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22 août 2020 6 22 /08 /août /2020 22:50
EL DIA QUE ME FUI DE CUBA ESTABA LLOVIENDO EN PARIS

Mais quel était donc cet Esprit qui était en moi et en dehors de moi ?(…)

Une idée me vint : l’homme est double, me dis-je(…)

Suis-je le bon ? Suis-je le mauvais ? me disais-je.

En tout cas, l’autre m’est hostile…

Gérard de Nerval, Aurélia (1855)

 

París y yo con aguacero

        La lluvia era también gris en su perturbada transparencia como el cielo de la mañana de aquel sábado 23 de marzo de 1996 en que llegué a París, la ciudad que, según Henri IV -asesinado a puñaladas por un demente- “bien vale una misa”. Grises eran las columnas del aeropuerto, las caras apresuradas de los aduaneros, la coloración borrosa tras los cristales y las cortinas de agua de coches y autobuses de colores monótonos.

     Mi vuelo fue desviado de aeropuerto a causa de un mal tiempo, y estoy solo y en tierra desconocida esa mañana en que debía comenzar una nueva vida. Tres personas hubieran podido venir a buscarme. Roland, el presidente de la asociación Demain Cuba que envía un barco de leche en polvo para los niños cubanos y aceptó inventar que yo era un ayudante benévolo para facilitar mi huida. Lázaro, que pasó 6 años en las cárceles de Cuba como preso político y a quien he llamado por teléfono gracias al periodista Olance Nogueras que me dio en Cienfuegos su contacto, y Véronique, claro. Véronique mi salvadora, que no podrá venir porque la han enviado de urgencia a trabajar a Burdeos.

     Pero no. Nadie espera al naufrago aéreo que llega con una visa turística de sólo un mes, 50 arrugados dólares en sus bolsillos y rústicos balbuceos aprendidos de un francés básico: Qu’est-ce que c’est?, Je m’appelle/Je suis Cubain…

     Me veo ahora: soy ese desorientado viajero que busca en vano quién lo guie con una angustia que atenúa la certidumbre radical de saber que jamás volverá a vivir en el lugar donde nació. Arrastra ese vagabundo ingenuo un bolso azuloso que su padre, afortunado, trajera de su viaje a Miami y que los cubanos, risueños rencorosos, llaman gusano. Un bolso de libros, únicamente de libros, y un piyama rojo tan espantoso en su diseño que hará reír de sorpresa a Véronique en cuanto fueron a dormir la primera de sus noches francesas.

     Empiezo esta mañana bajo el agua una nueva biografía. Y me adentro en ella con ese desconocido que comienzo a ser y hubiera querido encarnar desde hace mucho tiempo: el mismo que escribe estas páginas casi un cuarto de siglo después desde su biblioteca frente a la torre del castillo de Vincennes, y que cuando mira atrás es desvelado por fantasmas que prefiere adormecidos.

     Aparece Roland: se abre una luz en la grisura del cielo cuando nos deslizamos en su auto por una cinta de asfalto que termina en la rue Molière de París, a escasos metros del Louvre. Entre bromas sucesivas por haber escapado con éxito de la isla, estamos parqueando frente a su apartamento cuando veo tras las hebras plomizas de lluvia una tarja de mármol mojada:

César Vallejo

Poète péruvien

Né à Santiago de Chuco en 1892

Mort à Paris en 1938

Séjourna dans cet hôtel

De 1924 à 1927

     Me veo releer bajo el aguacero las letras de piedra en la puerta del hotel donde viviera César Vallejo. Convencido, no sé por cual impulso irracional, de que era una vida y no la muerte quien tenía que esperarme a partir de ese día, se me ocurrió lanzar, como un adolescente llegado de provincia, la frase que en el cementerio Père Lachaise gritara Rastignac después del entierro del Père Goriot : “A nous deux Paris maintenant!”.

     Comenzaba a terminar ese anochecer lluvioso el extenso primer día de mi vida en Francia.

El consuelo del cielo

            El último día de mi vida en Cuba se desdibuja en mis recuerdos no por la lluvia sino por la refulgencia del implacable sol bajo el cual corría en todas direcciones a pie, en mi fastidiosa bicicleta china Forever ,o en el único automóvil de la familia; un Skoda de 1965 de mi primo Miguelito.

            Previamente había cumplido con rigor todas y cada una de las obligaciones humillantes del esclavo que aspira a comprar su carta de libertad: consultoría jurídica para la invitación en Francia, oficina de emigración para mi primer pasaporte cubano, demanda de permiso de salida del territorio o tarjeta blanca, visa a la embajada francesa con billete de ida y vuelta pagado casch, y un certificado de alojamiento del apartamento de Véronique que probaba dónde viviría en París.

            De las angustias apuradas y sucesivas de ese día recuerdo las llamadas por teléfono para despedirme de los amigos, la verificación constante de todos los papeles en regla, y las imágenes. Sobre todo, las imágenes. Las imágenes de las calles de Marianao, los parques de bancos descoloridos y a la intemperie, los lugares todos que pasaban a través de la ventanilla del Skoda y de los cuales, de tiempo en tiempo (entre las pausas para comprar una botella de ron o una caja de tabaco), estaba consciente que me estaba despidiendo quizás de manera definitiva.

Y el olor del mar. Claro. Ese olor a salitre invisible que llega con el eco del rompido de una ola contra un arrecife, y que nunca regresa con los mismos matices cuando cierro los ojos frente al Mediterráneo o en una desierta playa bretona.

            Lo único fácil de preparar de mi último día fue mi equipaje. En mi gusano cabían los ejemplares más preciados de mi biblioteca y eso era suficiente. Recuerdo sí, que para jugar con una canción de Willy Chirino e impedido de poder llevar conmigo un colibrí en el avión, puse en el bolsillo de mi descolorida chaqueta de mezclilla, un libro de Martí que a cada rato muestro a mis hijos.

            Mi familia fue advertida de que mi viaje era sin regreso y como resultado de esta confesión sincera surgió una nueva preocupación: todos quisieron ir en masa a despedirme al aeropuerto. Hubo que movilizar otro coche porque el Skoda no daba abasto. Fue Alain, un risueño congolés aplatanado en Cuba quien condujo en su Lada soviético al resto de la familia.

Aparezco así en las fotos: sudado y nervioso, esquelético bajo la ropa regalada para la ocasión, y de la mano de los sollozos de mi sobrino Pedro Luis de 8 años. Fue Alain quien -me cuentan- tomó una foto mía desde la terraza del aeropuerto en el momento justo en que yo saltaba de la escalerilla a la puerta del avión. Mi madre conservó hasta su muerte esa foto en la cabecera de la cama, más como prueba de una victoria que como consolación.

            Una semana antes de volar de La Habana a París fui a despedirme de mi madre a Santa Clara. Me levanté temprano para ir a tomar el tren que me llevaría a La Habana el último de los días pasados juntos. Ambos sabíamos que era muy probable que no nos viéramos más en esta vida. Ya en el portal me di media vuelta para despedirme de Pancha y decirle algunas de esas banalidades que la trágica situación exigía. Fue entonces que mi madre, endurecida por años de presidio, muertes de familiares, y miserias sin límites, pronunció la frase de adiós que me acompaña siempre:

            -Yo te enseñé que el cielo existe…¿no?. Entonces…nos vemos en el cielo…

IMITACION DE SENECA

                                            La distancia  entre el reino de lo divino

          y lo humano es en todas partes la misma.                                      

                                                                                                      Séneca

El mar que nos separa. Los días que se suceden. Lo inesperado al fin de una vida en otras tierras, me obligaron a esperar que tu dolor por mi ausencia se calmara con la costumbre de no tener noticias para escribirte ahora desde Córcega.

He aprendido a cerrar con mis manos ciertas heridas que al conocerlas me han hecho más fuerte que quienes trataron de atormentarme con ellas. De lejos pienso que he vencido con mi huida, aunque la victoria sea dibujar con mis dedos en la nieve la silueta de nuestra casa ausente. 

He vencido al dormir sobre la arena y entre los abedules de aquellos mapas que antes, ¿recuerdas?, marcaba con flechas coloridas sobre la pared de mi cuarto.

Este verano estoy en otra isla que se llama Córcega y me rodea otro mar. Un mar calmado y de otro azul, casi sin olas, y más frío que el de aquella playa de Marianao adonde fuimos juntos todas las mañanas de mi infancia.

(Recuerdo que mientras cocinabas entre hornos de leños encendidos yo recogía caracoles por la orilla, abría a pedradas almendras caídas de los árboles de un parque, y aprendía a nadar con ancianos jugadores de tenis del Yatch Club).

Sé que me echas de menos porque ahora, que soy padre, veo en los ojos de Ariane el mismo resplandor con el que te escuchaba pedirme que me fuera para estar a salvo.

Al verla dormir hay instantes que coinciden con los rezos en los que pides a tus dioses que nunca le falte a tu hijo un lecho del otro lado del mundo donde envejeces.

Sabes que soy un desterrado: el que no puede volver. Pero quiero que te resignes a la alegría de que tu hijo sólo ha cambiado de sitio.

A veces cuando abro los ojos después de haber dormido, o al esperar a alguien sentado a la mesa de un café, me pregunto cuánto tiempo va a durar nuestra despedida.

Aquí en Córcega he leído la carta a su madre de un señor llamado Séneca que vivió hace mucho tiempo y al cual encerraron en una torre para que no pudiera volver a Roma.

De eso hace siglos, pero como el tiempo se desdibuja entre nuestra ausencia y la fecha desconocida de mi retorno, todo pasado por lejano es igual de borroso y comparable: tu mirada que el fulgor del sol de Cuba obliga por las tardes a adivinar en tus ojos entrecerrados, es la misma de una señora corsa que hoy veía pacer sus cabras en lo alto de una montaña donde no llegan las ramas de ningún olivo.

(He visto todos estos días al mar mojado por la luz de un peñasco encendido al atardecer y he aprendido que hay bellezas aguardándote en cualquier sitio aunque quien las admire sea como yo un fugitivo).

Pero toda la belleza del mundo no puede provocar que ahora me calle.

Que olvide, madre, el veredicto de mirar a los ojos del verdugo y preguntar por qué, antes de dar la vuelta y volver a la playa con una almendra en los bolsillos y tus manos diciéndome adiós desde el portal de una casa que ellos han destruido.

Yo no puedo volver y tú me enseñaste que tiene que existir el cielo.

Hay un destino entre tú y yo que no puede ser otro que vernos de nuevo antes de convertirnos en una de esas estrellas que, cuando estamos solos, nos miran para recordarnos que la misma distancia nos separa a ambos de sus esplendores en el firmamento.

Vincennes, junio de 2020.

Publicado en:  https://deinospoesia.com/2020/08/15/dejar-la-isla-armando-valdes-zamora/?fbclid=IwAR154dbsvHw3VB5OclDY7tJzv2kXadZ_gii3ZNI9jwxfpqXiWNITdb8V81E

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2 juillet 2020 4 02 /07 /juillet /2020 22:39

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30 juin 2020 2 30 /06 /juin /2020 14:17
GALERIE MITTERRAND: CUBA TALKS

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24 juin 2020 3 24 /06 /juin /2020 21:27
PRESENTACION DE HORIZONTES DEL CANGREJO

La Unidad Editorial les invita a participar en el live (en vivo) del título "Horizontes del cangrejo"que se realizará el día jueves 25 de junio a las 17:00 hora de México y a las 12 de la noche hora de Paris; a través de nuestra cuenta de Instagram @unidadeditorial.
https://www.instagram.com/p/CBwLjRQhaOv/

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16 juin 2020 2 16 /06 /juin /2020 11:04
FUIMOS JUEVES EN LONDRES

-Óiganme ustedes –exclamó Syme con énfasis desusado-.¿Quieren ustedes que les diga el secreto del mundo? Pues el secreto está en que sólo vemos las espaldas del mundo. Sólo vemos por detrás: por eso parece brutal.  Eso no es un árbol, sino las espaldas de un árbol; aquello no es una nube, sino las espaldas de una nube. ¿No ven ustedes que todo está como volviéndose a otra parte y escondiendo la cara? ¡Si pudiéramos salirle al paso al mundo y verlo por enfrente…!

                                                                               G.K. Chesterton   (El hombreque fue jueves)

I

Adolfo estaba convencido de que el fracaso en los intentos por derrotar al gobierno se debía a la falta de intelecto. El uso de la fuerza bruta no podía funcionar ante enemigo tan poderoso, argumentaba, con medio siglo en el poder y controlando todas las instituciones y organismos del estado. Cada conspiración –aseguraba Adolfo cuando nos reunía- basada en planes bélicos o en atentados personales, terminaban mal, tanto por la desigualdad de fuerzas como por haber sido infiltrados previamente por agentes dobles del tirano. Eran predecibles y se decidían en un acto; sin hablar de una disidencia a lo Gandhi –le gustaba repetir- que cree, como una superstición, en la divina opción electoral ¡con gente que no hace elecciones!, decía antes de sentenciar:

Adolfo: -La inteligencia, la discreción y la sorpresa, deben ser las bases de una nueva batalla relámpago y de élite: decapitando al faraón cae la pirámide.

(Dejo al lector la reflexión sobre la evidente paradoja que puede provocar una primera lectura de esta sentencia: la de conjugar felizmente la mezcla del reinado de la razón y de la inteligencia, con la intención manifiesta y final de liquidar al tirano).

Comienzo hablando de Adolfo porque fue a él a quien se le ocurrió la idea de crear un club que reflexionara sobre un plan contra el poder despótico. Eso sí, a condición de dirigir la puesta en práctica de sus ideas, no las ejecuciones concretas.

Adolfo: - Con siete personas basta para comenzar. Tejamos el club como la espiral de un caracol.

Tanto Adolfo como Rodolfo,  los otros y yo mismo, éramos jóvenes recién graduados de escuelas de arte, y el hecho de haber sido enviados de manera obligatoria a integrar un colectivo artístico, encargado en realidad de animar veladas culturales a ingenieros de la Ciudad Nuclear, lo vivimos desde el principio como una humillación.

Esta deshonra intelectual, para quienes nos imaginamos en puestos más o menos a la altura de lo que creíamos ser, nos fue sumergiendo en un estado de descontento que desembocó en un comportamiento hostil. De la decepción pasamos al rechazo de lo que nos rodeaba en aquellos parajes de futuros electrones en ebullición. No había sido cuestión de un día o de dos, sino un largo y paulatino proceso que sólo vi dibujarse mucho tiempo después, o ahora, cuando se trata de mirar atrás con varios años de por medio.

A medida que el tiempo pasaba y aquello de trabajar dirigidos por la sección ideológica del Partido, se volvía insoportable, nos fuimos alejando del cumplimiento de esas órdenes para crearnos un universo codificado e íntimo. Leíamos más literatura extranjera, nos informábamos sobre lo que ocurría en el mundo; nos poníamos de acuerdo para hacer grandes escapadas a la capital a ver películas, festivales de teatro, exposiciones. Desgraciadamente cada vez nos llamaban al orden desde la Ciudad Nuclear, y nos exigían volver como estaba establecido en no sé qué contrato con el ministerio de cultura.

Nuestra inteligencia (al menos la que creíamos poseer) era menospreciada en aras de la diversión de un numeroso grupo de ingenieros y técnicos formados en Moscú, para operar la primera Central Nuclear del país. Convertidos en bufones de tecnócratas, Adolfo supo ingeniárselas, una de esas tardes de ocio en que preparábamos un monólogo u otras versiones de canciones del folclor nacional, para convencernos de crear el selecto grupo conspirativo.

Con sólo cerrar los ojos y pronunciar su nombre me estremezco treinta años después: La semana. Ese sería en adelante el nombre de nuestro club, al cual le dedicaríamos tres años de nuestras vidas. Evocar La semana desde un café de Londres, como hago ahora, me provoca una extraña mezcla de estupor y de regocijo que quizás sólo tengan en común la satisfacción de haber sido una experiencia única a una edad, y en unas circunstancias, que hubieran podido asfixiarme lentamente de agobio o de mediocridad.

Adolfo sería Domingo, claro, y cada uno de nosotros asumiríamos el nombre de otros días de la semana. Yo que había llegado de último a la Ciudad Nuclear fui nombrado Sábado. Pascal, sería Lunes, Lázaro Martes, Miguel Miércoles, Rodolfo Jueves, y Rolando Viernes. Aunque, como es de suponer, las cosas no estuvieran claras al principio, nos enfrascamos en avanzar ideas en cada reunión semanal. A los miembros de La Semana nos unía una frase que Adolfo Domingo decía haber inventado. Esa clave dialogada era el contacto que nos protegería, en circunstancias de peligro, de cualquier infiltración enemiga:

UNO: - Pan en griego significa Todo.

DOS: - Pero también significa Pánico.

Si la fecha de reunión era un lunes, era Lunes quien tenía a cargo la dirección de la misma, y así sucesivamente. Fue Rodolfo, un jueves, quien tuvo la idea considerada genial que se convertiría en nuestra primera misión hacia la liberación de la tiranía: robar el uranio. Como es sabido, sin uranio no puede funcionar un reactor nuclear.

Este hallazgo le dio cierta aura protagonista a Rodolfo Jueves en el grupo, vale la pena aclarar. No sólo competía con Pascal Lunes en eso de leer un libro por día (algo que a todas luces irritaba a Adolfo Domingo que perdía protagonismo intelectual), sino que ahora se aparecía con una proposición atractiva a los ojos de los aspirantes a conspiradores que éramos entonces. Y esto explica en parte, querido lector -como veremos más adelante-, el título de lo que ahora está leyendo.

Según nuestras informaciones, la nación, ante la carencia de los habituales suministros de petróleo del extranjero, necesitaba con urgencia la terminación de la Central Nuclear. De acuerdo a nuestros cálculos, un golpe como el que preveíamos tardaría la recuperación de la ya tambaleante economía, exaltaría a la población, y aceleraría la caída de la tiranía. Si bien estábamos conscientes que ese golpe debía ser simultáneo a otros, ése era el principal objetivo de nuestra actividad reflexiva.

Como es de suponer, lo más complicado de una guerra que se base en el intelecto, consiste en pasar a la acción. Era tan evidente esta realidad que al preguntar alguien en la reunión de un jueves por el comienzo de las acciones, un silencioso ángel se paseó entre los asistentes. La popularidad relevante no sólo de Rodolfo Jueves por iniciador, sino incluso de Adolfo Domingo por ser Jefe de La Semana; se vieron afectadas unos días, ante la falta de proposiciones concretas que dieran al fin inicio al combate en el que sustentaban sus existencias.

II

Cada vez que rememoro el comienzo del desenlace de este trance, me repito que, por mucho esfuerzo reflexivo que hiciéramos, no sabríamos si era Dios, el Diablo o simplemente el destino, quien enviara al Ingeniero Cuervo a nuestra puerta.

Debo mencionar para preparar la entrada por la ventana de nuestras vidas de Cuervo que, para alojar a los miembros de La Semana, la dirección política de la ciudad nos había asignado un caserón de madera medio en ruinas, a la orilla del mar y a unos dos kilómetros de la Ciudad Nuclear. En un portal destartalado que conservaba, vale reconocerlo, algo de su antiguo esplendor copia de ciertos chalets de madera de Atlanta o de New Orleans; nos dábamos sillón un atardecer cuando vimos venir a un visitante.

Ingeniero Cuervo: -Buenos días. Discúlpenme que los moleste.  Soy ingeniero nuclear en la Obra del Siglo, pero me apasiona el arte. Los he visto actuar a ustedes en una de las veladas culturales de la Ciudad Nuclear y, según tengo entendido, se les puede contactar si uno es aficionado al arte. Por eso he venido a verlos.

De más está decir la sorpresa provocada entre los miembros de La Semana. Recuerdo bien que Rodolfo Jueves, que se balanceaba a mi lado al mismo tiempo que rasgaba una guitarra y canturreaba algo sobre un unicornio azul, creo, paró en seco el sillón y sus alaridos, para ponerse de pie e invitar a entrar a la sala de la sede del club al visitante.

No es necesario explicar que poco a poco y con brevísimos intervalos de tiempo, cada uno de los siete miembros del club nos dimos cuenta que el tal Cuervo era la buena pieza que podría ayudarnos a salir del pantano práctico en el que nuestra idea genial se encontraba.

Adolfo Domingo se encargó, como jefe, de hacer visitar a Cuervo la casa (además de dormitorios teníamos un pequeño teatro y varias oficinas), y lo invitó a tomar parte como actor (claro, después de tomar un breve curso de formación) de una versión de Tartarin de Tarascón la obra que preparábamos en esos momentos.

El Ingeniero no podía disimular su entusiasmo por estar entre nosotros. Nos sentamos todos alrededor de él en el salón, y Pascual Lunes le sirvió una tisana de hierbas aromáticas (a falta de té, aclaró). No se preocupe, he estado muchos años tomando té en Moscú durante mis años de estudiante nuclear…además, mi mujer Vera es soviética, replicó Cuervo, y poco faltó para que nos frotáramos las manos al unísono ante la presa que venía a caer en nuestras redes, algo que sí haríamos instantes después, al escucharle su respuesta a la pregunta -casi colectiva- de cuál era su trabajo en la central nuclear:

Ingeniero Cuervo: - ¿Mi trabajo aquí? Soy el ingeniero responsable de compras para el funcionamiento de la central (Por suerte estábamos sentados en butacas y en un canapé, y no en las mecedoras del portal, y no nos pusimos a rodar por tierra al dar nuestros respectivos y mal disimulados brincos). No paro de hacer viajes a Moscú ahora que estamos terminando, agregó casi con una especie de fastidio que se me antojó profesional.

Cuervo se entusiasmó con la tisana y más aún con los tragos de una botella de ron que Rolando Viernes salió a buscar y encontró entre los vecinos del modesto pueblo de pescadores que estaba frente a nuestra casa, y nos contó su vida. Su hermano era artista, pero a él le dieron la misión familiar de ser el aplicado estudiante de la familia y lo enviaron a Rusia, perdón a la Unión Soviética, corrigió. De alguna manera siempre había sentido una especie de nostalgia por el mundo bohemio y auténtico de su hermano, confesó haciendo una pausa que interpretamos como un elogio a nuestro club, el cual, por cierto -y reparando otro olvido del narrador que soy-, de manera pública y oficial, ostentaba el nombre de Brigada Artística.

De más está decir que una vez marchado Cuervo, y con unos cuantos tragos de ron de más, el entusiasmo de La Semana fue general. Entre abrazos con palmadas en la espalda, gritos y otros ruidosos gestos de entusiasmo, Adolfo Domingo trató de poner un poco de orden. Una vez vueltos a sentar en el centro de la sala, le pidió a cada uno de nosotros exponer hipotéticas ideas para comenzar a servirnos de la reciente amistad con Cuervo.

Teniendo en cuenta que el ingeniero con inquietudes artísticas se mostraba interesado no sólo por el teatro sino también por la música y la poesía, podíamos acercarnos a él cada uno de los especialistas en esas disciplinas. Yo, responsable de la poesía en la Brigada Artística, quiero decir en el club, no dudaría en hacerle escribir algunos versos si era necesario por tal de ir sacándole información sobre el uranio y el funcionamiento del motor nuclear, por muy futurista como estilo que eso pareciera. Yo sería su Marinetti, pensaba entonces.

No hubo que hacer mucho esfuerzo para acercarnos a Cuervo: el venía casi todas las noches a la casa a cantar a coro, ensayar el papel protagónico de Tartarin que se le había asignado, o a que yo le corrigiera poemas que en secreto comencé a llamar nucleares.

En cada encuentro, el alcohol y la camaradería forzada hasta las borracheras y el intercambio de chismes, hacían locuaz a nuestro científico invitado. Hasta el día en que nos confesó que partía de viaje a Moscú a inspeccionar los últimos materiales que debería enviar en barco y llegar en unos meses para la fecha de inauguración de la central.

Fueron semanas de intensa actividad, las desarrolladas por La semana durante la ausencia rusa de Cuervo. Si en conversaciones, esta vez más personales con Adolfo Domingo y Rodolfo Jueves, parecía concretizarse lo de la compra y el traslado del uranio desde Rusia en una fecha inminente, había que apresurar el conjunto de las otras acciones que desestabilizar  el poder de la tiranía.

Para estos fines se llegó a la lógica conclusión que harían falta dos cosas: formar a grupos de discretos agitadores que llegaran a cabo nuestras calculadas actividades subversivas, y, sobre todo, buscar financiamiento. Porque la verdad es que lejos estábamos de tener capacidad monetaria con nuestros salarios de saltimbanquis, para ejecutar lo que nuestro orgullo consideraba un letal plan de ataques sucesivos.

III

Durante varias semanas cada miembro de La Semana se dio a la tarea (así se decía retomando el lenguaje oficial de la burocracia partidista), de formar células encargadas de crear el caos en diferentes sectores de la sociedad. Las órdenes eran estrictas: las reuniones tendrían lugar con los miembros reclutados en una fortaleza militar colonial al abandono, y no en la sede de la Brigada Artística. Los nuevos integrantes del club sólo conocerían a uno de los seis jefes guías de la semana, teniendo en cuentan que Domingo debía ser protegido de posibles delaciones y que dedicaría su tiempo a reflexionar y supeditar el trabajo del colectivo.

Dicho de paso, esta fortaleza colonial en ruinas (que los pescadores solían nombrar con tremendismo  castillo), sería con el tiempo el lugar ideal para enterrar nuestros documentos confidenciales: un registro policíaco en el caserón sería decepcionante porque nada comprometedor encontrarían.

Volviendo al programa de La Semana, Adolfo Domingo nos repetía que teníamos que ilusionar a la gente. Ilusionarlos con la instrucción y convencerlos que mediante el coctel de instrucción y acción, el poder terminaría por ceder.  Porque no podríamos  comprarlos ni recibir ayuda del extranjero; nos acusarían de la más peligrosa de las injurias: ser mercenarios del enemigo.

Claro, nuestro líder demoró en detallarnos lo que preveía como acciones que, por más que se maquillaran eran acciones de sabotaje. También nos escondería (y esto lo supimos mucho después) que desde aquel rincón inhóspito él dirigía de manera paralela otros clubs en la capital. Uno de ellos (según me aseguraron el tiempo que estuve preso) estaría directamente encargado de tomar la cúpula del estado y ejecutar su presidencia.

Por lo que a La semana corresponde, cada célula estaba obligada a cumplir un exigente programa de lecturas. La cobertura de pertenecer como aficionados a la Brigada Artística, justificaba las reuniones, y el trasiego constante de libros entre los miembros. Además de las obras literarias fáciles de adquirir por haber sido editadas en la isla en español, Adolfo insistía en divulgar autores prohibidos, y, sobre todo, obras filosóficas -por supuesto no marxistas- que poco a poco nos fueron llegando por diversa vías desde el extranjero.

Recuerdo que las novelas y ensayos de Borges, Octavio Paz, Vargas Llosa y traducciones españolas de Milán Kundera, circulaban entre nosotros discretamente forradas con el periódico del diario del partido comunista. Sin contar a filósofos como Schopenhauer, Nietzsche, Heidegger y Hannah Arendt publicados principalmente por editoriales argentinas.

Hago un paréntesis para aclarar algo y pueda comprenderse este viaje mío a Londres: quizás hayamos sido Rodolfo Jueves y yo, Apolonio Sábado, los únicos que compartimos con Adolfo Domingo la intimidad de una rara referencia libresca. Esa complicidad involuntaria nos hizo en apariencia más cercanos a él, pero, con sinceridad, más cómplices a Rodolfo Jueves y a mí.

Adolfo Domingo nos había pedido que tradujéramos del italiano antiguo al español su libro de cabecera Delle acutezze de Matteo Peregrini. Hasta donde sé,  de este Tratado sobre la agudeza (o sobre el ingenio) publicado en Boloña en 1669, un año después del nacimiento de Giambattista Vico, sólo existe la versión en italiano y una traducción al inglés. “Sin este libro Vico no hubiera podido concebir La Scienza Nuova, aunque por supuesto le deba mucho a Baltasar Gracián el Peregrini”, nos deslumbraba entonces Adolfo Domingo como suelen deslumbrarse los jóvenes a quienes alguien que le lleva algunas ventajas (como el carisma y las lecturas) deja con la boca abierta; en la admiración o en la obediencia.

El trabajo de traducción nos llevó meses y nos hizo más cercanos a Rodolfo Jueves y a mí, encerrados horas en la improvisada biblioteca de la casona, y repartiéndonos los capítulos al azar. Aunque fuera nuestra cercanía una cercanía surgida más de la impotencia que de los aciertos o la afinidad: terminamos traduciendo como nos diera la gana. Nuestros rudimentos del latín, el  italiano precario, y la desidia; nos desmotivaron. Únicamente cierto respeto hacia Adolfo Domingo nos hizo terminar de traducir el tratado cuyo alcance creíamos estaba sobrevalorado por el jefe de La Semana. Así por ejemplo, en el pasaje el capítulo VI,  Peregrini enumera las siete fuentes de la agudeza o del ingenio de la siguiente manera: “lo incredibile o inopinato, ingannevole, concerto, imitazione, entimematico, sottointeso, derisivo”.

Nuestras propuestas de traducción distaban de manera alarmante. En lo que yo ponía: lo maravilloso, lo ambiguo, lo aberrante, la metáfora oscura, la alusión, lo ingenioso y el sofisma, Rodolfo Jueves traducía: lo increíble, lo inesperado, el concierto, la imitación, lo enigmático, lo sobrentendido lo irrisorio. Digamos que lo cierto es que esta manera de salir del paso como se pudiera para dar la impresión de avanzar, iba definiendo cada uno de nuestros actos, a todas luces incompletos por apresurados o incoherentes.

Con el tiempo, y después de muchos años en París, he situado mejor esa obsesión de Adolfo Domingo por Peregrini. He llegado a sospechar primero, y a concluir más tarde, que se trataba de un desvío de la reflexión hacia zonas más cotidianas del espíritu para explotar mejor sus capacidades de dominación, dejando a un lado, fuentes más agotadas y de intenciones políticas evidentes, como la de Il Principe de Maquiavelo.

Lo cierto es que Adolfo Domingo sospechaba que mientras más pasaba el tiempo, el encanto de su palabrería se jodía si no iba acompañado de realidades. Para completar su imagen fue ordenando acciones a todas luces descabelladas que podrían infundir temor o susurrantes sarcasmos, ante los subordinados de él que habíamos pasado a ser.

La lista de proyectos era muy amplia, pero recuerdo algunos de ellos, quizás por ser los más insólitos y agresivos:

1 Tratar de descomponer los alimentos de los comedores colectivos tanto de los ingenieros como de los obreros. La intención era clara: crear un creciente malestar que provocara protestas colectivas y reiteradas. Anoto que al menos dos miembros de La Semana lograron convencer a miembros de la cocina para lograr este objetivo.

2 Ponchar o provocar desperfectos mecánicos en los autobuses que llevaban y traía al personal a la central. Los de hacer explotar los neumáticos recuerdo que lo hicieron varios miembros de La Semana, pero lo de robar piezas, alterar circuitos de los motores, etc, necesitaba un personal capacitado que también logró reclutarse.

3 Cortar con frecuencia la electricidad y el agua de los apartamentos del personal para provocar el mayor desasosiego posible en todas las instancias. Recuerdo bien que un poeta aficionado llamado Saturno se ocupó de esto. Saturno era técnico electricista y fue uno de los habitantes de la Ciudad Nuclear más apegado a La Semana.

4 Distribuir octavillas donde se detallara un programa sin firmar que, era, claro el de La semana. Está de más decir que este supuesto programa (basado en citas de lecturas de filósofos o escritores) llamaba al desorden por la desobediencia pacífica. En el proceso para imprimir esto, utilizando papel y tinta de la imprenta de la central nuclear, fue que le apareció la idea a Adolfo Domingo de solucionar nuestros problemas de dinero, como explicaré más adelante.

Poco a poco fueron surgiendo otras pistas de acciones, en una competencia sin frenos a los protagonismos personales. Parecía como si cada miembro de La Semana rivalizara con el resto en proyectos que cada autor creía ingeniosos.

Así por ejemplo, a Rolando Viernes se le ocurrió algo que se reveló muy eficaz a largo plazo: obtener información por confidencias de alcoba. En las regiones cercanas a la Ciudad Nuclear se fue convenciendo (mediante un trabajo de terreno que se dio en llamar “El contrato de las meretrices”) a decenas de muchachas campesinas y con deseos ingenuos de cambiar sus vidas, a abordar a la entrada del cabaret de la ciudad a ingenieros y técnicos trabajadores de la central. El dinero que ganaran con estos actos horizontales tenían derecho a conservarlo a cambio de grabar casetes donde, bajo los efectos del alcohol y el sexo, estos confesaran probables secretos estratégicos.

Pero Rodolfo Jueves tuvo otra vez la idea más ocurrente, práctica y eficaz: propagar epidemias de piojo y ladilla. El anuncio lo hizo un jueves, al aparecerse a la reunión de La Semana con el cráneo pelado al rape, lo cual llamó enseguida la atención de todos porque llevaba desde que lo conocimos un desgreñado pelo rizo expuesto a los cuatro vientos. Si hay que reconocer que la idea de Rolando Viernes nos permitió conocer algunas intimidades de los ingenieros nucleares, nada comparables, eso sí, a lo podría aportar el ingeniero Cuervo; lo de los piojos y la ladilla creo un caos generalizado que no respetó ni la barba hirsuta de Adolfo Domingo.

Estoy consciente de que reconocer al cabo de tanto tiempo que el mayor éxito de La Semana  fuera contaminar a toda una Ciudad Nuclear y sus alrededores con piojos y ladillas, no es nada glorioso. Lo acepto. Pero me atengo a los hechos. Entre una población conocida por su exceso de higiene debido al calor y a la humedad, aquel coctel de apagones, mala comida, falta sistemática de agua, y picazón desesperante debido a los piojos y ladillas; provocó un desbarajuste que al final no habían logrado las lecturas filosóficas o literarias subversivas: el paro de toda actividad en la ciudad y en la planta nucleares.

IV

Antes de comenzar la narración de la tragedia, Albert Camus, en su novela La Peste, considera necesario orientar a los futuros lectores con unas páginas de introducción. Camus resalta algunos aspectos existenciales de la pequeña ciudad donde ocurrirá la desgracia anunciada en el título:

Une manière commode de faire la connaissance d’une ville est de chercher comment on y travaille, comment on y aime et comment on y meurt. Dans notre petite ville, est-ce l’effet du climat, tout cela se fait ensemble, du même air frénétique et absent. C’est-à-dire qu’on s’y ennuie et qu’on s’y applique à prendre des habitudes. Nos concitoyens travaillent beaucoup, mais toujours pour s’enrichir. Ils s’intéressent surtout au commerce et ils s’occupent d’abord, selon leur expression, de faire des affaires (…) Ce qui est plus original dans notre ville est la difficulté qu’on peut y trouver à mourir.

Lo que he contado hasta aquí sugiere que son poco útiles estas observaciones para introducir el relato de nuestra epidemia de piojos y ladillas, quizás con la excepción de la última frase si la integramos de manera figurada: tener que vivir por obligación en la Ciudad Nuclear era una manera infructuosa de no saber cómo morir.

Por otra parte, a pesar de su desdén, la observación de Camus parte de una afección por la ciudad de Orán. Su crítica deja entrever una empatía adolorida. Lejos estaban los miembros de La Semana de lamentarse por la manera en que se vivía en la Ciudad Nuclear por una razón esencial: ninguno de sus habitantes sentía el más mínimo apego por aquel páramo.

Camus lamenta la obsesión por la riqueza de los habitantes de la ciudad maldecida, en la Ciudad Nuclear todo tipo de deseo material estaba abolido de antemano. Es cierto, eso sí, que los indicios que menciona Camus ayudan a nombrar la existencia de un espacio poblado, pero en nuestro caso tampoco existía la intención de un remedio, ni la preocupación de un salvamiento, sino todo lo contrario.

Tanto las quince mil personas víctimas de la picazón en la Ciudad Nuclear como los contaminados por la epidemia de peste en Orán – sin obviar las diferencias entre morir y rascarse hasta sacarse sangre –, debieron acatar un decreto oficial de cuarentena y la prohibición de desplazarse. Dicho de otra manera: no pudimos movernos de la ciudad y debimos soportar un control sanitario diario.

Camus coloca en francés un epígrafe de Daniel Defoe antes de su introducción. En español la frase queda más o menos así: Es razonable representar un encarcelamiento por otro antes que representar cualquier cosa que existe realmente por algo que no existe en realidad.

Me doy cuenta mientras escribo que, al aludir a las palabras de Camus y a La Peste, he pretendido completar la idea de Defoe que asume Camus, y, a la vez, deshacerla: represento un encarcelamiento por otro, pero narro también algo verdadero que mi condición de testigo validan como real en el pasado.

Hecho estas aclaraciones, paso a describir la epidemia que nos desvió por unos días de la búsqueda y el secuestro del uranio del reactor nuclear.

Recuerdo que a toda hora deambulaban por la ciudad grupos de decenas de personas sin saber qué hacer para apaciguar la desesperación por el calor, los mosquitos, las perturbaciones diarreicas que, sumadas a la falta de agua potable, engendró una pestilencia generalizada en la ciudad y en sus alrededores. La peste de la Ciudad Nuclear no era bubónica sino a mierda.

Es cierto que al irse detectando el carácter intencional de estas alteraciones de la normalidad (la dirección del Partido de la Ciudad y la Central nucleares convocó a reuniones de información sistemática donde se amenazaba con represalias de cárcel a los culpables), se fue atenuando el efecto de estas calamidades intencionales.

Lo que no se pudo parar fue la epidemia de picazón provocada por los piojos y las ladillas que el propio Rodolfo Jueves se encargó de difuminar. Con los huevos de piojos obtenidos del pelo de los niños del coro de la escuela primaria de la Ciudad Nuclear después de cada ensayo de la coral - a golpe de tijeretazos más o menos disimulados-; Rodolfo Jueves se iba a los pocos lugares públicos de la ciudad, y con disimulo soplaba hebras sobre las cabezas de los habitantes. Tardaría yo en saber que las ladillas las difuminaron las meretrices campesinas a quienes mi colega, además de preservativos, les distribuía sábanas para los embates sexuales con sus conquistados científicos.

Durante días que fueron semanas, los enjambres de calvos y calvas que se rascaban con frenesí a la vista de todos, cambiaron el monótono paisaje polvoreado de la ciudad. El frotamiento compulsivo de los brazos, las piernas, la cara, y sobre todo, las entrepiernas, acercaba a las personas en vez de alejarlas por asombro o pudor. Todo se vuelve una costumbre, hasta la desesperación. Al menos eso sugerían las escenas que se vivían primero en la intimidad y más tarde de manera a la luz del día. Los transeúntes, en medio del dinámico ejercicio compartido, se preguntaban qué remedios podrían aplicarse, y se pedían noticias de un llamado Ejército Médico que se esperaba de la capital.

Poco a poco los habitantes abandonaron la intención de vestirse y de desplazarse para ir a trabajar. Buscando alivio deambulaban desnudos o se tiraban al mar, algo esto contraproducente porque el salitre enconaba las ronchas que el roce de las uñas había provocado. Los quejidos y el temblequeo eran remplazados al salir del agua por alaridos de las siluetas que maldecían no encontrar remedio que lograra calmar el escozor de las pieles llagadas.

Y llegó el momento en que las autoridades decidieron intervenir porque esa situación de ver a toda una población deambular y gritar en cueros se les iba de las manos: había al menos que oficializarla. Comenzaron a circular jeeps con altavoces que exigían ir a la Plaza Pública de la Central Nuclear completamente desnudos, lo cual, aun en medio del desasosiego, no dejó de provocar cierta maldad a quienes se ilusionaron con el anhelo de una hipotética  promiscuidad. Una vez reunidos en la plaza se dejó escuchar el aleteo de un helicóptero que descendió a baja altura y regó a la multitud con líquido viscoso que por el olor parecía ser un fertilizante.

Pude ver a ambos lados de la plaza a militares enmascarados que evitaban todo desbordamiento de los obligados bañistas. Acto seguido a la regadera aérea, cada habitante fue sometido a un baño individual en cabinas improvisadas con listones de madera. Un grupo de tres enfermeros con escafandras y un traje impermeable de plástico que recordaba a los liquidadores de Chernóbil, obligaba a dar vueltas a cada persona que debía, al entrar, levantar los brazos y acto seguido ponerse en cuatro patas para recibir chorros por el trasero de un líquido verdoso muy similar por su olor al lanzado por el helicóptero. En los casos en que los forzados visitantes no hubiesen comprendidos que debían haberse afeitado todo el cuerpo para frenar la contaminación, se les enjabonaba y se les exigía afeitarse en el acto.

De más está decir que los miembros de La semana logramos preservarnos con disimulo y simulación de la epidemia. No entramos en contacto directo con los habitantes de la ciudad y cambiamos nuestros atuendos y comportamiento para aparentar ser también víctimas.

Queriendo quizás aprovechar la anarquía imperante, nuestro jefe nos reunió para comunicarnos su estratagema para poder financiarnos:

Adolfo Domingo: - Iremos a la fuente del dinero, dijo.

La frase nos aterró y nos hizo intercambiar de manera inmediata miradas escrutadoras. No era posible que ahora se le ocurriera asaltar bancos cuando del uranio ya ni se hablaba. Pero no, la sorpresa fue mayúscula cuando el líder de La Semana añadió después de una premeditada e intrigante pausa:

Adolfo Domingo: -Falsificaremos billetes…eso sí dólares, de nada vale que gastemos energías imprimiendo pesos nacionales.

No hubo entusiasmo, pero fuimos precavidos para que él no lo sospechara. Hasta aquí podríamos considerar como escaramuzas de jóvenes airados lo que habíamos hecho. Pero estábamos conscientes de que quizás, por primera vez, violábamos la ley, transgredíamos un límite, y sospechamos que nuestro destino en aquel lugar, cambiaría en lo adelante. A mis ojos no era posible que desde aquel manicomio se pudiera hacer dólares sin dejar trazos en el camino. No se trataba sólo del aspecto técnico, sino también del humano: en una cadena fabricadora de dinero en la cual intervinieran varias personas, era imposible protegerse de una delación.

El golpe definitivo a ese proyecto a todas luces insensato que llamamos La Semana, llegaría poco después de verse erradicada la epidemia de piojos y de ladillas, y cuando estábamos en plena fabricación de los billetes verdes: Pascual Lunes escuchó en el noticiero de la BBC de Londres una entrevista al Ingeniero Cuervo quien, en un vuelo de regreso de Moscú, había pedido asilo político en el aeropuerto canadiense de Gander.

Continúa en: https://conexos.org/2020/06/14/test-14/

 

 

 

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25 mai 2020 1 25 /05 /mai /2020 20:53
“Imagino un libro que existe, pero que no tengo”. Con esta sutil paradoja, fruto de los tiempos inéditos que nos han tocado vivir, Armando Valdés Zamora, escritor cubano, comparte hoy en “Escritura de la cuarentena” una inusual experiencia para un autor: acabar de publicar una colección de cuentos en México y no poder hojear ni ojear sus páginas. Y mientras llega este anhelado nuevo libro, sigue imaginando otros. Soñando nuevas historias"
CEMAB Universidad de Alicante
 
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6 mai 2020 3 06 /05 /mai /2020 23:05
DIEZ AÑOS SIN JUAN ARCOCHA

-Au revoir Madame.

    Estas fueron las palabras con las que el escritor Juan Arcocha se despidió del mundo la mañana soleada del 7 de mayo de 2010 en el hospital de la Salpêtrière en París. Me lo contó, al verme inmóvil ante la puerta de la sala donde había muerto Juan, la enfermera guadalupana que en una bolsa plástica me trajo el piyama, las pantuflas y los espejuelos de mi amigo, al tiempo que añadía a manera de despedida: “Ese señor fue elegante hasta el último momento”.           

   Juan me había puesto una trampa la semana anterior a su muerte. Acostumbrado a visitarlo con frecuencia al hospital, me había pedido que no lo hiciera la semana siguiente a mi última visita. El argumento era creíble, lo cambiarían de sala para hacerle unos análisis antes de mandarlo a casa por haberse recuperado. Y era cierto, lo de cambiarlo de sala, no el resto. Quise comprobarlo sin avisarle antes de despedirme por una semana de él: para mi asombro estaba en otro pabellón del hospital y sin conexión alguna a equipos médicos que midieran la evolución de su estado. Mentía Juan en lo de su mejoría. En realidad se las había arreglado (nunca sabré de qué manera) para que detuvieran los controles y la diálisis, y se precipitara de esta manera un final que sabía irremediable.

   De pie, en medio del patio arboleado del hospital de la Salpêtrière iluminado por el sol sorpresivo de una mañana para otros esplendorosa, me sentí el hombre más solo del mundo.

   Juan que se burlaba de las situaciones dramáticas y que creía con júbilo en la existencia de otras vidas, me hubiera soltado una sonora carcajada de verme, desamparado, garabateando un lamento por su desaparición. Busqué entonces el consuelo de un último recuerdo compartido y éramos felices en esa ignorada despedida. Él y yo habíamos pasado un buen momento de regocijo la última vez que nos vimos por la coincidencia de algo que nos unía en secreto: la celebración de la literatura.

   Yo le llevé al hospital a Juan la portada del libro que reunía mis poemas escritos en París y que se publicaría en Madrid, además el contrato que enviaba desde La Habana la escritora y antigua alumna suya Mirta Yañez, para que se publicara por la editorial Letras Cubanas una redición de su novela Los baños de canela. Conservo para mí solo el original de su firma temblorosa sobre el contrato de edición, sin sospechar entonces, desde la inocencia forzada que nos reserva en esos casos la esperanza, que sería la última vez que nos veríamos en esta vida.

   Parado yo junto a su cama, y en un momento en que recobraba su lucidez después de varios días inconsciente, Juan me hizo enumerar y contar los títulos de cada uno de sus libros publicados. “Diez novelas y uno de ensayo”, concluí. Su respuesta necesitaría mi confirmación: “No está mal, ¿verdad?” Semanas antes de enfermarse Juan había manifestado una satisfacción más rotunda al leer la nota de contraportada firmada por Abilio Estévez en la edición de Verbum de su última e intrigante novela Un tiburón vegetariano, que él dedicara a su gran amigo Guillermo Cabrera Infante.

   En dicha nota, entre otros elogios, Abilio consideraba a Juan un moralista “a la manera de Piñera, que es quizá la manera heredada de Baudelaire”. Exultante a la sola mención de esa cita escrita además por un escritor al cual admiraba y que habíamos descubierto juntos, Juan desbordaba nuestros dos vasos de whisky con hielo (dos cubos él, tres yo) sin dejar de obviar su rol de Maestro: “Esa es una opinión de escritor, no de profesor”. Era una de sus maneras de ejercer su magisterio sobre mí; reprocharme lo que él llamaba tiempo perdido para la creación, mi insistencia por escribir artículos y ensayos universitarios.

   De esta manera a veces hasta infantil celebrábamos ambos, todos los domingos a las 5 de la tarde, en esa isla resplandeciente de plantas tropicales, cuadros y obras de arte que era su apartamento, nuestras pretensiosas vanidades. Una manera de existir abrazados a la fe de tener que dejar, por escrito, el testimonio de nuestra presencia de cubanos desterrados en Francia.

Por cuenta propia

   Un día que terminé uno de mis cursos me fui al hospital a saber cómo andaba Juan. Estaba dormido, inconsciente. Me iba a ir cuando un médico, al parecer el jefe del turno de esas horas, se me acercó para preguntarme si yo venía de parte de la embajada de Cuba. Mi sorpresa momentánea no podía ser mayor, pero me di cuenta que mi atuendo (llevaba traje y corbata) y los posibles signos reveladores de mi origen (el acento y el físico) unido a una probable búsqueda de la identidad de Juan, habían precipitado a este hombre curioso a indagar sobre la identidad de su paciente.

-Hemos podido saber que el Sr Arcocha fue diplomático e intérprete de Jean Paul Sartre.

   A Juan lo perseguían hasta el fastidio esas dos atribuciones que el azar puso en su camino y que difícilmente abordaba en conversaciones privadas. La de haber pertenecido al régimen cubano y ser el guía de Sartre y Simone de Beauvoir durante el primer viaje de ellos a Cuba.

   En 1955 Arcocha se fue de Cuba para estudiar en la Sorbona en la cual se graduó de una licenciatura de literatura francesa que lo avalaba para ser profesor de francés en La Habana. Esta experiencia le dejó dos obsesiones que lo acompañarían el resto de su vida: la admiración por Francia (¿cómo vivir sin leer Le Monde los domingos? me contaba sonriente que se preguntaba en La Habana), así como su persistencia por hablar un francés perfecto.

   Este capricho lo hacía implacable en sus juicios sobre el francés de los cubanos, otra de sus maléficas pasiones. Cuando le preguntaba, por ejemplo, cómo era el francés de Sarduy con quien en una época acostumbraba desayunar en el Quartier Latin, Juan saltaba de su sillón con el vaso de whisky en la mano derecha y el dedo índice de su mano izquierda apuntando hacia mí: “De regular a malo…más o menos como el tuyo”. Mi amigo no me perdonaba lo que consideraba mis errores fonéticos. Por esa razón durante varias semanas me impuso la tarea de leerle en su casa y en alta voz el discurso de defensa de mi tesis de doctorado sobre Lezama Lima en la Sorbona. Estuvo en el público el día de mi presentación. Al ir a saludarlo en una pausa le pregunté que le parecía como estaba quedando todo, a lo que Juan se precipitó a lanzar como respuesta: “Todo perfecto…menos tu francés…hemos perdido semanas de trabajo”.

   Juan regresó a Cuba en 1958 y como muchos otros intelectuales se unió al entusiasmo por la revolución castrista. Su antigua amistad con un estudiante de la facultad de Derecho en la cual estudió nombrado Fidel Castro, hicieron el resto. Lo que más se conoce de su vida pública data de esos años: corresponsal del periódico Revolución en Moscú, intérprete de Sartre y Beauvoir, agregado de prensa en la embajada cubana de París (compartiendo allí labores con un tal Alejo Carpentier), y también un autor de éxito. En 1962 apareció el que fuera su único libro publicado en Cuba, la novela Los muertos andan solos que se adaptó a la radio y tuvo varias ediciones.

   Por cuenta propia -que sería el título de su segunda novela sobre sus días moscovitas-, Juan corrió el enorme riesgo de exilarse en París en la época de revoluciones y con Cuba de moda en todos los salones intelectuales. No sin antes dar un último viaje a la isla para despedirse y advertir a las autoridades para la cuales trabajaba que, esta vez, no habría regreso; Juan tocó a muchas puertas que se le cerraron. Terminaría por conseguir un contrato en la sede de la ONU en Ginebra y lograría alquilar un estudio en esta ciudad suiza en el que acogió a Calvert Casey cuando éste decidió exilarse.

   Su condición de poliglota –dominaba el inglés, el francés, el ruso y el italiano- le permitiría a Arcocha trabajar sucesivamente en múltiples organismos internacionales como la ONU, la UNESCO y la FAO y viajar por todo el mundo. “Escribí mis novelas en aviones, trenes, hoteles y estaciones de autobuses”, le gustaba contar sin disimular su orgullo.

   Fue el encarcelamiento de su amigo el poeta Heberto Padilla, lo que provocó la ruptura definitiva en 1971 de Arcocha con el gobierno cubano.

A contracorriente y viceversa

   Creo que a todos nos rodea alguna vez la misma pregunta: ¿cómo se conciben, ordenan y se escribe las historias literarias? Si a esta pregunta podemos responder describiendo innumerables conjeturas, lo cierto es que las jerarquías que estas historias imponen son casi siempre acatadas y repetidas. Esto siempre me viene a la mente al pensar en la obra de escritores como Juan Arcocha.

   La primera causa del desconocimiento o del olvido entorno a sus libros parece, desgraciadamente, evidente. Como mismo Juan me contaba que se quedó sin amigos por razones ideológicas al decidir no trabajar más para el gobierno cubano, se cortaron también sus vínculos con ciertos círculos literarios y editoriales.

   La segunda razón es la propia literatura de Arcocha. Sin pretensiones de inscribirse en grandes corrientes de moda en las épocas de sus escrituras (boom latinoamericano, realismo mágico, real maravilloso, neobarroco, etc) las novelas de Juan se caracterizan por abordar temas intimistas. En sus libros se juega con divertidas tramas psicológicas y esotéricas, sus personajes se desplazan por espacios europeos y paisajes urbanos, y se insiste en un tono festivo casi siempre expresado a través de diálogos que se superponen y de la mirada lúdica de un narrador en primera persona, sin que por esta razón se cuente algo testimonial o realista.

   El tercer motivo fue la propia personalidad de Arcocha, su regocijo íntimo por vivir apartado de los salones y cocteles. Haberlo escuchado hablar con melancolía de sus viejos amigos de los años 60 –Guillermo Cabrera Infante, Calvert Casey, Heberto Padilla, Carlos Franqui, entre los exilados, y Pablo Armando Fernández, Humberto Arenal, Jaime Sarusky, entre quienes se quedaron a vivir en Cuba-,me lleva a conjeturar que al no poder compartir de nuevo la misma vivencia colectiva que lo rodeó al comenzar a escribir, Juan se refugió en las soledades que propicia el exilio hasta llegar a proclamarse satisfecho con su aislamiento.

   A pesar de todo esto algunos libros de Juan publicados fuera de Cuba tuvieron cierto éxito en España, y su nombre circuló en algunos medios por ser autor de novelas de ficción políticas todas en diferentes momentos reeditadas. En La bala perdida (Plaza Janés,1973) se cuenta una intriga con matices policíacos en la embajada de Cuba en París al mismo tiempo que rinde homenaje a Proust en su centenario. Operación viceversa (Ediciones Erre, 1976) narra la tentativa insólita de la CIA de deshacer un plan soviético para asesinar a Fidel Castro, mientras que en la deliciosa Tatiana y los hombres abundantes (Argos Vergara, 1982) dedicada a Virgilio Piñera, una rusa ex amante de Stalin desembarca en La Habana convencida de poder civilizar, por el refinamiento de un salón de té, a los hombres cubanos y a la nueva clase política. “Si Flaubert dijo: ‘Madame Bovary c’est moi’, yo puedo decir la misma cosa de Tatiana: Tatiana soy yo”, me dijo un día Juan en una de mis visitas dominicales a su casa, y como tal lo reproduje en mi prólogo a la redición de 2007 de la editorial madrileña Verbum.

   Hay que creer que en algún momento del porvenir aguarda la literatura de Juan Arcocha por lectores curiosos y estudios merecidos que pongan sus novelas en los estantes de sus catálogos.

Au revoir Monsieur

   Me veo de nuevo caminando por el patio del hospital de la Salpêtrière con la bolsa que contiene las últimas pertenencias de Juan entre mis manos, cuando otra enfermera –cosa excepcional en París- me llama a gritos a mis espaldas. Me doy vuelta y la veo indicarme una ambulancia que pasa ante mí y se pierde de mi vista hacia un lugar que después supe era la morgue. “En esa ambulancia va su amigo el Sr. Arcocha”, alcancé a escuchar que me decía a medida que me acercaba a ella, y antes de darme media vuelta para, de alguna manera, despedirme de mi amigo Juan.

   Al día siguiente era sábado y feriado; el 8 de mayo se celebra en Francia la firma del armisticio de la segunda guerra mundial. Aunque logré tomar cita para pasar por la morgue el lunes siguiente, me negué al final a ver los restos de Arcocha. Prefería recordarlo como cada domingo a las 5 de la tarde cuando al abrir la puerta repetía nuestra contraseña: “Caballero…adelante”, antes de pasar revista a los chismes entonces actuales que integrarán un día mis memorias, y brindar con dos vasos de whisky con hielo (dos cubos él, tres yo) levantados desde su terraza hacia el cielo de París.

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18 avril 2020 6 18 /04 /avril /2020 11:29
SCĖNES DE LA TRADUCTION FRANCE-ARGENTINE

Résumé

Les échanges culturels et littéraires entre la France et l'Argentine reposent sur les importances singulières que les littératures des deux pays se sont mutuellement attribuées, sur des constellations de réseaux de traducteurs, enfin sur des « scènes » historiques essentielles. Depuis sa fondation, la jeune Nation argentine s'est nourrie d'une francophilie prononcée : la traduction de littérature française y est la pierre angulaire d'une politique d'importation culturelle aux orientations variables selon les évolutions politiques et culturelles du pays. La traduction de la littérature argentine en France a connu, quant à elle, une histoire plus intense que celle des autres pays d'Amérique latine  hormis le Mexique, peut-être , fruit d'une série de rencontres personnelles et de projets intellectuels portés par des figures telles que
L. Bataillon et A. Berman, ou encore D. Coste, A. Bensoussan et S. Baron Supervielle.

Sommaire

Introduction
Gersende CAMENEN et Roland BÉHAR

Première partie : Imaginaires de la langue, bilinguisme et traduction

¿La versión de Babel? Imaginarios de lengua y traducción en la Argentina, 1900-1938
Magdalena CÁMPORA

Delfina Bunge y el bilingüismo poético femenino en la argentina del centenario
Axel GASQUET

Deuxième partie : Sur, un pôle d'attraction

Contre la traduction : Victoria Ocampo en version originale
Victoria LIENDO

La traduction dans la revue Lettres françaises (1941-1947) de Roger Caillois
Annick LOUIS

El deseo del viaje. La traducción de literatura francesa en Orígenes y Sur (1944-1956)
Armando VALDÉS-ZAMORA

Troisième partie : Retraductions et relectures argentines contemporaines

Traduction, transplantation : Supervielle autrement lu
Sylvia MOLLOY

Huysmans en Buenos Aires: sobre el « giro académico » de la traducción
Mariano SVERDLOFF

Quatrième partie : Traduit de l’argentin

Un destino entre las hojas. Laure Bataillon traduce « Guía para un jardín de plantas » de Arnaldo Calveyra
Mariana DI C

Mort et résurrection dans le poème. La traduction de Juan Gelman à Jacques Ancet
Valentina LITVAN

Roberto Arlt, un « très grand auteur » français ? Traduction et valeur littéraire
Gersende CAMENEN

Cinquième partie : La voix des traducteurs

Le passage
Silvia BARON SUPERVIELLE

L’ Argentine entre l’or des tigres et l’ange exterminateur (vision d’un traducteur)
Albert BENSOUSSAN

Alfonsina avant et après la mer : traduire Mascarilla y trébol en 2018
Didier COSTE

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5 avril 2020 7 05 /04 /avril /2020 09:15
CARTA ABIERTA DE ANNIE ERNAUX A ENMANUEL MACRON

Cergy, 30 de marzo de 2020

Señor Presidente:

   “Le escribo una carta/que usted leerá quizás/si tiene tiempo”. A usted que es un apasionado de la literatura esta entrada en materia seguro le evoca algo. Se trata del principio de la canción El Desertor de Boris Vian, escrita en 1954, entre la guerra de Indochina y la de Argelia. Hoy, aunque usted lo proclame, no estamos en guerra, el enemigo aquí no es humano, no es nuestro prójimo, no tiene pensamiento ni voluntad de hacernos daño, ignora las fronteras y las diferencias sociales, se reproduce a ciegas saltando de un individuo a otro. Teniendo en cuenta su léxico militar, las armas son las camas de hospital, los respiradores, las mascarillas y los test, es la cantidad de médicos, de científicos, de personal médico. Sin embargo, usted no ha escuchado los gritos de alarma de los trabajadores sanitarios y lo que se puede leer en la pancarta de una manifestación el pasado noviembre –El estado cuenta su plata, nosotros contaremos los muertos- resuena trágicamente hoy. Usted ha preferido escuchar a esos que preconizan el abandono del Estado, la optimización de recursos, la regulación de la circulación, todo esa jerga tecnocrática carente de humanismo para eludir la realidad. Mire ahora, son los servicios públicos quienes en este momento quienes en este momento aseguran en todas parte el funcionamiento del país: los hospitales, la educación y esos miles de profesores, de maestros tan mal pagados, la empresa eléctrica, Correos, el metro y la red de ferrocarriles. Resulta que los mismo que antes usted considerara inútiles, son ahora quienes siguen botando la basura, trabajando de cajeros, despachando pizzas, asegurando esta vida tan imprescindible como la intelectual, la vida material.

   Elección extraña la de la palabra “résilience” que significa reconstrucción después de un traumatismo. Nosotros no estamos en ese estado. Señor Presidente, tenga cuidado con los efectos de este confinamiento, de querer trastornar el sentido de estas palabras. Es un tiempo propicio a los cuestionamientos. ¡Un tiempo para desear un nuevo mundo, pero no vuestro mundo! No ese en el cual quienes dirigen y los financieros retoman sin pudor la cantaleta de “trabajar más”, hasta 60 horas por semana. Somos muchos los que no queremos un mundo en el cual la epidemia muestra escandalosas desigualdades, muchos los que queremos al contrario, un mundo en el cual las necesidades esenciales, comer sanamente, curarse, alojarse, educarse, sean garantizados a todos, un mundo posible si tenemos en cuenta las solidaridades actuales.

   Sepa, Señor Presidente, que no nos dejaremos más robar nuestra vida porque sólo la tenemos a ella, y “nada vale tanto como la vida”, como dice la canción de Alain Souchon, ni tampoco amordazar indefinidamente nuestras libertades democráticas ahora restringidas, libertad que permite a esta carta –a diferencia de la de Boris Vian, prohibida en la radio- ser leída esta mañana por las ondas de una radio nacional.

Traducción AVZ

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1 avril 2020 3 01 /04 /avril /2020 06:24
HORIZONTES DEL CANGREJO

Las historias que integran Horizontes del cangrejo transcurren en Cuba y Europa (París, Córcega, San Sebastián, Londres) y se atribuyen a Cornelius Monteagudo, un enigmático intelectual franco cubano de cuya existencia real se tienen pocas certezas. La búsqueda del propio autor por una estudiante francesa que prepara sobre él una tesis en la Sorbona junto a su novio cubano - al mismo tiempo narrador inesperado de varios cuentos del volumen-, se entrelaza con acontecimientos extravagantes asociados a diversas tradiciones culturales.

La aparición en La Habana de una copa robada en la tumba de Gérard de Nerval en París, el encuentro en Londres de tres miembros de “La Semana” un antiguo club de conspiradores insulares inspirados en una novela de Chesterton, las confesiones de un Che Guevara aún vivo y refugiado en las montañas de Córcega y, sobre todo, las pesquisas para dar con un grabado iluminado de Cuba editado en Venecia en 1572 donde se profetiza la fecha de una cuarta y desastrosa nevada en esta isla del Caribe; son algunos de los relatos que dan unidad a un libro que puede leerse como la recopilación de un archivo extraviado.

Con un perspicaz manejo del humor que interrumpe la aparente solemnidad de las intrigas, el autor expone en Horizontes del cangrejo su sugestiva visión de una escritura literaria que sienta sus bases en la recreación de situaciones absurdas y fantásticas a través de la coincidencia lúdica de variadas referencias culturales, tales como el imaginario medieval europeo, el simbolismo del cangrejo, o la popular lotería cubana conocida como la charada china.

Este libro abre de manera original la narrativa cubana a espacios poco explorados por sus escritores más recientes, y se inscribe a la vez en la corriente más cosmopolita de esta tradición letrada, la que integran clásicos de la literatura de la isla como Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Virgilio Piñera.

Horizontes del cangrejo, Universidad de Guadalajara, Editorial Culagos, 2020.

Ilust: "L'éternité"(2000) de Ramón Alejandro

Armando Valdés-Zamora nació en La Habana y reside en París. Es Doctor por la Universidad de la Sorbona con una tesis sobre el escritor cubano José Lezama Lima y Profesor Titular de la Universidad París Este. Ha publicado la novela Las vacaciones de Hegel (Madrid, 2000), los poemarios Libertad del silencio (París, 1996) e Imaginarias de un velero sugerido (Madrid, 2010), así como el libro de crónicas La siesta de los dioses (Leiden, 2017). Es autor de numerosos artículos y ensayos sobre la literatura cubana publicados esencialmente en Francia.

 

 

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