escritor cubano mejor insertado y más influyente en los circuitos intelectuales de París en la segunda mitad del siglo XX. Arcocha y Sarduy habían compartido cierta amistad durante un tiempo y se veían con frecuencia, pero Juan no le perdonaba al camagüeyano su adhesión al estructuralismo y sobre todo al barroco. Al yo indagar por el hecho de no ser él ni sus libros conocidos en Francia (su única novela publicada en francés fue Tatiana y los hombres abundantes ) uno de los argumentos esgrimidos por Juan era el barroco y Severo:

-Chico, la culpa fue de Severo que le dio por eso del barroco y el neobarroco y nos desgració a todos. Cada vez que yo mandaba un manuscrito a una editorial la respuesta era la misma: “Vous n’êtes pas représentatif de la littérature cubaine”. Eso quería decir simplemente que no era barroco. Severo, tan simpático que era…nos jodió con sus monerías…

Desde el punto estético La sombra romana pasa de largo sin detenerse ni en las modas ni en las corrientes literarias que las circunstancias de entonces exigían. Escrita en Roma, en una prosa clásica por un exilado político cubano que no formaba parte ni de círculos literarios ni editoriales, a la manera de una psicológica crónica policíaca, sin intenciones de identificarse con el boom literatura latinoamericana, y en pleno apogeo del neobarroco; cargaba consigo pocas posibilidades de verse editada a finales de la década de los 70 o en la de los 80.

El filósofo Adriano Tilgher en un estudio sobre Pirandello expuso una idea que de cierta manera es la base de lo que se ha dado en nombrar el pirandelismo. Existe en las obras de Pirandello, opinó Tilgher, contemporáneo del dramaturgo, la expresión de un contraste entre la vida y la forma. La primera fluida y espontánea, la segunda rígida, convencional, estática. El individuo asume diferentes roles paralelos a su identidad en el conflicto por reconocerse frente al otro y su alteridad.

Sin tener como objetivo de esta introducción realizar una lectura crítica de sus diez novelas publicadas, se puede interpretar La sombra romana de Juan Arcocha a partir de esta visión de la realidad y del hombre. Si bien Arcocha hace dudar al lector hasta provocar su incredulidad, una racionalidad se impone al final y actúa a manera de equilibrio entre el desvío de lo real y una idea preconcebida de lo representado. Esta rigidez que se caracteriza por no dejar ningún cabo suelto, actúa como la síntesis de una tesis que provoca la sensación de haber leído la exposición de un argumento y no la recreación deliberada de una ficción. Anótese de paso que, en La sombra romana, es la Sombra quien mata a Jorge, es esta especie de vivo inconsciente quien suprime al sujeto y no lo contrario ni el suicidio.

Calvert Casey en su ensayo “Diálogos de vida y muerte” de 1961 se refiere a la obsesión por la muerte en José Martí. Tres ideas paradójicas relacionadas con esta fascinación se revelan capitales para comprender el pensamiento y la escritura del propio Calvert. La primera es la de la muerte como orden (¿“Qué es la capacidad de morir sino la capacidad de ordenar”?), la segunda la del suicidio “Fuga, diría un psiquiatra moderno, tendencias suicidas, autodestrucción, duplicidad del ego u odio a sí mismo. Todo es posible”, escribe a propósito de Martí. La tercera idea es a mi juicio la predominante en él con respecto a la muerte, se trata de la idea de trascendencia: “Sería pueril negar que a la inmanencia Martí prefiere la trascendencia”, escribe.

Calvert combina estos instintos en su decisión de morir. Si morir es poner orden es porque se está seguro de concluir un ciclo, antes de tomar cuerpo en otro estado después de la muerte. La muerte es un refugio del ser ante esa realidad incontrolable, una sombra, esa “duplicidad del ego”, esa copia de sí mismo en otra dimensión en la cual se pueda descansar. La idea de transcendencia en él está relacionada con las creencias y supersticiones (espiritismo, hinduismo, misticismo, etc) que confesaba asumir, y se puede percibir en textos como los cuentos “Mi tía Leocadia, el amor y el paleolítico inferior”, “En la avenida” y, por supuesto, en el célebre capítulo “Piazza Margana” de la desaparecida novela Gianni, Gianni en el cual “la conciencia de la eternidad” “adquiere un una dimensión avasalladora”: el narrador decide entrar en el cuerpo de su amante a través de su sangre y perpetuarse en él.

En “Mi tía Leocadia..” el narrador está tomando un café con leche cuando se da cuenta que el almacén en el que se encuentra (Ten-Cén o Woodworth’s) ocupa el espacio de la antigua casa de su tía muerta. Momentos antes pensaba precisamente en el destino de las cenizas de millones de seres y esqueletos de muertos en la historia de la humanidad. El cuento termina cuando el protagonista ve el rostro de su tía y siente “el granito pulido y durísimo” bajo sus pies.

 “En la avenida” el narrador que observa al principio de la narración “un falso monumento romano” a todas luces en La Habana, imagina al final perdurar con su amante “incrustado para siempre” en los muros de tierra caliza de ese monumento para ser eterno.

La trascendencia en Calvert Casey no pretende ser espiritual sino material y física. Su idea de la trascendencia se encarna en el cuerpo y se completa en su posesión. Confrontado a una dualidad permanente (lingüística/social/sexual/) Calvert prefiere la calma (el quietismo a la manera del místico Miguel de Molinos en su Guía espiritual) y la fusión intemporal e invisible. Dicha tranquilidad eterna puede conducir al deseo de morir, deseo que en Calvert alterna con la posesión del otro y la supervivencia material del sujeto y el objeto unificados.

María Zambrano en su conocido ensayo sobre quien fuera su amigo en Ginebra, alude a esa disociación entre individuo y circunstancias:

Y si poco fuera esto resulta que en la vida humana, la que nos ha dado, ser y realidad no coinciden. Y el hombre tiene que conjugar sin declinación ser-vida-realidad. Tiene que jugar ese drama no creado por él. Y la realidad al que recibe ante todo el ser, se le aparece como ‘lo otro’, como algo que se entremezcla y con lo que no se sabe qué hacer. Una distancia le separa de todo, pues que el ser como absoluto que es, es inapelable. Y abre así un vacío. Y en el vacío, la necesidad de una forma. Vacío que se acrecienta alrededor de quien se exige una forma total.

Calvert Casey en ese juego de simulación para tratar de eludir la realidad a la que no se puede adaptar, se funde con su sombra, no la distancia ni es víctima de ella como el Jorge de La sombra romana la novela que le dedicara su amigo Juan Arcocha, es él quien desaparece e imagina un viaje eterno en su interior, en el otro, sin necesidad de matar ni de suprimir a quien desea poseer.

La linterna mágica de Calvert Casey

                En 1971 el escritor sevillano Aquilino Duque publica en España la novela La linterna mágica, dedicada a Calvert Casey. La sombra romana, el manuscrito de Juan Arcocha -quien fuera amigo y colega del autor en la FAO de Roma-, dialoga con esta novela de Duque. Estamos entonces en presencia de dos homenajes novelados a un amigo común. La sublimación de la figura de Casey, los periplos accidentados de su exilio y el suicidio, son las bases de ambas narraciones.

                La linterna mágica narra la vida de Quimo (Casey) y de colegas entre los que sobresale Vanozza, única mujer del grupo cuyos miembros -incluido el narrador- trabajan como intérpretes en la FAO y en otras organizaciones internacionales. Dividido en capítulos con nombres de ciudades, Duque cuenta en este libro de manera fantástica el ir y venir de personajes que encarnan la convulsionada década de los 60 en los Estados Unidos y en Europa. En medio de ese muestrario de entes estrafalarios y de sus conflictos, la vida de Quimo se aparenta a su ser; es una especie de oasis sensible que atrae a todos quienes cruzan su camino y se percatan de su excepcionalidad. El recuento de anécdotas que sirven de testimonio existencial van de Nueva York a Roma –ciudad cuyo nombre, se puede leer, Calvert vio por primera vez al revés en un cristal: AMOR- pasando por París, Praga, Viena, y Nueva Delhi.

                En un pasaje clave para comprender el significado del título de la novela, el narrador se encuentra por azar con Quimo, su viejo amigo en Nueva York, en una taberna de la Praga que precediera la invasión soviética. Quimo-Calvert fungía en Praga como director de la Casa Caribe por órdenes del gobierno de La Habana. Al día siguiente Quimo le da cita en un “teatrillo en el que no importaba desconocer la lengua, porque no era un teatro de personas, sino de cosas. En el escenario a oscuras se movían los objetos más dispares en una pantomima de levitación. Los actores o tramoyistas, enfundados en mallas negras, hacían con tijeras, naipes, paraguas y sombreros maravillosos juegos de malabares”. Al final de la representación Quimo hace una observación que le sirve al escritor para imaginar la escena final de su suicidio: “¿Por qué no podrá quitarse uno la ropa y disolverse en la oscuridad?. Mañana iremos a “La Linterna mágica”. Esta gente se ha dado cuenta, a fuerza de vivir en la sombra, de que a veces las sombras son tan reales como los cuerpos, si no más reales incluso.”

                En el último capítulo del libro, en la escena que describe el suicidio de Casey, se retoma la imagen de la sombra como alteridad que se desea alcanzar.

El espejo ventana de Quimo se animó de pronto con los ángulos y círculos de una proyección estereográfica. La linterna mágica funcionaba tal vez por arte de magia; en realidad, el interruptor estaba entre los muelles del sofá donde Quimo acababa de sentarse. Quimo se aproximó al falso espejo-pantalla; se quitó los lentes; se alisó las cejas; cerró y abrió los ojos. Agrietaban el cristal cresterías de relámpagos; se abrían desfiladeros de cuchillos; se agrupaban triángulos, como dientes de tiburón, las lápidas nutridas del cementerio judío. En la luna del espejo Quimo era sólo una sombra, una silueta. Tuvo miedo; recordó lo que una vez Melaza le dijera, que del mismo modo que el cuerpo es imagen de Dios, la sombra es imagen del Demonio, y él, que había buscado al Demonio deliberadamente, se echaba a temblar ahora que creía tenerlo cara a cara (…) Quimo fue a dar la luz, pero al volverse hacia el interruptor tropezó con algo y cayó de bruces. La sombra se le echó encima blanda, pesada; Quimo tuvo tiempo de voltearse y se abrazó a ella. Lucharon a brazo partido toda la noche, derribando muebles y cuadros, rasgando sábanas y cortinas, haciendo añicos el invisible laboratorio. Era un abrazo de amor y de muerte, de cuerpo y sombra que a cada acometida cambiaban los papeles; unas veces Quimo sentía que era él; otras, que era la sombra, y a la sombra le debía de pasar lo mismo. La verdad cambiaba de campo como una pelota. Cantó un gallo en una azotea vecina y Quimo atenazaba entre las piernas a la sombra exhausta; dentro de poco amanecería y le vería la cara. Quimo sintió en la ingle un pinchazo agudísimo y soltó su presa. Vio aún una escalera de peldaños luminosos; luego una sombra inmensa. El espejo volvió a girar sobre sus goznes y la linterna mágica dejó de funcionar.

Salvando las distancias que imponen las perspectivas narrativas de cada una de estas dos novelas, tanto La linterna mágica en 1971 como La sombra romana en 1979 se valen del simbolismo del arquetipo de la sombra a la manera en que lo describiera en su método de psicología analítica Carl Gustav Jung, fundamentalmente a partir de traducciones y libros difundidos después de su muerte en 1961.

La teatralidad de la representación de lo visto y lo invisible, de la luz y de la sombra, sirve como metáfora de la realidad al personaje que encarna Casey en La linterna mágica de Duque. La figura de Calvert un apasionado de cine (incluso del surrealista) y con una ecléctica imaginación esotérica y mística, se presta para ser reinterpretado desde multitud de ángulos. Duque se apropia de una anécdota en Praga y de la vida de Casey que él novela para imaginar la visión del mundo del personaje y su suicidio. Los cuerpos y la realidad pueden camuflarse como en el teatro de sombras chinas o en los efectos producidos por una linterna mágica, para escapar al control del poder, en esa Praga comunista que antecede a la invasión soviética donde se encuentran el narrador y Casey. Las sombras son a su vez proyecciones del yo y de su psiquis, personificaciones de todo lo que el sujeto se niega a reconocer en él debido a su consciencia moral, a las obligaciones sociales y a las circunstancias de su existencia que le han impedido a su consciencia integrarlas. La sombra de uno como alteridad del bien y de Dios representa el mal absoluto de uno mismo.

En la relación irreconciliable entre la realidad y la consciencia de Calvert Casey, tanto Duque como Arcocha prefieren la victoria de la sombra, del inconsciente, a la manera en que aparece en el cuento “La Sombra” de Hans Christian Andersen. En ese cuento un sabio especialista del bien y el mal, de la belleza del mundo, es perseguido y explotado por su Sombra hasta la muerte. En vez de describir un combate fundador y triunfante con un ángel o Dios, como Jacobo, según se describe en el Libro de la Génesis capítulo 32, Aquilino Duque elige la derrota y el lado sombrío e irracional del mal como enemigo final de Calvert Casey.

A raíz de la publicación en inglés de los cuentos de Calvert, el periodista James Polk escribió el 26 de julio de 1998 en The New York Times: “Casey escribe desde las sombras con la certeza y fluida seguridad de quien las conoce bien”. Sorprende que la imagen de la sombra perdure aun como símbolo de la literatura de este escritor, aunque con la distancia del tiempo y de su muerte se infiera que Calvert escriba desde el rol del doble de su consciencia, convertido a la vez -y al fin- en él y su propia sombra.

Vincennes, verano de 2021.

Publicado en: https://www.hypermediamagazine.com/literatura/ensayo/las-sombras-romanas-de-calvert-casey/

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1 septembre 2021 3 01 /09 /septembre /2021 04:49
LAS MANZANAS DE CALIXTE

LAS MANZANAS DE CALIXTE

 

                                                                            Yo quisiera saber exactamente los milenios,

                                                                         O cuántas edades completas contribuyen

                                                                     A transformar en pulpa y en perfume

                                                    Una manzana

                                                                        Gastón Baquero

(“Plenitud de la manzana”)

 

En el silencio ceniza de los geranios del jardín, ahora que están abiertas de par en par las puertas de maderas escarlata, se garabatea el rocío seco del verano que jadea a estas horas de la tarde junto a los visitantes que ascienden la colina adosada con el blasón del castillo.

Un caballo de caoba detenido en su tic-tac parece recibir desde la chimenea a quien abra la puerta del salón por primera vez, aunque, fijándose bien el visitante, la mirada de sus ojos despiertos atraviesa la piedra recién labrada por los obreros ucranianos en dirección a la playa de Caudon.

Del otro lado de la valla amurallada deambulan los gatos. Caen las manzanas, antes imaginarias con la nieve postiza de las ilustraciones, sobre el horizonte de madera del jardín. Vienen de tan lejos en su caída que no las describe ni el aroma maduro des cáscaras heridas. Ruedan las manzanas en un zigzag de astros dormidos hasta los pies de Calixte indiferente a sus colores ocres, y a la mirada atenta de una tortuga que vigila con sonrisa de piedra el regreso de los sauditas o los ingleses al castillo abandonado para otra guerra de 100 años.

(Ayer pasó con un pan bajo el brazo el guardián de la fortaleza olvidada a las enredaderas de helechos que ocultan la luz de las saeteras. Miraba hacia lo alto en busca de los halcones que, al mismo tiempo, tratan de encontrar entre los torreones un sitio donde anidar. Las rebanadas de ese pan cortaban la silueta de las almenas a través de una garita encendida a medianoche).

Cada línea de fina lluvia estival describe años en el paisaje de las colinas verdes y entre el maullido de los gatos que tratan en vano de cubrir de transparencias a la luz.

Un barco de carbón vacío atraviesa la Dordoña y desde lo alto de un campanario Calixte le dice adiós creyendo que es el mar y el infinito la franja de agua. Imagina, supongamos, destinos de países coloreados a ese barco estropeado que no irá a otro puerto sino a la orilla de enfrente por la que deambulan anónimas siluetas de forasteros.

Está lloviendo sobre el castillo de Montfort, y las manzanas de Calixte ruedan pendiente abajo hasta la panadería de Margot, entran una a una en fila india a los hornos encendidos esperando que puñados de hambrientos bañistas las devoren azadas o las lancen sobre el acantilado de Caudon.

La manzana cortada en dos divide el paisaje del sol y las grietas de las galerías por donde siguen pasando a gritos los combates ficticios de guerreros con falsas armaduras de papel.

Miam Miam, azucarada con almíbar y listo para salir a buscar los gatos que escuchan jazz frente a la fortaleza. Mojado con el agua regada a los geranios, Calixte sigue rodando las manzanas y persigue a los gatos mientras lame sus dedos embarrados de almíbar.

Rodeado de manzanas que ruedan en todas direcciones, pasea Calixte con una empolvada maleta de escolar y el cordel de un auto de madera frente a la barbacana y el puente levadizo cuando se abren sus maderas junto a una, dos, tres, decenas de manzanas que caen sobre el foso como soldados sonrientes que regresan de otra batalla ganada a los ingleses.

Castillo de Montfort, Dordoña

                                                                                                           Agosto, 2020.

Ilust. Andrés Quéllier « Le réguge oublié de Jeanne Pomme »

Colección AVZ

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